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La perversión de las buenas causas

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Al hablar de la relación de los intelectuales con la política, Antonio Machado defendió siempre el compromiso ético con las palabras y las realidades de la sociedad. Fue un escéptico con creencias y esperanzas. Por eso cada una de sus apuestas iba acompañada de algunas precauciones. A través de su personaje Juan de Mairena, nos dio un “Consejo que olvidó Maquiavelo: procura que tu enemigo nunca tenga razón”.

Los enemigos son útiles cuando sirven para recordarnos nuestras virtudes, que ellos viven como peligros, o cuando nos obligan a dialogar y a intentar comprender el pensamiento ajeno. Pero son un verdadero problema si nos arrastran al fango de una agitación que saca lo peor de nosotros mismos. No es bueno asumir la caricatura que alguien ha dibujado con desprecio para definirnos de mala manera. A cierta edad suele ser una buena estrategia huir del cinismo sin caer en las trampas del puritanismo y sospechar de los dogmas del puro sin abandonarse al todo vale, nada es verdad y sálvese quien pueda.

A cierta edad suele ser una buena estrategia huir del cinismo sin caer en las trampas del puritanismo y sospechar de los dogmas del puro sin abandonarse al todo vale, nada es verdad y sálvese quien pueda.

No sólo evitamos una pérdida de conciencia del mundo, del texto y el contexto que habitamos, sino que, además, procuramos así que no se perviertan nuestras buenas causas. Hace muchos años que negocio con la melancolía para establecer mis relaciones con el porvenir. En un poema publicado en 1982 y  escrito con 23 años, El envés de la trama, echo de menos el tiempo en el que “el futuro quizá / aún estaba en su sitio”. A esa melancolía del futuro le debo una de mis alegrías literarias más íntimas. Juan Marsé, escritor al que he admirado desde mi adolescencia, me hizo el regalo de abrir su novela El embrujo de Shanghai (1993) con una cita mía: “La verdadera nostalgia, la más honda, no tiene que ver con el pasado, sino con el futuro. Yo siento con frecuencia nostalgia del futuro, quiero decir, nostalgia de aquellos días de fiestas, cuando todo merodeaba por delante y el futuro aún estaba en su sitio”. Por esos años me definía en mis poéticas como “un optimista melancólico”.

Me atrevo a darle vueltas aquí a estos recuerdos literarios porque me parece que están relacionados con el tiempo en el que me formé y con el tiempo que vivimos. La puesta en duda de las utopías que sacrificaron la dignidad humana, apoyándose en la promesa de un fin que justificaba los medios, es una de las lecciones mayores del siglo XX. Antes de la caída del Muro de Berlín miles de comunistas perdieron la vida bajo el terror de Stalin por oponerse a que su ideal socialista desembocara en una represión descarnada. “Por tu culpa —escribió Pablo Neruda— hay una soga de ahorcado en cada jardín de la URSS".

La derrota del comunismo vino no sólo porque el capitalismo fue más fuerte en la Guerra Fría, sino porque le dio la razón a sus enemigos a la hora de consolidarse. Esa herida íntima de la descomposición utópica se unió al estado de ánimo que la Modernidad había asumido desde 1914 cuando el avance de la ciencia y la técnica desembocó en las armas de destrucción masiva, perfeccionadas hasta llegar a la bomba atómica y la muerte industrial en los campos de exterminio. La poesía del siglo XX es melancólica porque el progreso se hizo destructivo, autodestructivo, desde un punto de vista ético y ecológico.

Esta dinámica destructiva empezó a vestirse en los años 80 con el disfraz narcisista del neoliberalismo. La mala conciencia del fracaso se sustituyó por la alegría de un mundo nuevo en el que el consumo y la especulación internacional sustituían la historia acabada de la política. El futuro se identificó con su propia negación, es decir, con las nuevas formas de la intemperie. Un progreso que está liquidando al Planeta en manos de los especuladores es una mala paradoja.

De ahí que la necesidad de una buena paradoja se convirtiera una vez más en un espacio de resistencia. La paradoja es una negociación. La melancolía optimista tiene que ver con una meditación sobre el fracaso de las utopías y la puesta en duda de sus formas de concebir el poder, pero ejercidas con el estado de ánimo de quien no quiere renunciar a la justicia social, la igualdad, el valor de la política y el compromiso con el día de mañana. Que no queramos hablar como los profetas y los comisarios, que no queramos someter el hoy en nombre del futuro, no significa que debamos renunciar a discutir desde el presente sobre el significado de nuestro mañana.

Cuidado con las buenas causas que se convierten en legitimación de las injusticias. Cuidado con que nuestros enemigos tengan razón a la hora de juzgarnos. Estas precauciones son un buen equipaje en la vida diaria, en las actitudes políticas, en los cuadernos de bitácora y en los modos que adoptamos para mirar hacia el porvenir.

Al hablar de la relación de los intelectuales con la política, Antonio Machado defendió siempre el compromiso ético con las palabras y las realidades de la sociedad. Fue un escéptico con creencias y esperanzas. Por eso cada una de sus apuestas iba acompañada de algunas precauciones. A través de su personaje Juan de Mairena, nos dio un “Consejo que olvidó Maquiavelo: procura que tu enemigo nunca tenga razón”.

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