EEUU-Irán, negociación nuclear in extremis

Hoy no estaríamos tan preocupados por el devenir de la negociación que Estados Unidos e Irán están llevando a cabo si en mayo de 2018 Donald Trump no hubiera decidido abandonar el acuerdo que con tanto esfuerzo se había logrado en julio de 2015 para garantizar que el programa nuclear iraní no tuviera finalidad militar. Hasta entonces, según la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA), el régimen iraní estaba cumpliendo fielmente todas las estipulaciones del pacto, lo que permitía no solo asegurar que Irán no traspasaría el umbral nuclear, sino también desactivar las ansias belicistas de Israel y frenar los sueños nucleares de otros vecinos como Arabia Saudí o Turquía. Con su nefasta decisión Trump es quien, desde entonces, ha dejado a la AIEA sin posibilidad de vigilar el desarrollo de un controvertido programa que se estima que ha permitido a Teherán contar ya con unos 275kg de uranio enriquecido al 60% (un nivel sin ninguna utilidad que no sea militar). A partir de ese dato se van definiendo las posiciones de los principales actores implicados.

El que menos dudas genera sobre sus intenciones es Israel. El gobierno liderado por Benjamin Netanyahu ha dejado sobradamente claro que no permitirá en ningún caso que Irán se haga con el arma nuclear y, en consecuencia, entiende que la única línea de acción pasa inevitablemente por el uso de medios militares para destruir sus instalaciones. De hecho, ya lleva tiempo recorriendo esa senda con el asesinato de científicos nucleares iraníes y ciberataques; aunque es consciente de que esas medidas tan solo logran, en el mejor de los casos, retrasar temporalmente el desarrollo de un programa cuyo arranque se remonta a la última etapa del ayatolá Ruhollah Jomeini. Lo que Netanyahu pretende es conseguir el apoyo directo, o al menos el permiso, de Washington para llevar a cabo una amplia campaña militar de bombardeos y ataques sobre el terreno de unidades de operaciones especiales para desmantelar por completo dicho programa.

Por su parte, Trump, como bien está demostrando en Ucrania, busca liberar capacidades de cualquier frente secundario para concentrar su esfuerzo principal en hacer frente a China. Eso explica que se haya decidido a dar una oportunidad a la negociación con Irán, en un gesto que ha contrariado de manera evidente a Netanyahu. Nada de eso significa que la opción militar quede descartada, pero a Washington no le interesa ahora mismo abrir un nuevo frente bélico en Oriente Medio y por eso procura que su principal aliado en la zona no se lance a una aventura militar que también tendría efectos negativos para los intereses del propio EEUU en la región, forzándolo a entrar en una escalada militar de incierto futuro.

Es evidente que Teherán desea un acuerdo, pero no se va a poner de rodillas aceptando todo lo que se le quiera imponer

En cuanto a Ali Jamenei, su prioridad máxima sigue siendo la pervivencia del régimen. Por un lado, no está dispuesto a renunciar a un programa nuclear sobre el que insiste permanentemente que no tiene finalidad militar, dado que es una de las pocas bazas que posee –junto con la activación de peones regionales como Hizbulah, Hamás o Ansar Allah– para disuadir a sus adversarios de que se decidan a provocar su caída. Por otro, sabe que las sanciones internacionales están creando una situación interna de creciente crítica y malestar ciudadano que puede derivar en un estallido social que termine por provocar el colapso del régimen desde dentro. Entiende, por tanto, que volver a la mesa de negociaciones puede servir para frenar a Israel (obligado a esperar resultados sin atreverse a romper la iniciativa diplomática estadounidense) y para aliviar las sanciones internacionales (lo que le permitiría recuperar una cierta tranquilidad interna).

A partir de esas posiciones de partida, queda por ver lo que puede dar de sí el proceso de negociación que, con la mediación de Omán, está en marcha desde el pasado 12 de abril. Desde una posición inicial en la que Trump buscaba negociaciones directas –mientras que Jamenei solo aceptaba que fueran indirectas–, muy pronto se ha pasado a celebrar reuniones tanto técnicas como políticas que, al menos en principio, generan esperanzas de que se pueda llegar a un punto de confluencia de intereses. En todo caso, para ello es necesario que Washington abandone las posiciones maximalistas que ha venido defendiendo hasta ahora.

Es impensable, por ejemplo, que Irán acepte desmantelar por completo su programa (como hizo la Libia de Gadafi en su momento), dado que, como ya se ha mencionado, su mera existencia es una baza fundamental de la estrategia iraní de disuasión y de negociación ante sus adversarios (tanto Israel como EEUU y algunos países del Golfo). De ahí se deduce que, en términos realistas, lo máximo que cabe esperar es un acuerdo para reducir su intensidad y para aceptar nuevamente la inspección detallada por parte de la AIEA sobre lo que hace en sus múltiples instalaciones. Del mismo modo, también sería un error mayúsculo plantear como condición sine qua non a Irán la renuncia a su programa misilístico –algo que puede resultar inquietante para algunos vecinos, pero que no viola ningún acuerdo internacional– o a mantener vínculos con sus variados peones regionales.

En definitiva, es evidente que Teherán desea un acuerdo, pero no se va a poner de rodillas aceptando todo lo que se le quiera imponer. También Washington busca algún pacto, aunque lo que se logre sea lo mismo que ya había cuando Trump reventó el anterior. Más problemático es dilucidar si a Tel Aviv le basta con algo así o si, siguiendo la estela belicista que sigue Netanyahu, decide golpear militarmente a Irán, confiando en que, una vez más, Trump se coloque de su lado.

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Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).

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