Trump se confunde con Putin, y lo paga Zelenski

El que se considera a sí mismo como el mejor presidente de la historia de Estados Unidos y el mejor negociador y el pacificador más resolutivo del planeta está empezando a comprobar que no todos sus interlocutores están dispuestos a someterse dócilmente a sus dictados. Como ha quedado de manifiesto tras su reciente charla telefónica, Vladimir Putin tiene también su propia agenda y, aunque muy probablemente haya puntos de coincidencia con la de Donald Trump, no cabe esperar que Rusia vaya a aceptar algo que no le conviene, al menos con los ritmos que pretende imponer el magnate estadounidense.

Que más de dos horas de conversación entre ambos mandatarios solo hayan servido para mostrar un mínimo acuerdo para decretar una detención de los ataques recíprocos entre Ucrania y Rusia contra sus infraestructuras energéticas ya da una idea precisa de la ensoñación en la que vive Trump. Cabe imaginar que eso es todo lo que Putin ha estado dispuesto a ceder a un interlocutor que necesitaba imperiosamente publicitar que había logrado algo en su labor supuestamente pacificadora. Algo que, por otro lado, no se está llevando a la práctica, dado que tanto Moscú como Kiev siguen atacando esas infraestructuras, y que vuelve a visibilizar la considerable diferencia de posiciones entre ambas capitales para lograr un acuerdo que sirva realmente para detener los combates.

El que se considera a sí mismo como el mejor presidente de la historia de Estados Unidos y el mejor negociador y el pacificador más resolutivo del planeta está empezando a comprobar que no todos sus interlocutores están dispuestos a someterse dócilmente a sus dictados

Putin, consumado maestro en el arte de controlar los tiempos, no ha rechazado frontalmente la idea de un posible cese temporal de hostilidades, entre otras cosas para no quedar identificado como un enemigo de la paz frente a Zelenski y Trump. Lo que ha hecho es, una vez más, ganar tiempo y añadir más condiciones para avanzar en esa dirección. Tiempo para seguir adelante con la ofensiva y para recuperar totalmente el control de la región de Kursk, donde la situación de las tropas ucranianas ya es insostenible, y nuevas condiciones, como la aceptación ucraniana de no seguir adelante con la movilización de nuevos soldados y la prolongación de la suspensión de ayuda militar por parte de Washington. Unas condiciones que se añaden a la exigencia rusa de que Ucrania renuncie al ingreso en la OTAN, que asuma la pérdida de una parte sustancial de su territorio y que en ningún caso haya un despliegue de tropas europeas en suelo ucraniano. En contrapartida, Trump no le exige a Putin que tenga que renunciar a algo como punto de arranque para poner en marcha un proceso de negociación que pueda desembocar en algún acuerdo con Zelenski.

Hasta donde se conoce, Trump no ha planteado objeciones serias a ninguna de esas exigencias rusas, lo que en términos fácticos deja a Volodímir Zelenski y a los suyos con un margen de maniobra prácticamente nulo, al pie de los caballos. Ucrania sabe que por sí sola no está en condiciones de resistir la embestida rusa. Igualmente ha recibido de Washington suficientes mensajes como para entender que no podrá contar con garantías de seguridad para disuadir a Rusia de la tentación de volver a la carga tras la firma de un hipotético acuerdo. Tampoco se puede mostrar muy confiada de que otros aliados occidentales vayan a cubrir el hueco dejado por Estados Unidos, ni como suministradores de material militar y ayuda económica ni como garantes últimos de su seguridad frente a Moscú.

Ese cúmulo de malas señales deja a Zelenski al borde de la claudicación por mucho que todavía disponga de medios para atacar en profundidad algunos objetivos rusos y para aguantar algunos meses más. De todo ello se deriva que uno de los escasos clavos a los que todavía puede agarrarse Ucrania para mantener su empeño existencial frente a Rusia es lo que pueda decidir la Unión Europea. Una UE que no ha logrado tener sitio propio en el proceso que pilotan Trump y Putin, y que está inmersa en un debate interno sobre la respuesta que debe/puede dar a las peticiones de Kiev.

En relación con las garantías de seguridad, nada indica que la UE, aunque se sumen algunos otros países como Canadá, Noruega, Reino Unido o Turquía, vaya a llegar a movilizar a los 200.000 efectivos que Zelenski está demandando. Los borradores que están circulando no van más allá de unos 30.000 en el mejor de los casos; una cifra que, junto a la falta de cobertura que sólo Washington podría prestar, dejaría a ese contingente en una situación precaria, difícil de servir como factor decisivo de disuasión frente a Moscú. Tampoco parece correr mejor suerte el llamado plan Kallas –que aspira a movilizar unos 40.000 millones de euros en 2025 en apoyo a Kiev–, dado que tanto España como Italia y Francia se han mostrado contrarios a aportar el montante que les correspondería si el reparto se calcula en porcentaje del PIB de cada uno de los Veintisiete. De hecho, ni siquiera está despejado el panorama para que salga adelante la propuesta alternativa de la misma Alta Representante de la Política Exterior y de Seguridad de la UE para comprometer 5.000 millones de euros para garantizar la entrega inmediata a Kiev de dos millones de proyectiles de artillería. Todo ello, mientras se encuentra congelado el desembolso del último paquete de ayuda aprobado, por un total de 6.000 millones de euros, ante la negativa de Hungría a desbloquear la operación. ¿Puede ese ser un clavo al que engancharse?

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Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH).

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