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Una tensión democrática

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Se ha hecho muy conocida la respuesta que Albert Camus le dio en 1956 a un defensor de la independencia argelina al final de una rueda de prensa con ocasión de su premio Nobel. Cansado, envuelto en sensaciones de alegría y angustia, el escritor francés se encontró fuera de lugar discutiendo del derecho a la independencia de Argelia, la tierra donde había nacido, se había formado y había empezado a trabajar como periodista.

Sus crónicas argelinas fueron una arriesgada denuncia de las injusticias cometidas por el sistema colonial francés. Apoyó a los maltratados, se enfrentó a la justicia, convirtió su trabajo en una forma de compromiso cívico. Pero a lo largo del tiempo las cosas se fueron enredando, las causas se llenaron de barbaries, el relato de mentiras y el conflicto de complejidades. La voz que increpaba a Camus en la rueda de prensa llegaba a justificar lo injustificable, el uso de la violencia y los atentados contra objetivos civiles en una ciudad en la que vivía la madre del escritor. Entonces fue cuando respondió: si para usted eso es la justicia, entre la justicia y mi madre me quedo con mi madre.

No se trataba tanto de desautorizar la justicia, sino de cuestionar la facilidad con la que se utilizan las bellas palabras para defender lo indefendible. Y, sobre todo, se trataba de oponer una experiencia sentimental lógica contra la irracionalidad de los sentimientos. Allí donde no llegan las razones, sólo nos quedan los sentimientos razonables.

Hubo épocas en las que se hablaba con naturalidad de tensión revolucionaria porque parecía posible transformar el mundo. Y la verdad es que se cambiaron muchas cosas. Vivimos ahora tiempos de tensión democrática, es decir, de una lucha descarada entre los que quieren mantener la lógica democrática y los que intentan asaltarla, bien con las consignas desreguladoras del neoliberalismo, que lo deja todo en manos de los poderes salvajes del dinero, bien con el regreso a las tentaciones totalitarias que juegan con el miedo de las identidades a desvanecerse en el abismo de esa desregulación. Por eso es importante reconocer a nuestra madre, la madre de la democracia, los valores decisivos de una convivencia basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad. Y una vez recordados esos valores, quedarnos con ellos contra los diversos griteríos en nombre de unas pretendidas justicias vengativas. Para seguir con Camus, para cambiar nuestro mundo, primero tenemos que procurar que no se deshaga.

Es la única manera de poner pie en la realidad. Creo que hay dos aspectos fundamentales en juego, aspectos que se enlazan entre sí en la sociedad del neoliberalismo del espectáculo. En primer lugar, es necesario comprender que el desplazamiento a territorios cercanos al viejo fascismo se hace posible cuando la fractura social desampara a las mayorías en favor de unas élites cada vez más ambiciosas. Los datos económicos del reparto actual de la riqueza están ahí y nos permiten comprender que los derechos humanos se hayan convertido en un privilegio de las clases medias acomodadas. Los barrios obreros de Río de Janeiro, Washington, París o Milán se desplazan al racismo y al fascismo porque no hay un Estado que cuide de ellos y que asuma unas normas de juego capaces de equilibrar la convivencia. Nada defiende mejor la democracia que una política fiscal justa y una legislación laboral decente.

La otra exigencia para poner los pies en la realidad es la comprensión de que cuando decimos que la política de hoy se hace en las redes sociales estamos diciendo una verdad a medias. No se trata de desconocer la capacidad manipuladora y los filtros que se han apoderado de las redes para arrebatarnos la condición cívica y convertirnos en narcisos manipulables. Se trata de comprender que la respuesta democrática no puede darse sólo en el territorio de las redes, sino en la vida de carne y hueso que produce experiencias reales. Ahí es donde se está dando la batalla que conduce a la gente a identificarse con sentimientos irracionales y antidemocráticos.

Una democracia enferma

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Nos engañamos al pensar que la gente vota por las noticias, las calumnias y las gracietas virtuales que se reciben a través de las redes. Estos sermones mediáticos son una lluvia que cae sobre realidades. Sólo germinan cuando encuentran una tierra preparada. Es ahí donde hay que fijar la discusión: por ejemplo, con una legislación fiscal y unas propuestas laborales de marcada voluntad democrática.

Ese es el reto para el largo plazo y para la cita en corto de las próximas elecciones. La derecha trifálica se ha equivocado abandonándose al furor de su guerra mediática de consignas machistas en busca de un puñado de votos. Por un puñado de votos son capaces de vender a su madre. No se han dado cuenta de que, más allá de las redes y las consignas de corte totalitario, hay una importante realidad española que se ha acostumbrado a creer en la igualdad entre hombres y mujeres. Nuestra sociedad no está ahora en condiciones de admitir un machismo cavernario.

Eso nos da una oportunidad real en la tensión democrática. Llevar esas oportunidades también al mundo del trabajo es imprescindible para completar la defensa de nuestra madre.

Se ha hecho muy conocida la respuesta que Albert Camus le dio en 1956 a un defensor de la independencia argelina al final de una rueda de prensa con ocasión de su premio Nobel. Cansado, envuelto en sensaciones de alegría y angustia, el escritor francés se encontró fuera de lugar discutiendo del derecho a la independencia de Argelia, la tierra donde había nacido, se había formado y había empezado a trabajar como periodista.

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