La cultura es sobre todo un sentido de pertenencia. Por eso en la palabra cultura cabe todo lo que tiene que ver con la familia, la comunidad, la religión, las tradiciones, la memoria, la imaginación, el deber, la disidencia y el lugar en el que sentimos los mandatos del bien y del mal. Porque el sentido de pertenencia, como el bien y el mal, supone un mandato.
La suerte de haberme encontrado en la Granada de los años 60 con Federico García Lorca hizo que mi vocación literaria se relacionase con un sentido de pertenencia fundado al mismo tiempo en el amor y la disidencia. Y esto no sólo tuvo que ver con las tensiones inmediatas entre la palabra libertad y una dictadura, o entre la poesía y el utilitarismo sin escrúpulos de los negociantes. Tuvo que ver incluso con el propio sentido de pertenencia. Federico era muy de Granada, muy andaluz, muy español. Sin embargo, fue ejecutado por un golpe militar y una guerra civil que destruyó España durante cuatro décadas por culpa de una gente y unos intereses que se autollamaban nacionales. Esa paradoja, la mentira del falso patriotismo, la comprobé pronto al leer La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca (1971), el libro fundacional de Ian Gibson, un amigo irlandés. Esta denuncia de Gibson la encontré también en un artículo que Dámaso Alonso, un amigo madrileño, había escrito durante la guerra. Era una broma negrísima llamarse nacionalista cuando se ejecutaba al poeta que, desde el corazón de la vanguardia, reivindicó para darle más vida a las tradiciones españolas.
Lorca había reivindicado con Falla la música popular andaluza en su Poema del cante jondo y había indagado en las tradiciones con otro libro muy granadino y andaluz, el Romancero gitano. Pero ir conociendo las inquietudes del poeta suponía dialogar con todo lo que estaba al otro lado, una identidad tan propia como abierta, porque se fundaba en la curiosidad por los demás y en la flexibilidad de las propias raíces. El poeta andaluz era un amante de la poesía gallega de Rosalía de Castro y se declaraba con alegría catalanista poco después de conocer la ciudad de Barcelona. El poeta granadino sentía que se hubiese expulsado de la ciudad a los árabes y confesaba su amor por los moriscos y los judíos que todos llevamos dentro. El poeta se sentía muy español, pero estaba más cerca de un chino bueno que de un español malo.
En la Granada franquista de los años 60 fue una suerte acercarse al sentido de pertenencia de la mano de García Lorca. El poeta había vivido su adolescencia en los tiempos de la Primera Guerra Mundial, los himnos de muerte en nombre de las banderas, y en la España de la Restauración, cuando la política oficial de amor a la patria y sus colonias era la mascarada que escondía el egoísmo avasallador de los caciques. Vivió, además, una religión falsa que había olvidado el amor de Jesucristo para encarnar los dogmas de la represión y las legitimaciones impúdicas del poder. Así que para sentir amor al prójimo había que olvidarse del catolicismo y para sentirse español y amar a España había que alejarse de los patriotas. Fue una lección decisiva a la hora de comprender mi sentido de pertenencia.
La lección de Lorca es que no hace falta convertirse en un embajador del vacío y la nada para rechazar las mentiras del falso patriotismo. Que uno puede sentirse comprometido por amor a una comunidad sin caer en las banderas de las mentiras y en el odio a los otros
Cuando la cultura franquista hizo del folklore andaluz un signo de su identidad, García Lorca fue perdonado por sus asesinos para llevarlo a las coplas y los tablados. El franquismo pobló la cultura de Sur y trajes de gitana mientras se llevaban el desarrollo económico y la mano de obra barata hacia el Norte. Y Lorca fue entonces una referencia falsificada. Era lógico que sus lectores nos refugiásemos como respuesta en Poeta en Nueva York, el libro en el que un poeta granadino había denunciado la crisis internacional del capitalismo. Los negros ocuparon como víctimas el lugar que antes sufrían los gitanos, en un libro que denunciaba de manera universal el racismo, la violencia, el machismo, el hambre y la falta de respeto a la dignidad humana. En Grito hacia Roma, el poeta le echó en cara al papa Pío XI que se olvidara de Jesús para pactar con Mussolini. El andaluz españolista se declaraba defensor universal de los derechos humanos: “Porque queremos que se cumpla la voluntad de la tierra que da sus frutos para todos”.
Cuando en los años 90 se publicaron las Prosas inéditas de juventud de García Lorca, en una edición de Christopher Maurer, un amigo norteamericano, me emocionó comprobar que la identidad abierta de García Lorca había escrito a los 19 años un artículo titulado El Patriotismo. Denunciaba la mentira de todos los que invocan su amor a una tierra para someterla al fanatismo y a la ambición de sus caciques. Los catalanes de hoy, los españoles de hoy, los europeos de hoy, los habitantes de cualquier parte del mundo, deberíamos leer con atención a Federico García Lorca para calibrar bien nuestro sentido de pertenencia. Su lección es que no hace falta convertirse en un embajador del vacío y la nada para rechazar las mentiras del falso patriotismo. Que uno puede sentirse comprometido por amor a una comunidad sin caer en las banderas de las mentiras y en el odio a los otros.
La cultura es sobre todo un sentido de pertenencia. Por eso en la palabra cultura cabe todo lo que tiene que ver con la familia, la comunidad, la religión, las tradiciones, la memoria, la imaginación, el deber, la disidencia y el lugar en el que sentimos los mandatos del bien y del mal. Porque el sentido de pertenencia, como el bien y el mal, supone un mandato.