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El Gobierno recompone las alianzas con sus socios: salva el paquete fiscal y allana el camino de los presupuestos
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Soy la madre viuda que necesita huir de una guerra interminable, emprende el camino, recorre kilómetros y se sube en una patera con su hijo en brazos. Soy el frío y la incertidumbre que cruza el mar y canta en silencio una esperanza, entre los ruidos del motor y de las olas, una imaginación que repite la palabra orilla, mi orilla. Soy el niño desorientado que se subió con su madre en una patera, y llegó solo a la orilla, una orilla que ya no es mía, porque mi madre cayó al agua en medio de la navegación. Soy la mujer que ha sido violada mientras hacía su camino hacia el mar y ahora mira las estrellas de la noche y duda si estará embarazada y tendrá que adaptarse a la nueva tierra, al nuevo país, a la nueva vida, con un hijo no deseado en los brazos. Soy también el joven que no quiere perpetuar su existencia en la pobreza extrema, cansado de ver en las pantallas de los teléfonos y los televisores ciudades donde la gente celebra la abundancia, un argumento feliz que ocupa los ojos y oculta otras realidades, por ejemplo, los mendigos sin techo que se tapan con una manta la cabeza para huir del alumbrado avasallador, las luces artificiales que impiden ver las estrellas en los cielos nocturnos. Soy el padre y la madre que no pueden viajar, pero sueñan con una vida mejor para su hijo, y se acercan a un cayuco y compran un hueco y confían en un amigo para que lo cuide hasta que las autoridades de un país extranjero se hagan cargo de él. Soy uno de los miles de cadáveres que tiemblan sobre el agua en la fosa común del Mediterráneo, cuerpos que serán devorados por los peces o por el hambre insaciable de las estadísticas. No soy nada de eso, pero soy todo eso para saber quién soy.

Soy uno de los miles de muertos vivientes que caminan por las calles, acuden a su trabajo y protagonizan anónimas rutinas semanales sin conmoverse ante las noticias de los naufragios

Soy el ciudadano indiferente que discute sobre amnistías, banderas, subidas de precios, árbitros de fútbol y vacaciones de verano, pero no tiene tiempo de pensar en la miseria y los naufragios, una ruleta de la vida y la muerte, ni siquiera cuando abre las ventanas de su apartamento frente al mar. Soy el negociante que gana dinero con la venta de armas y necesita alimentar el consumo de nuestras municiones sobre la carne de cañón del África Subsahariana. Soy el periodista que necesita hacer titulares falsos sobre los peligros de los inmigrantes, su alta delincuencia, sus ganas de quitarle a los demás los puestos de trabajo. Soy el empresario que contrata emigrantes para trabajar, pero prefiere que sean ilegales y no tengan derechos, porque así los salarios son más bajos y se evitan las protestas laborales. Soy el católico que olvida el amor al prójimo, el mandato de amarse los unos a los otros, porque tener una identidad orgullosa de patria significa odiar al extranjero, despreciar los mundos que puedan contaminar la unidad de destinos en lo universal de nuestros bolsillos y nuestros himnos. Soy el demócrata que habla de progreso y de justicia y de derechos humanos, pero se acostumbra a convivir con los colmillos de las fronteras, bien por desinterés en la otra orilla, bien por miedo a las dentaduras que ya están dentro y necesitan morder. Soy uno de los miles de muertos vivientes que caminan por las calles, acuden a su trabajo y protagonizan anónimas rutinas semanales sin conmoverse ante las noticias de los naufragios, las madres sin hijos, las hijas sin padre, los cuerpos que no tienen nombre. Soy un demócrata que no se desespera cuando sus gobernantes demócratas deciden endurecer las leyes de migración y aumentar las dimensiones marinas de la fosa común. Del todo, del todo, tampoco soy todo eso, pero soy todo eso para saber quién soy.  

Soy la madre viuda que necesita huir de una guerra interminable, emprende el camino, recorre kilómetros y se sube en una patera con su hijo en brazos. Soy el frío y la incertidumbre que cruza el mar y canta en silencio una esperanza, entre los ruidos del motor y de las olas, una imaginación que repite la palabra orilla, mi orilla. Soy el niño desorientado que se subió con su madre en una patera, y llegó solo a la orilla, una orilla que ya no es mía, porque mi madre cayó al agua en medio de la navegación. Soy la mujer que ha sido violada mientras hacía su camino hacia el mar y ahora mira las estrellas de la noche y duda si estará embarazada y tendrá que adaptarse a la nueva tierra, al nuevo país, a la nueva vida, con un hijo no deseado en los brazos. Soy también el joven que no quiere perpetuar su existencia en la pobreza extrema, cansado de ver en las pantallas de los teléfonos y los televisores ciudades donde la gente celebra la abundancia, un argumento feliz que ocupa los ojos y oculta otras realidades, por ejemplo, los mendigos sin techo que se tapan con una manta la cabeza para huir del alumbrado avasallador, las luces artificiales que impiden ver las estrellas en los cielos nocturnos. Soy el padre y la madre que no pueden viajar, pero sueñan con una vida mejor para su hijo, y se acercan a un cayuco y compran un hueco y confían en un amigo para que lo cuide hasta que las autoridades de un país extranjero se hagan cargo de él. Soy uno de los miles de cadáveres que tiemblan sobre el agua en la fosa común del Mediterráneo, cuerpos que serán devorados por los peces o por el hambre insaciable de las estadísticas. No soy nada de eso, pero soy todo eso para saber quién soy.

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