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¿Qué nos está pasando? A diferencia de muchos, creo que ni los españoles somos los peores ni nuestros problemas son endémicos. Es más, me cabreo cuando escucho que siempre hemos sido así y que no tenemos remedio. Nos preocupan cuestiones muy semejantes a las que afectan al resto del planeta, porque la globalización unió nuestros destinos, en ocasiones, para mal, como sostienen los teóricos más lúcidos. Hemos inventado el término globalización, en palabras de Galbraith, para unir a las clases dominantes contra los dominados del mundo, en definitiva, para concentrar la riqueza y extender la pobreza.
Lo preocupante es que vivimos democracias frágiles, precarias y amenazadas por riesgos de todo tipo. Hemos perdido la confianza en las instituciones y nos sentimos desprotegidos. La incertidumbre, acrecentada por la pandemia, nos desasosiega. Repasar las noticias diarias nos deja estupefactos. Aumentan las desigualdades sociales, las agresiones sexuales, la pederastia, los crímenes machistas, la esclavitud laboral, el racismo, la extrema derecha, las olas de calor, los incendios, los huracanes, las sequías, los desplazados, la extinción de especies, los virus devastadores, las epidemias aterradoras … La inseguridad provoca un profundo malestar y tenemos miedo a los asuntos cotidianos más básicos: perder el trabajo, arruinarnos, ser víctimas de un desahucio, quedarnos sin pensiones… Frente a los temores, unas personas se vuelven dóciles y manejables y otras, sin embargo, violentas.
La consecuencia más peligrosa de tanto desconcierto es pensar que las cosas no tienen arreglo, porque cuando la gente se desespera tiende a buscar salidas irracionales. Sobran ejemplos en la historia de cómo el miedo y el odio derivan hacia posiciones integristas, irracionales y populistas. Las sociedades atemorizadas caen en la tentación de buscar un salvador. Es aquí cuando aparecen los líderes autoritarios que intentan captar lo que a la gente le consuela y ofrecen ideas simples, símbolos, lemas, banderas, emociones dirigidas a cerebros atenazados por el miedo y la incertidumbre. El populismo aprovecha cualquier resquicio para socavar la democracia representativa y va colando la idea de que la libertad está sobrevalorada para lograr una “regresión constitucional” (término acuñado por Levitsky y Ziblatt, en Cómo mueren las democracias) sin que la ciudadanía se dé cuenta de que la democracia y el Estado de derecho están siendo desmantelados. Y donde no hay libertades, tampoco hay posibilidad de defensa frente a las injusticias. Lo malo es que no somos conscientes de que existen riesgos que ponen en peligro nuestra coexistencia pacífica. Es lo que José Antonio Marina llama, con gran acierto, síndrome de inmunodeficiencia social, es decir, la incapacidad para reconocer elementos patógenos y crear anticuerpos contra ellos.
Patológicos son los debates en los que se utilizan palabras de trazo grueso, tan reiteradas como tarados, trogloditas, fascistas o miserables frente a comunistas y terroristas. Twitter rezuma odio y con la polémica del chuletón ha llegado al paroxismo. Contra un actor que se confiesa vegano, embiste una legión de machos alfa con el eslogan: “Los rojos y maricones comen soja pero que no obliguen a otros”. Este es el nivel de la basura digital. La carne roja se mezcla con la defensa de las tradiciones de la cultura occidental para frenar la deriva progre-globalista de la Unión Europea.
Patológico es que, en medio de este barullo ideológico, al grito de “Viva Hungría”, crece el apoyo irracional a la “democracia autoritaria” de Viktor Orban, cuya última proeza ha sido la de imponer su ley homófoba, a pesar de la condena de la Unión Europea. El Gobierno húngaro, por seguir con el ejemplo, defiende que la ley anti LGTBI ha sido impulsada para proteger a los niños de la propaganda en favor de la homosexualidad. Y con esa premisa ya ha impuesto multas a los transgresores de su nueva ley; la primera a una editorial por vender un libro infantil sobre familias homoparentales. Como era de esperar, los artífices del autoritarismo no admiten que sus medidas sean regresivas y se cargan de disculpas absurdas para justificarlas.
Patológico es que en determinados foros me miren mal por declararme socialdemócrata. Lo resumo en promover políticas que reduzcan la desigualdad y la pobreza, defiendan la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, servicios públicos para grupos desfavorecidos, defiendan la educación y la sanidad pública y universal, una fiscalidad como factor de redistribución y el absoluto respeto a la legalidad democrática. Me dicen que mi socialdemocracia está obsoleta, y respondo que no tanto como la tradicional lucha de clases, que ha quedado reducida a una exigua minoría de hipermillonarios frente a una abrumadora mayoría de ciudadanos empobrecidos, que ni siquiera luchan contra ellos.
Patológico es que te obliguen a tomar partido o, más bien, a elegir trinchera, como si estuviéramos en guerra, donde no hay adversarios, sino enemigos. La equidistancia no es posible en pleno conflicto; es una palabra prohibida por los fanáticos de ambos bandos. Se confunde la templanza con la tibieza y el consenso con la rendición y el miedo al compromiso. No te dejan vivir en paz.
Ver másPase usted primero (sobre las prioridades políticas)
Patológico, por último, es que la derecha considere que la izquierda le usurpa el poder y para recuperar lo que es suyo, no duda en hacer una oposición monotemática, cuyo empeño prioritario y casi único sea derribar al Gobierno. No hay duda de que Sánchez ambiciona permanecer en la Moncloa, no sé a qué precio, pero no tiene tantas ganas ni, sobre todo, tantas prisas como Casado por llegar a ella, porque sabe que, quizá, sea su única oportunidad. Y parece que en el PP están dispuestos a defender lo insostenible y aliarse con cualquiera con tal de alcanzar su objetivo. El peligro de hacer esta oposición de brocha gorda y derribo es que pueden romperse demasiadas cosas por el camino.
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Nativel Preciado es periodista, analista política y autora de más de veinte ensayos y novelas, galardonadas con algunos de los principales premios literarios
¿Qué nos está pasando? A diferencia de muchos, creo que ni los españoles somos los peores ni nuestros problemas son endémicos. Es más, me cabreo cuando escucho que siempre hemos sido así y que no tenemos remedio. Nos preocupan cuestiones muy semejantes a las que afectan al resto del planeta, porque la globalización unió nuestros destinos, en ocasiones, para mal, como sostienen los teóricos más lúcidos. Hemos inventado el término globalización, en palabras de Galbraith, para unir a las clases dominantes contra los dominados del mundo, en definitiva, para concentrar la riqueza y extender la pobreza.
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