La experiencia enseña una y otra vez que nuestras mejores virtudes pueden convertirse en nuestros peores defectos. Eso ocurre en la vida privada y en los espacios públicos. Algunas veces esta perversión de las buenas intenciones acaba teniendo efectos envenenados.
Siendo muy joven, viví con emoción la primera campaña electoral. Para mí fue conmovedor ver en 1977 el protagonismo de figuras como Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo, Ignacio Gallego o Rafael Alberti. La valoración de la memoria histórica y el respeto a nuestros mayores son virtudes en las que sigo creyendo. Pero los modestos resultados electorales del PCE, después de su notable papel en la lucha contra el franquismo y en la conquista de la democracia, se debieron precisamente a esas virtudes, convertidas -eso sí- en aparato político despegado de la realidad. Fue un error grave presentarse en una democracia joven y necesitada de aires nuevos con personas que pertenecían al pasado.
Muchos profesionales jóvenes, militantes del PCE y bien asentados en la vida española de los años 70, hubieran tenido otra significación y mejor resultado que el retorno glorioso de 1936. La historia era ya otra, y eso debíamos haberlo comprendido sin perder el respeto a los mayores.
Tengo la tentación de continuar este artículo sosteniendo que lo que antes tardaba en envejecer 40 años ahora puede quedar momificado en 4 o 5 entre novedades con fecha de caducidad. Pero puestos a hacer costumbrismo de las sociedades tecnológicas y de los hábitos de consumo, me interesa más sugerir que los valores, sin duda importantes, de la transparencia y la sinceridad pueden convertirse en defectos de consecuencias catastróficas.
A la hora de convivir es bueno que el pudor negocie con nuestra sinceridad. La poesía me ha enseñado que la verdad es un punto de llegada y tiene más que ver con los finales que con los principios. Quien dice lo primero que se le ocurre casi nunca tiene tiempo de pensar en lo que dice y se limita a participar en una algarabía. Por mucho que nos creamos en condiciones de escribir el relato, acabamos desbordados en una fragmentación ingobernable de ruidos que hacen difícil la convivencia.
Las viejas mediaciones de la educación no son despreciables. Si al volver de vacaciones le pregunto a un amigo cómo me ve, puede ser honesto que responda con sinceridad. Estoy más gordo y muy viejo. Pero, además de no publicarlo, tendrá que hacerlo con una cuidada y necesaria delicadeza para que sus impresiones no se conviertan en una agresión. Y la sinceridad llega a ser poco justificable cuando alguien que ni siquiera nos conoce se planta delante y nos dice su verdad: es usted gordo, feo y va mal vestido. ¿Y por qué me dice eso? Pues porque soy muy sincero…
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Las cenas familiares y las reuniones de vecinos serían mucho más complicadas si todo el mundo fuese muy, muy transparente y dijese en la cara lo que piensa de los demás. No es lo mismo pensar algo que decir la verdad descarnada en una cama, en un cuarto de estar o en una entrevista de periódico. A no ser que se pretenda la ruptura, resulta conveniente el pudor de saber lo que se puede decir sin filtros, lo que necesita un modo cuidadoso de decirse y lo que es mejor callar o convertir en un secreto para dos.
La sinceridad es una virtud, pero puede convertirse en uno de nuestro peores defectos si consideramos que la mejor manera de salvarnos de la mentira es acostumbrarnos a vivir en el barro. Eso se ha hecho norma espectacular en nuestras vidas. Todo se configura a golpe de Twitter, incluso una negociación. Como es verdad lo que afirmó Marshall Macluhan y el mensaje acaba siendo el medio, los movimientos desembocan en crispación, malentendido y abismo.
A mis amigos les pido que me lleven la contraria todo lo que quieran, pero que me llamen por teléfono y no me manden un wasap o un tuitwasaptuit. Seguro que los dedos acaban agravando las cosas. En fin, hay también costumbres educadas del mundo viejo que conviene conservar para que las virtudes del mundo joven no se conviertan en su mayor defecto.
La experiencia enseña una y otra vez que nuestras mejores virtudes pueden convertirse en nuestros peores defectos. Eso ocurre en la vida privada y en los espacios públicos. Algunas veces esta perversión de las buenas intenciones acaba teniendo efectos envenenados.