Aunque oficialmente duró cuatro años y tres meses, la Primera Guerra Mundial no acabó en noviembre de 1918, con el Armisticio, y fue seguida de una oleada de violencia paramilitar, de “brutalización” de la política y de glorificación de las armas, de la violencia y de la masculinidad. Las experiencias de millones de soldados “brutalizados” en el frente y en las trincheras continuaron después del Armisticio con la derrota, los disturbios y el miedo a la revolución, y la desintegración del control del Estado sobre la sociedad civil.

Hacia 1923, esos niveles de violencia habían disminuido significativamente en el continente europeo. Por un lado, el Tratado de Riga del 18 de marzo de 1921 entre los gobiernos de la Unión Soviética y de Polonia significó el final real de la Primera Guerra Mundial en Europa del Este, después de más de seis años de conflicto y destrucción.

El Tratado de Lausana, por otro lado, firmado el 24 de julio de 1923, puso fin de forma oficial a la violenta guerra en Anatolia entre Grecia y la nueva República de Turquía, donde fuerzas paramilitares fueron utilizadas para masacrar civiles que estaban detrás de los ejércitos convencionales. En un intento de crear dos naciones-estado étnicamente homogéneas, aproximadamente 1.300.000 griegos otomanos y 400.000 griegos/turcos —ambos grupos definidos más por la religión que por la lengua o identidad cultural— fueron reasentados por la fuerza, los primeros en Grecia y los segundos en Turquía.

El intercambio fue duro y cruel. Muchos, especialmente griegos, murieron en el traslado. Ese cambio obligatorio de población marcó un punto de inflexión en la historia del Mediterráneo oriental y sirvió como precedente para quienes posteriormente buscaron solucionar “problemas étnicos” mediante desplazamientos forzosos de población.

Esos tratados, el final de la guerra civil irlandesa en 1923 y el final de la ocupación franco-belga del Ruhr, parecían una indicación de que el ciclo de violencia iniciado en los Balcanes en 1912 daba paso a la paz y a cierta estabilidad económica y política. La República de Weimar, la primera democracia de la historia de Alemania, nacida a comienzos de 1919 como consecuencia de la derrota militar del Imperio en la Primera Guerra Mundial y del hundimiento del orden monárquico existente, pasó, tras los primeros momentos convulsos, una fase de relativa estabilidad (1924-1929), en la que pudo consolidarse un amplio sistema de beneficios sociales.

Pero el paramilitarismo, la retórica de la violencia, el deseo de destruir completamente al enemigo, los desfiles uniformados y los combates callejeros continuaron siendo un distintivo fundamental de la cultura política europea, persistiendo en movimientos como las SA alemanas, los legionarios de la Guardia de Hierro en Rumanía, la Cruz Flechada en Hungría, La Utasha croata, el Rexismo de Léon Degrelle en Bélgica o la Croix de Feu en Francia. Poco después de subir al poder, Benito Mussolini comenzó la destrucción del Estado liberal con la creación, el 12 de enero de 1923, de la Milizia Voluntaria per la Sicurezza Nazionale (MVSN), que proporcionó una base legal para la organización militar del Partido Fascista.

Aunque España fue neutral, la Gran Guerra tuvo un notable impacto económico y social, al que se sumaron los problemas derivados del corporativismo del Ejército, la deriva autoritaria de la Corona, el recrudecimiento del conflicto colonial marroquí, la intensidad de la movilización sindical y las protestas populares, con el eco de la revolución rusa, el pistolerismo anarquista y de la patronal, las reivindicaciones nacionalistas y la defección de los sectores conservadores, las asociaciones católicas y los grupos empresariales, cada vez más proclives hacia soluciones antiparlamentarias.

Desde 1919 a 1923 cayeron acribillados patronos, autoridades, sindicalistas revolucionarios y del Libre. El último ilustre en caer fue Salvador Seguí, el anarcosindicalista más influyente del momento, a quien tirotearon el 10 de marzo de 1923, pocos meses antes de que la dictadura del general Primo de Rivera pusiera fin a ese terrorismo multicolor.

El sistema político de la Restauración era entonces un régimen en ruinas, atacado desde fuera y minado desde dentro, al que nadie defendió cuando el general Miguel Primo de Rivera lo derribó en septiembre de 1923, poniendo fin a la larga experiencia constitucional iniciada en 1876.

El sistema político de la Restauración era entonces un régimen en ruinas, atacado desde fuera y minado desde dentro

Esa dictadura no fue un hecho único, una salida original a la crisis del sistema liberal o un acontecimiento peculiar de la historia contemporánea de España, sino uno más de los regímenes militares o semimilitares de corte autoritario surgidos en Europa en aquellos años. Ante el descrédito de los partidos tradicionales y la falta de capacidad o de voluntad política de las élites para propiciar ese cambio, el Ejército y la burocracia, con el apoyo de la Monarquía, fueron las instituciones capaces de tomar el poder y salvaguardar el orden social amenazado por el fantasma de la revolución obrera.

1923 parecía el inicio de un período de estabilidad en Europa. El orden internacional creado por la paz de Versalles sobrevivía. Todo cambió, sin embargo, con la crisis económica de 1929, el surgimiento de la Unión Soviética como un poder militar e industrial bajo Joseph Stalin y la designación de Adolf Hitler como canciller alemán en enero de 1933. La incapacidad del orden capitalista liberal para evitar el desastre económico hizo crecer el extremismo político, el nacionalismo violento y la hostilidad al sistema parlamentario.

Los datos que muestran el retroceso democrático y el camino hacia la dictadura resultan concluyentes. En 1920, de los veintiocho Estados europeos, todos menos dos (la Rusia Bolchevique y la Hungría del dictador derechista Nicolás Horthy) podían clasificarse como democracias (con sistemas parlamentarios y gobiernos elegidos, presencia de partidos políticos y mínimas garantías de derechos individuales) o sistemas parlamentarios restringidos. A comienzos de 1939, más de la mitad, incluida España, habían sucumbido ante dictadores con poderes absolutos. Siete de las democracias que quedaban fueron desmanteladas entre 1939 y 1940, tras ser invadidas por el ejército alemán e incorporadas al nuevo orden nazi, con Francia, Holanda o Bélgica como ejemplos más significativos. A finales de 1940, sólo seis democracias permanecían intactas: el Reino Unido, Irlanda, Suecia, Finlandia, Islandia y Suiza.

La creación de sistemas de partido único, donde ya no cabía la lucha parlamentaria, llevó a la exaltación del líder. En Alemania, el “mito del Führer” configuró la imagen de Hitler como un hombre destinado a superar las debilidades del sistema democrático. Stalin fue festejado por la propaganda de los años treinta como el salvador de la revolución de Lenin. En España, ya en plena guerra civil, obispos, sacerdotes y religiosos comenzaron a tratar a Franco como un enviado de Dios para poner orden en la “ciudad terrenal”. Franco manejó magistralmente ese culto a su persona y trató de demostrar, como Hitler también lo había hecho, que él estaba más allá de los conflictos cotidianos y muy alejado de los aspectos más “impopulares” de su dictadura, empezando por el terror. El culto a esos líderes fue aceptado por una parte importante de la población, que veía en ellos seguridad frente al desorden y el acoso del enemigo.

El culto a esos líderes fue aceptado por una parte importante de la población, que veía en ellos seguridad frente al desorden y el acoso del enemigo

Vistas en perspectiva histórica, las dos primeras décadas de este siglo XXI de crisis económica, guerras, terrorismo, neofascismos y pandemias han causado muchos menos estragos que las del XX.

La historia nunca es una calle de una sola dirección. No se repite, pero rima, nos transmite ecos para que los escuchemos. Y haríamos bien en conocerla y aprender de ella. Cuando el liberalismo y la democracia parecían estabilizarse años después de la Primera Guerra Mundial, un grupo de criminales que consideraba la guerra como una opción aceptable en política exterior se hizo con el poder y puso contra las cuerdas a los políticos parlamentarios educados en el diálogo y la negociación.

Hoy reaparecen también los fragmentos más negros de ese pasado. Las democracias se vuelven frágiles. Los Estados encuentran muchas dificultades para redistribuir bienes y servicios. Las políticas de exclusión —e incluso de eliminación en nombre de la nación, la religión o la raza— avanzan en muchos países. Por eso necesitamos políticos y sociedades civiles comprometidos frente a la violencia y la hostilidad al sistema democrático. Más allá de los buenos deseos y propósitos para el nuevo año.

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Julián Casanova, historiador, Distinguished Professor en el Weiser Center for Europe and Eurasia de la University of Michigan.

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