Verso Libre
Van un turco, un ruso, un yanki y un español…
Esto es que en una reunión de alta política internacional, se ponen a hablar sobre la democracia un turco, un ruso, un yanki y un español…
Llega el turco y dice que su país y su gobierno son indispensables para el bienestar europeo. Ha recibido el encargo de solucionar en sus fronteras y sus campos de refugiados un asunto importante. Vaya problema ese de los rebaños de indocumentados que huyen de la guerra y la miseria con la intención de entrar en la vieja Europa. Somos la alternativa de futuro, insiste con orgullo. Somos el modo de superar la debilidad de los viejos tratados internacionales de acogida. ¿Cuál es la técnica? Pues aplicar al extranjero la misma dureza que se aplica a la propia ciudadanía que no quiere someterse a la voluntad superior. Se sacude un Estado igual que un mantel lleno de residuos. Fuera estudiantes, funcionarios, profesores, soldados y feministas impertinentes. Ser turco es una cosa muy seria.
Toma la palabra el ruso y afirma que más serio es ser hijo de la madre Rusia. Habla con la seriedad de una experiencia fría que se forjó en los servicios secretos de una imperio arruinado y se ha puesto ahora al frente de un país con el orgullo herido. Yo tengo derecho a veto en las decisiones de la ONU, proclama con la solemnidad de las conciencias que dirigen los destinos del mundo. Su mirada de hielo es propia de quien conoce el arte de envenenar enemigos, matar periodistas, fomentar guerras, castigar disidentes, capitanear tramas oscuras, colocar a sus marionetas en los puestos más altos del Estado y tomar o dejar la presidencia. El ruso le dice al turco que los refugiados son poca cosa al lado del peligro amarillo de los chinos. El mundo lo necesita a él.
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El yanki dice que sí, que el mundo necesita al ruso, pero matiza que también hace falta el turco. El peligro amarillo no debe hacernos olvidar el incordio de los moros, los hispanos y los negros. Vosotros sois unos aficionados, grita, no tenéis mérito. Venís de donde venís. Lo importante es lo mío. Me he sentado en el trono del país de las libertades haciendo comentarios despectivos sobre las mujeres y los intelectuales. ¡Señores, yo he iniciado la era filosófica de la posverdad! Convierto en mentiras las verdades de los periodistas y en verdades mis mentiras más escandalosas. Soy tan emotivo que voy a recordarle al Estado su deber con los himnos bélicos y con las futuras películas de Hollywood. La ciencia ficción va a ser superada por la realidad inmediata. Me cargaré la debilidad comunista de Obama, la tontería esa de sus caridades sanitarias. De paso, puedo cargarme el planeta. ¡Qué molestas son las mariconerías de los ecologistas!
Y llega el español y responde que él no sabe nada; que dirige una organización sin responsabilizarse de las cuentas de su organización; que no tiene nada que ver con los tesoreros corruptos a los que manda mensajes personales y cómplices; que desconoce por qué se rompen los ordenadores de su partido cuando los reclama la justicia y por qué desaparecen los expedientes públicos de contratos bajo sospecha. No sé, murmura, por qué algunos fiscales entorpecen las investigaciones y algunos jueces parecen más colegas que jueces. No sé tampoco por qué los grandes medios de información son tan complacientes conmigo. No sé nada, nada. El español guiña el ojo bueno y sonríe: por no saber, no sé por qué mi Estado firma acuerdos con grandes empresas bajo la ley del talón seguro. Lo que ganéis es para vosotras, pero sí hay pérdidas pagan los españoles.
Luego mira de tú a tú al yanki y concluye: no vivimos en el mundo de la posverdad. Vivimos en un mundo de chiste.