El 1 de noviembre se levantará de forma definitiva el estado de urgencia en Francia, una situación decretada el 13 de noviembre de 2015 por el Consejo de Ministros tras los atentados terroristas de París que provocaron más de ciento treinta muertos. La urgencia, en principio de carácter temporal (la duración inicial prevista por la Ley es de doce días), fue prorrogada varias veces por ley del Parlamento galo, primero a propuesta del Presidente Hollande y, más tarde, en julio de 2017, por Macron, su sucesor en el Palacio del Elíseo.
La Ley de 20 de noviembre de 2015 (que prorrogó la urgencia por tres meses), introdujo, además, algunas modificaciones importantes a la Ley del estado de urgencia (1955), unas modificaciones que afectan directamente a los derechos y libertades fundamentales, sobre todo a los de “los sospechosos”, es decir, aquellas personas “sobre las que existan razones que lleven a pensar que su comportamiento es una amenaza para la seguridad y el orden público”. Imposición de residencia y limitación de la libertad de circulación, prohibición de mantener contactos con otros sospechosos, obligación de portar brazaletes electrónicos, disolución de asociaciones que “participen, faciliten o inciten” actos de gravedad contra el orden público, orden de registros en domicilios a cualquier hora (esto se declaró inconstitucional), bloqueo de páginas web que inciten a realizar actos terroristas o hagan apología de los mismos… Decisiones todas ellas de origen gubernamental (del ministerio del Interior) sin necesidad de permiso judicial.
Tras un año de vigencia, en noviembre del 2016, Jean-Marc Sauvé, vice-presidente del Consejo de Estado, avisó de que “el estado de urgencia es una situación de crisis que no puede ser extendida indefinidamente”. Por ello, el recién llegado Macron decidió prolongar sus efectos solo unos meses, los suficientes para dar tiempo a elaborar una ley que introdujera en el ordenamiento francés algunas medidas para reforzar la seguridad en materia anti-terrorista. Esta Ley –Loi renforçant la sécurité intérieure et la lutte contre le terrorisme– ha entrado en vigor el 3 de octubre.
En realidad, lo que ha hecho Francia ha sido normalizar el estado de excepción, pues ha incorporado al Derecho común las severísimas limitaciones de los derechos fundamentales recogidas en la Ley de urgencia tras su reforma en noviembre de 2015. Y aún ha añadido otras, como la posibilidad de cerrar lugares de culto cuando las ideas impartidas en ellos puedan provocar violencia, odio o discriminación; o la de realizar “visitas” domiciliarias y retenciones en ellas (hasta cuatro horas) para prevenir actos de terrorismo. De este modo, la Asamblea Nacional prorroga de forma permanente la excepcionalidad de la urgencia o, dicho de otro modo, anula la temporalidad del estado de excepción. Y lo hace con el voto aplastante de una mayoría parlamentaria (415 votos contra 127) que, a la vista de la presión mediática más conservadora, no quiere ser tachada de débil frente al terrorismo.
Se trata de un momento político muy grave para los europeos, un momento que está recibiendo muy poca atención fuera de las fronteras francesas. Al parecer, nos interesa e impresiona el ascenso de los nuevos partidos fascistas en las elecciones que tienen lugar en los Estados miembros (recientemente Austria, antes en Francia, Holanda o el Reino Unido), pero asistimos con indiferencia a las victorias que limpian su camino hacia el poder. Porque esta Ley antiterrorista francesa, en la línea de las que veremos en otros países europeos (incluida España), da forma a un cada vez mejor definido Estado policial en el que los partidos autoritarios se sienten como en casa y en el que, llegados al poder, aplicarán con toda la fuerza los mecanismos que lo han configurado. Eso sí, de forma legal pues, llegado ese día, los partidos democráticos habrán dejado el ordenamiento jurídico listo para arrasar con las libertades de todos, no solo de los sospechosos.
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Lo que ahora entra en vigor en Francia es una ley de sospechosos que facilita (y banaliza) los controles étnicos, que permite la restricción arbitraria de la libertad personal y de movimiento, que limita el derecho de acceso a la justicia, que amenaza el derecho de asociación y la libertad de reunión pacífica, así como las libertades religiosa y de expresión. Y el detalle. Lo que entra en vigor es una Ley dirigida en principio a un grupo aparentemente muy determinado de personas (recordemos: “sobre las que existan razones que lleven a pensar que su comportamiento es una amenaza para la seguridad y el orden público”; y pensemos: ¿realmente es esto algo “muy determinado”?) que puede aplicarse a toda una población. Una población amedrentada que, no sintiéndose sospechosa, aplaude la instalación de unos barrotes que en el futuro (y ya mismo en numerosos casos concretos) acabarán con su libertad.
Sabemos que el terrorismo busca, sobre todo, respuestas inadecuadas al reto que plantea. Sabemos que como combatiente no tiene fuerza para acabar con un sistema político pero que, sin embargo, puede inducir a un sistema a acabar consigo mismo. Sabemos que si permitimos al Estado –al poder– entrometerse y violar las libertades de unos pocos, esa intromisión irá ampliándose a cada vez grupos más amplios de ciudadanos, pues quien gobierna usa todos los medios a su alcance para acallar a los críticos, sobre todo si quien gobierna es un partido fascista. Es por eso que el verdadero peligro del terrorismo, más allá del dolor e inquietud que provoca en cada acto asesino, se sitúa en la respuesta que busca provocar en el Estado democrático de Derecho. Una respuesta que, si es emocional, irracional y cortoplacista, permitirá el abuso institucionalizado del poder y dinamitará los propios pilares del Estado constitucional.
La banalización del estado de emergencia es la brecha por la que se cuela el totalitarismo, afirmaba el otro día Edwy Plenel en este mismo medio. Nada más cierto. El Estado de Derecho debe proteger a sus ciudadanos de los peligros que le amenazan, pero no puede vender sus principios a cambio de una insegura seguridad. Es importante que, por difícil e incómodo que sea, reivindiquemos el equilibrio. Para ello, defendamos la libertad de los otros y protegeremos nuestra libertad.
El 1 de noviembre se levantará de forma definitiva el estado de urgencia en Francia, una situación decretada el 13 de noviembre de 2015 por el Consejo de Ministros tras los atentados terroristas de París que provocaron más de ciento treinta muertos. La urgencia, en principio de carácter temporal (la duración inicial prevista por la Ley es de doce días), fue prorrogada varias veces por ley del Parlamento galo, primero a propuesta del Presidente Hollande y, más tarde, en julio de 2017, por Macron, su sucesor en el Palacio del Elíseo.