He mirado el reloj, van a ser las nueve. Llegué a la sala de espera de urgencia a las cuatro de la tarde. Después de su ingreso, me pidieron el nombre y el teléfono. Aguarde ahí, ya le avisarán. El trato amable de la persona que atiende en la ventanilla de recepción y la cortesía de la enfermera, que pregunta y hace indicaciones como quien se dirige a un niño, apaciguaron mi estado de ánimo. La vulnerabilidad tiene mucho de toma de conciencia, pero también de regreso a la infancia.
Por los ventanales han pasado la tarde, el crepúsculo y la oscuridad de la noche, adornada a ráfagas por las luces de los coches que van y vienen. Todo es un ir y venir, un rumor de zapatos, conversaciones, ideas, nombres citados por los altavoces, saludos, preguntas y noticias. La vida de los demás rodea al que está sentado a la espera de saber sobre su propia vida en condición de familiar o acompañante.
Me fijo en un matrimonio de personas mayores acompañado por dos hijas. Una de ellas es tímida, tiene poca iniciativa y cumple de manera disciplinada las indicaciones de sus padres. La otra es un ejemplo de seguridad cada vez que responde al teléfono, se acerca a la máquina de las bebidas o habla sobre las consecuencias de la enfermedad, pasando de las gravedades del mal a las complicaciones organizativas de la vida cotidiana.
Me sobresalta el himno de un teléfono. A lo largo de la tarde, conforme avanzan las horas, he tenido oportunidad de oír timbres diversos, canciones de Rocío Jurado y ritmos caribeños. Pero estalla ahora la marcha legionaria de quien se declara novio de la muerte. El himno sale del abrigo de una mujer que tarda poco en dar explicaciones sobre la situación de su hermana. La verdad es que la sala de espera de urgencias es un lugar idóneo para declararse novios y novias de la muerte. Una tristeza sonriente asoma en mis labios mientras pienso que mejor nos vendría sostener las ideas en la conciencia colectiva de nuestra debilidad y no en el impudor temerario de nuestra soberbia.
La sala, grande y alargada, se llena o se vacía según los tiempos. Gentes de muy diversa condición habitan las hileras de asientos y los pasillos a la espera de que sus nombres salten en la megafonía. Dentro de la diversidad, hay algunas cosas compartidas, como la insistencia en buscar un enchufe para cargar el móvil o el hecho de que nadie tiene un libro ante los ojos. Sin sacar mi teléfono de la chaqueta, pienso que me estoy quedando sin batería.
Entra una familia compuesta por abuelo, abuela, un señor con bastón, dos mujeres jóvenes con sus maridos y cuatro nietos, uno de ellos todavía en cochecito de bebé. La señora que los recibe explica muy afectada que Manuel tiene un trozo del corazón más grande de la cuenta. Después de las lamentaciones, el señor del bastón se lleva a los dos maridos a cenar.
Ver másPerder la vergüenza
Quien no puede irse es un paciente que cruza la sala en silla de ruedas para buscar a una enfermera. Sobre las cinco de la tarde oí cómo le decían que, por favor, esperase porque no contaban con la ambulancia para llevarlo a su casa. Van a dar las nueve y se queja ante una enfermera que con muy buenas palabras le da la razón, toda la razón, le explica que su movilidad depende ahora de una empresa privada, que el hospital no dispone de recursos y que proteste, tiene todo el derecho, proteste. ¡¡Cuatro horas esperando a que venga el maldito servicio de ambulancia!!
En la discusión y la protesta, un señor extiende la mano, señala la sala de espera y le dice a su mujer, pero hablado en voz alta para el público, que la culpa la tiene toda esta gentuza que después vota a quien vota. Sospecho que alguien va a insultarle, pero sólo responde de buena manera una muchacha: “no señor, y si gobiernan otros es igual, es lo mismo, da igual quién gobierne”.
Yo me refugio en mi libro y pienso en el verdadero reto de nuestra política: convencer con hechos de que no, no es lo mismo quién gobierne. ¿La mayor dificultad? El poder que tiene quien se olvida de los hechos a la hora de contarnos las cosas.
He mirado el reloj, van a ser las nueve. Llegué a la sala de espera de urgencia a las cuatro de la tarde. Después de su ingreso, me pidieron el nombre y el teléfono. Aguarde ahí, ya le avisarán. El trato amable de la persona que atiende en la ventanilla de recepción y la cortesía de la enfermera, que pregunta y hace indicaciones como quien se dirige a un niño, apaciguaron mi estado de ánimo. La vulnerabilidad tiene mucho de toma de conciencia, pero también de regreso a la infancia.