Bipartidismo emotivo: odio versus miedo
Para algunos nunca es el momento de pararse a pensar. Siempre hay, aguardando, alguna urgencia que aconseja posponer la reflexión y el análisis, especialmente si de ellos pudiera desprenderse alguna forma de autocrítica. Pero resistirse a correr ese riesgo es un camino sin salida o, con mayor exactitud, que tiene como única salida, en el mejor de los casos, alguna variante de dogmatismo y, en el peor, cualquiera de las modalidades del fanatismo. También del resultado de las elecciones del pasado domingo conviene extraer lecciones. Y no ya solo por aquello de que aprender de los errores posibilita (aunque en modo alguno garantice, como la propia historia ha demostrado reiteradamente) no volver a repetirlos, sino porque en ocasiones la victoria de unos equivale a la derrota de todos. Pero mejor descendemos de las afirmaciones generales y nos adentramos en cuestiones de orden más particular.
El enfrentamiento entre Alberto Núñez Feijóo y Pedro Sánchez que se libraba en las elecciones del pasado domingo era un combate ciertamente peculiar, por desigual. Por lo pronto, el programa que presentaba el primero constituía poco menos que el secreto mejor guardado, aunque ello no parecía importar gran cosa a sus votantes, a los que se diría que les bastaba con la vaporosa promesa de “derogar el sanchismo”. Una promesa, por cierto, en buena medida retórica, cuya eficacia no residía tanto en su contenido como en el sentimiento que pretendía activar, que no era otro que el del odio. En efecto, la derecha se aplicó, con indiscutible éxito, no ya a deshumanizar a Pedro Sánchez sino a convertirlo, directamente, en un personaje odioso. Por supuesto que quienes participaban de dicho odio aportaban argumentos para justificar su sentimiento, pero no hace falta devanarse mucho los sesos para certificar la desproporción entre ese rechazo, en muchos casos de considerable intensidad, y las presuntas causas del mismo. Pero, sobre todo, llamaba la atención el hecho de que, estando en juego algo tan concreto e importante como el futuro del país en los próximos cuatro años, no desempeñara apenas ningún papel en la toma de posición de estos odiadores la valoración de la gestión del gobierno en la legislatura finalizada, sobre todo en lo tocante a asuntos que afectaban de manera directa a la vida de todos los ciudadanos. Lo expresó con toda claridad Javier Maroto, portavoz del PP en el Senado: “por primera vez en democracia no se está evaluando la gestión, sino la moral de un presidente”.
Enfrente, en gran medida se siguió una estrategia análoga, en el sentido de hacer recaer sobre un sentimiento el grueso de la campaña. En este caso, como han señalado plumas ilustres inequívocamente progresistas, el sentimiento era el del miedo, cuya presencia en el tramo final resultó abrumadora, especialmente a costa de las iniciativas que en ayuntamientos y comunidades autónomas iban tomando los miembros de Vox que accedían a puestos de responsabilidad. Me apresuro a puntualizar que no estoy pretendiendo relativizar ni quitar importancia a los despropósitos, protagonizados por aquellos, de los que íbamos teniendo puntual noticia a través de los medios de comunicación. Solo pretendo señalar que esta estrategia de campaña, al igual que la de los adversarios, también perseguía hacer descansar la movilización de sus votantes sobre un determinado registro emotivo, y que ello se hacía en perjuicio de otros planteamientos posibles. Pienso, en concreto, en un planteamiento que hubiera puesto en primer plano las propuestas que el partido del gobierno le ofrecía a la ciudadanía, propuestas que con demasiada frecuencia iban quedando subsumidas bajo brumosos y genéricos rótulos como “culminar la tarea emprendida en estos cuatro años”, “completar lo ya iniciado”, “avanzar y desarrollar lo que se puso en marcha”, y similares. Esas medidas que en la abrupta jerga de los profesionales de la política se acostumbra a denominar “propuestas en positivo” apenas hicieron acto de presencia y, cuando lo hicieron, fue con cuentagotas y ya en el ultimísimo tramo de la contienda electoral.
Alguien podría argumentar, y no le faltaría razón, que en cierto modo tales planteamientos resultan perfectamente expresivos del signo de los tiempos. Es conocida la creciente tendencia de los electorados a votar en contra, más que a favor, a la hora de inclinarse por una u otra opción política. Se diría que en la esfera de la política ocurre en nuestros días lo mismo que en tantas otras esferas de la vida, y es que ha terminado por convertirse en normal el que tengamos mucho más claro lo que no queremos bajo ningún concepto que lo que efectivamente queremos. Aquello que probablemente valdría la pena preguntarse es la de qué sector, si el conservador o el progresista, ha sabido rentabilizar mejor esta generalizada perplejidad.
O, si se prefiere, planteémoslo a la inversa, esto es, ¿quién parecía estar renunciando a elementos más valiosos al aceptar semejantes planteamientos? A primera vista, la izquierda. Basta con hacer un repaso superficial a los reproches dirigidos por la derecha a Pedro Sánchez y que conformaban el núcleo argumentativo esencial del llamado “antisanchismo”: la desaparición del delito de secesión, la rebaja del coste penal de la malversación, los indultos a los líderes del procés, la ley del sí es sí, sus “cambios de opinión”, haberse apoyado sistemáticamente en los partidos de izquierda radical y secesionista que impugnaban la Transición…. En todo caso, ni rastro de reproches a la acción de gobierno en esos ámbitos en los que se dilucidan “los problemas que realmente preocupan a la gente”, por decirlo con la expresión habitual en la disputa política. Esta ausencia de reproches constituía, por defecto, un indicador inequívoco de cuál era precisamente el flanco más fuerte de quienes habían estado gobernando hasta ese momento.
No se daban cuenta ni los primeros ni los segundos de que lo malo no es el bando en el que se sitúe el miedo, sino el que este pueda llegar a constituirse en el elemento primordial de uno de los bandos, tanto da el que sea
La derecha, en cambio, creía estar haciendo un magnífico negocio con este diseño de la situación. Dejando fuera de la conversación pública el tipo de problemas mencionados, evitaba tener que mostrar los aspectos más concretos y, por tanto, más polémicos de su propio programa. Hay quien piensa que, cada vez que Vox tomaba una de sus disparatadas medidas en las comunidades autónomas y ayuntamientos en los que acababa de acceder a alguna parcela de poder, la dirección del PP se removía, inquieta, en sus asientos. Yo, por el contrario, tiendo a pensar que sonreía, complacida y desdeñosa, al constatar que la izquierda colocaba el foco de su atención preferente sobre las limitaciones impuestas por los representantes del partido de Abascal a la libertad de expresión, limitaciones que dicha izquierda se dedicaba a airear, escandalizada, interpretándolas como un regreso apenas disimulado al franquismo. Solo desde esta desdeñosa actitud se puede comprender, por cierto, la magnitud de los errores cometidos por la dirección del Partido Popular a la hora de llegar a acuerdos con la extrema derecha, especialmente en lo relativo a la selección de personas para cargos de responsabilidad, aceptando, cuando no bendiciendo, unos perfiles negacionistas o machistas de muy difícil digestión por parte de la sociedad española en estos momentos.
Sin embargo, importa resaltar que este enfoque, fuertemente emocional, asumido por la izquierda, no era una opción inevitable. Se podía haber escogido otro, sin la menor duda. De hecho, lo llevado a cabo ya por el gobierno central en la pasada legislatura constituía un formidable aval de credibilidad para presentar propuestas de futuro, pero no está en absoluto claro que ese aval haya sido suficientemente aprovechado en esa dirección. Recuerdo que, hace escasos meses, el presidente del gobierno lanzaba en sus intervenciones públicas un potente mensaje que luego, de manera sorprendente, apenas ha tenido continuidad. Decía: si teniendo que lidiar con una pandemia, un volcán y una guerra hemos sido capaces de hacer lo que hemos hecho, imaginaos de qué seremos capaces cuando tengamos el viento a favor. Pues bien, esta pasada campaña electoral era el momento de dotar de contenido concreto a esa imaginación y mostrar las propuestas programáticas que se pretendía materializar en los próximos años, incluyendo alguna susceptible de ser considerada como propuesta-estrella, por utilizar una expresión hoy casi en desuso. Hemos escuchado, desde luego, alusiones a la reindustrialización, a la transición ecológica, a la digitalización, al avance en derechos y libertades, pero en una forma tan genérica que apenas permitía al ciudadano hacerse una idea concreta acerca de cómo se iba a traducir todo eso en su día a día.
Por sintetizarlo de una forma un tanto abrupta y simplificadora: en vez de por ilusionar, se optó por atemorizar. La opción, obvio es decirlo, tenía perfecto sentido. La estrategia finalmente escogida respondía a un propósito definido: se trataba de recuperar a los exvotantes de la izquierda que, por una u otra razón, se habían exiliado temporalmente en la abstención. Desde el ventajismo del presente nada más fácil entonces que sostener, con efectos retroactivos, que se adoptó la decisión correcta, y no seré yo quien discuta que se alcanzaron, cuando no se superaron, los objetivos previstos (lo cual es algo que merece una valoración ciertamente positiva).
Ahora bien, ello no debería impedir que nos preguntáramos, sin el menor interés en ejercer de aguafiestas, si, a su vez, la decisión adoptada no puede haber tenido también costes indeseables. Porque, en general, utilizar los datos y los argumentos como meros elementos de refuerzo de lo decidido desde el sentimiento (el odio, el miedo o cualquier otro), tiene una contrapartida que debería preocuparnos. Cuando, por una parte, los argumentos son un mero adorno ad hoc para dar visos de racionalidad a lo sentido y, por otra, los datos y las cifras (por ejemplo, los relativos a la situación económica) se utilizan con la desfachatada desenvoltura con la que, sin ir más lejos, lo estuvo haciendo Feijóo a lo largo de toda la campaña, el horizonte de persuadir al otro se aleja de manera casi irreversible. Ni sentido tiene ya entonces la expectativa de convencer al adversario -o ni tan siquiera al que piensa diferente- porque el diálogo ha pasado a ser, sencillamente, imposible. En semejante escenario, los discursos ya solo cumplen la función de cargar de aparente razón una opción tomada en realidad desde el corazón, las tripas o cualquier otra víscera, según la formación política de la que se trate (ustedes ya me entienden). La polarización queda así convertida en un destino y la crispación en su sombra.
Por eso, puede afirmarse que se equivocaban severamente todos los que, en la década pasada, festejaban como una victoria el hecho de que, según ellos, el miedo hubiera cambiado de bando o quienes, en estos últimos días, han celebrado sin la menor reserva el magnífico rendimiento electoral que ese mismo miedo les ha proporcionado. No se daban cuenta ni los primeros ni los segundos de que lo malo no es el bando en el que se sitúe el miedo, sino el que este pueda llegar a constituirse en el elemento primordial de uno de los bandos, tanto da el que sea. Y, por supuesto, lo propio podría decirse respecto al odio. A esto lleva finalmente el bipartidismo de los sentimientos: a la derrota de la razón, de la política y, finalmente, de la propia posibilidad de acordar entre todos alguna idea, por tentativa y aproximada que sea, de cómo vivir juntos de la mejor manera posible. Quedarse a vivir ahí significaría un fracaso colectivo en toda regla.
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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual (Galaxia Gutenberg).
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