La obligación de ser intransigente

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Los profesores de literatura establecemos conversaciones de actualidad con nuestros alumnos gracias a los viejos libros. Es un proceso íntimo de la propia literatura, ya que los clásicos permanecen porque siguen hablando con nosotros a través de los años y de los cambios históricos. Saben preguntarse por la condición humana y gracias a sus lectores, a la experiencia humana de la historia que habita los textos, actualizan la mirada sobre el mundo.

José Ortega y Gasset pronunció en 1910 una famosa conferencia en Bilbao titulada “La pedagogía social como programa político”. Denunciaba el deterioro de una España rota por las corrupciones políticas de la Restauración. Resultaba necesario vertebrar España, inventarse España. Distinguía el patriotismo de las élites, que justificaban su desfachatez económica al amparo de la Virgen del Pilar y del Cid Campeador, y el patriotismo de los que hablaban de la nación como compromiso de futuro, el deseo de dejar en herencia a los hijos una sociedad decente. Al leer los párrafos de 1910, los alumnos piensan en 2018. Y luego leemos otros párrafos en los que el filósofo le recordaba a la clase obrera la importancia de la educación pública y de una escuela única para todos, laica, sin diferencias motivadas por los credos y las desigualdades económicas.

El debate sobre el deterioro de la educación pública se agrava cuando los alumnos comprenden que la escuela no es hoy el espacio real de socialización. Las cadenas de televisión, en manos de las élites económicas, generan los movimientos de identidad y de miedo-odio que luego se extienden por las redes sociales. Uno aprende que la modernidad actual presenta los problemas de siempre, pero multiplicados por el descontrolado control de la tecnología.

Al leer San Manuel Bueno, mártir de Unamuno, comprendemos la conciencia trágica del buen sacerdote que no tenía fe, ni creía en la vida eterna, pero se decidía a mantener su apostolado para que la comunidad no se deshiciera al perder los vínculos tradicionales de la religión. La experiencia agónica de Unamuno intentaba responder a las contradicciones insalvables que se dan entre una fe religiosa y la razón. Al mismo tiempo, reaccionaba ante el temor de que el positivismo de la sociedad industrial acabase liquidando los vínculos de las comunidades.

Nosotros asistimos también a la degradación de una posible vida en común y, además, tenemos nuestra conciencia trágica. Cómo se puede tener fe en la vida democrática dentro de un mundo como el nuestro. La avaricia de las élites económicas no sólo ha desbordado el poder de la política y los Estados, sino que también controla nuestras vidas con poderosísimos medios para manipular los sentimientos. Pienso y me pienso. Nuestra conciencia trágica es menos grave que la de Unamuno. No necesitamos la existencia de Dios para dar sentido a nuestros valores. No necesitamos mentiras piadosas. Se puede seguir respondiendo a la propia conciencia sin necesidad de la esperanza. Y se puede mantener la propia ética sin el apoyo de una voluntad superior. Hasta es posible negarse a la irracionalidad, cuidándonos del invierno democrático en el interior de una ética solitaria. Por otra parte, Unamuno, Giner de los Ríos y Fray Luis de León fueron expulsados de su cátedra. En España, por ahora, no llegamos a tanto.

El intelectual y la política

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Cuando García Lorca escribió teatro vanguardista, se dio cuenta de que perdía su conexión con el público. La experiencia republicana de la cultura facilitó un deseo de buscar el diálogo con el público sin abandonarse a las bajezas mercantiles del teatro comercial. De ahí nació, por ejemplo, La casa de Bernarda Alba, una obra en la que el luto encierra a la gente en el odio privado de cada habitación. Las puertas se abren cuando el pueblo es convocado para linchar a una pecadora. Los miedos privados son la mejor receta para cultivar el odio como forma de agrupación social. Analizar el poder, estudiar los mecanismos a través de los que entra en nuestro salón de estar y en nuestros corazones, es uno de los servicios que da la literatura en una sociedad acostumbrada a mentirse a ella misma hasta comulgar con ruedas de molino.

El gran enemigo de Unamuno fue el dictador Primo de Rivera. Cuando el patriarca de todos los Riveras y de todos los Primos dio el golpe de Estado de 1923 para salvar la corona corrupta de Alfonso XIII, Manuel Azaña reaccionó con intransigencia. Se hizo famoso un artículo suyo en la revista España. Era el momento de acorazarse en los principios y de ser intransigentes con las mentiras de la vida oficial. Esta intransigencia –escribió– era una muestra de honestidad. Sí, hay transigencias que sólo pueden permitirse los deshonestos. La voluntad de diálogo y de progreso paulatino no pueden confundirse con la renuncia a la honestidad.

Uno es lo que ha leído (cuando uno tiene la costumbre de leer). En medio de mi mundo, recuerdo a mis mayores, leo y decido no escribir para ser simpático, sino para ser intransigente con la mercantilización de la vida, los sentimientos, la política, la prensa manipulada, el dolor, los cadáveres, la infinita bondad humana y su infinita ruindad.

Los profesores de literatura establecemos conversaciones de actualidad con nuestros alumnos gracias a los viejos libros. Es un proceso íntimo de la propia literatura, ya que los clásicos permanecen porque siguen hablando con nosotros a través de los años y de los cambios históricos. Saben preguntarse por la condición humana y gracias a sus lectores, a la experiencia humana de la historia que habita los textos, actualizan la mirada sobre el mundo.

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