Pecunia adhuc non olet.
El dinero cada vez resulta más difícil de oler. A eso me refiero con la reformulación de una de las más conocidas entre las anécdotas que nos legó Suetonio: la famosa advertencia de Vespasiano a su hijo Tito, pecunia non olet, a propósito de la tasa que el primero impuso a la orina que diariamente se vertía en las letrinas de Roma, y que era recogida en la Cloaca Maxima, la red de alcantarillado público de la que disponía Roma. Orina que producía notables beneficios a curtidores o lavanderos. La literatura que seguimos denominando de ficción ofrece numerosos ejemplos del aserto “detrás de una gran fortuna siempre hay un crimen”, desde el Sarrassine de Balzac, al Gran Gatsby de Scott Fitzgerald. Y el cine y la TV cultivan con éxito historias de esos “blanqueos”. Hoy, no es ya que el dinero no huela; es que, como subrayara Sánchez Ferlosio en su Non olet, se blanquea cada vez mejor: pecunia adhuc non olet.
Qatar no puede, ni remotamente, presentarse como una democracia, ni resiste el contraste con test básicos de respeto y garantía de los derechos humanos
Por si queda alguien que no haya salido espantado tras este latinista proemio (no me negarán que esto sí que es “cerrarse una puerta”), añadiré que, aunque sostengo con toda pasión esa causa, no escribo estas líneas en reivindicación del papel de la cultura clásica —del latín y del griego— en el currículum educativo. Tampoco se trata sin más de evocar la sentencia del emperador, a la que dio una vuelta castiza nuestro Quevedo con su “poderoso caballero…” No hace falta estar doctorado en la tantas veces sobrevalorada ciencia política (modestamente, siempre sugiero a sus frecuentemente olímpicos representantes comenzar por el conocimiento de la historia de las ideas), para saber que, si se habla de erótica del poder, esta palidece ante la que derrocha el vil metal.
Toda esta introducción viene a cuento porque este año que acabamos de estrenar nos va a ofrecer uno de los ejemplos más obscenos de esa fatal capacidad del dinero. Me refiero, como habrán adivinado, al Mundial de fútbol que se celebrará en Qatar, en fechas distintas de las habituales, por aquello de respetar las inversiones de los magnates que se gastan una pasta en deportistas. Porque convendrán Vds conmigo en que lo que no puede ser es que el precio de las estrellas futbolísticas en el mercado (precio, no valor) se devalúe por un bajo rendimiento debido al impacto del calor en su salud, mientras se exhiben en el escaparate de ese importante evento deportivo. Porque esto del mundial que han negociado la FIFA y Qatar es, en el fondo, un nuevo episodio de la política que se denomina en inglés sportwashing que, al fin y al cabo -nihil novum sub sole- , no es más que una modalidad algo más sofisticada del viejo panem et circenses…Y hasta aquí, el latín.
El deporte lava más blanco: el dinero y también el poder
Puzo y Coppola nos mostraron en la tercera parte de El Padrino que el afán de lavar los negocios sucios lleva a buscar blanqueadores profesionales, esos que practican a gran escala lo que el señor lobo de Tarantino ofrecía al por menor. Esa es la razón de que Michael Corleone acuda al obispo Gilday (trasunto de Marzinckus), para ser admitido como accionista del grupo Inmobiliari, una multinacional bajo el sello de El Vaticano, aparente garantía de blancura. Ese uso de la capacidad persuasiva de la religión al servicio de los intereses de dominación (las más de las veces, disuasiva, merced al miedo y al prejuicio), es tan viejo como el mundo y, por desmentirme y volver al latín, recordaré la fórmula acuñada por Estacio y popularizada por Petronio en su Satiricon: primus in orbe deos facit timor.
Pero hoy sabemos que la nueva religión pagana que con sus iglesias, clérigos, ritos y ceremonias contribuye a domeñar a la opinión pública y, así, a prolongar la eficacia del lema de Vespasiano, es el deporte. Hace mucho tiempo que periodistas de investigación como el notable Andrew Jennings alzaron el velo sobre el increíble negocio en que devino el movimiento olímpico, sobre todo gracias a Samaranch (The Great Olympic Swindle, The Lord of the Rings), que transitó muy rápidamente de los ideales enunciados por Coubertin a convertirse en formidable instrumento de propaganda política y en un entramado de privilegios y sinecuras. Los juegos de Berlín, en 1938, fueron el ensayo más obvio. Y aunque el tiro le saliera a Hitler parcialmente por la culata, gracias a Jesse Owens, la competencia técnica de Leni Riefenstahl, que dirigió el largometraje Olimpia (1938) puso de manifiesto que el séptimo arte, unido al espectáculo del deporte, podía ser el gran instrumento de manipulación popular. Y ofreció un escalón para quienes entendieron el beneficio de la política como espectáculo, particularmente en las sociedades de masas que propician la degradación de la democracia en demagogia. Sin necesidad de ser ingenuos —la idea de competición deportiva lleva en sí desde su origen su supeditación a funciones sociales, económicas y políticas—, hay que reconocer la aceleración de esas tendencias desde el pasado siglo. Esto es, la casi inevitable transformación del deporte —y muy específicamente el fútbol— en espectáculo y negocio.
Frente a la ingenua sabiduría del “fútbol es fútbol”, el deporte de masas por excelencia no podía dejar de ser utilizado así. Que el fútbol dejó de ser deporte lo mostró el citado Jennings cuando puso en evidencia las tramas de corrupción de la FIFA (The Dirty Game. uncovering the Scandal at FIFA), las mismas que luego alimentaron noticias en todos los medios de comunicación, implicando a dirigentes y exjugadores. Hoy quizá sólo conservan esa dimensión deportiva el fútbol aficionado y el fútbol femenino; éste, en trance de transformación que puede ser peor que la machista orientación de exhibición de carne que parece regir en otros “deportes” minoritarios, como el voleibol o el vóley-playa femeninos. Ha dado ejemplo la Federación Internacional de Balonmano (FIH, por sus siglas en inglés) con sus reglas sexistas sobre vestimenta de las mujeres que practican el balonmano-playa, reglas que fueron contestadas corajudamente el pasado verano por la selección noruega.
El fútbol, lo sabemos, ha pasado a ser otra cosa, porque así lo exige la lógica del business, aplicada a su vez a la política: espectáculo regido por un único criterio, el del beneficio de unos pocos. Y a ello contribuyen decisivamente unos medios de comunicación que, en buena medida —con las notables y honrosas excepciones que Vds quieran señalar—, son la correa de transmisión de esa lógica implacable, como lo evidencia la ruidosa “renovación comunicativa” que sufrimos, en la que las gestas futbolísticas del domingo se alternan en las ondas con ilustradoras metáforas de productos bancarios, manjares o productos inmobiliarios. El poder de la comunicación se muestra precisamente en la capacidad de imponer al “aficionado” esa indigesta ración de “información en vivo”.
Lo interesante es que hemos pasado de la fase de un negocio al servicio de los intereses financieros de grandes multimillonarios (el modelo de los Tapie y Berlusconi, los Florentino Pérez o Abramovich), a otro tipo de millonarios que, en realidad, son la fachada del fenómeno conocido como los club-estado, con el PSG como emblema; un club al que, conforme a la genial invención de Valdano, habría que denominar PSQ. Otros clubs, británicos sobre todo —desde luego, también españoles— participan de esa estrategia, como ha mostrado Walter Oppenheimer a propósito del Newcastle o Chadwick en relación con el Manchester City, propiedad de la empresa de capital privado Abu Dhabi United Group, perteneciente al jeque Mansour bin Zayed Al Nahayan, de la familia real del emirato de Abu Dabi. Pero el PSG, insisto, es el arquetipo.
En efecto, el club de París, cuyo presidente es Nasser al Khelaifi, miembro de la familia real qatarí, es hoy propiedad de Qatar Sports Investment (QSi), firma presidida por el propio Al Khelaifi y subsidiaria de Qatar Investment Authority, un fondo soberano de inversión cuyo director ejecutivo, a su vez, es el emir qatarí Tamim bin Hamad Al Zani. En 2019, Al Khelaifi fue elegido por la Asociación de Clubes Europeos (ECA) como delegado del comité ejecutivo de la Unión Europea de Asociaciones de Fútbol (UEFA), el verdadero organismo rector del fútbol continental.
Como decía, el PSG es el arquetipo del fenómeno que conocemos como sportwashing y que ha sido ilustrado muy bien por las investigaciones del profesor de Geopolítica Económica del deporte de la Escuela de Negocios EM Lyon en Francia, Simon Chadwick. Se trata de la utilización del deporte como medio de blanqueo de negocios y también de regímenes políticos despóticos y corruptos y que no se limita, desde luego, al fútbol ni sólo a Qatar. Baste pensar en la organización de la Paris-Dakar bajo el patronazgo de Arabia Saudí, que también ha albergado la última edición de la supercopa española de fútbol, tras el más modesto intento de “exportación” que supuso celebrarla en Marruecos. Amnistía Internacional lleva denunciando desde 2019 este proyecto de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF) y los peregrinos argumentos de su presidente, el Sr. Rubiales, para vestir como iniciativa que favorece los derechos humanos en el reino saudí, cuando se trata de un ejemplo más —desde luego, muy hiriente— de esta lógica que trato de ilustrar.
Recientemente los lectores de infoLibre han podido leer la investigación llevada a cabo por el digital Orient XXI a propósito de las ingenierías financieras en las que se muestra campeón los Emiratos Árabes Unidos (EAU, que todos identificamos con la ciudad de Dubái), un verdadero “infierno para los derechos humanos”, a la par que un paraíso para blanqueo de capitales, como han denunciado rigurosas investigaciones llevadas a cabo por la Federación Internacional por los Derechos Humanos y del Observatoire des Armements.
Hipocresía y servilismo ante los petroemiratos: el Mundial de Qatar
Volvamos al ejemplo de Qatar. Para los que aún lo ignoren, el pequeño Estado de Qatar (apenas 11.500 Km2 y poco más de 600.000 habitantes) el país con mayor renta per cápita del mundo, fruto sobre todo del hecho de que alberga la tercera reserva mundial de gas, es un emirato, una monarquía absoluta. Desde su independencia del protectorado británico, en 1971, reina un clan, el de los Al Thani: una familia que monopoliza el gobierno del país y que ha desplegado un impresionante conglomerado de empresas multinacionales, con propiedades inmobiliarias cuyo capital es muy difícil de precisar. Desde 2013, el emir es Tamim bin Hamad al Thani, hijo de la más famosa de las esposas de su padre, Mozah bint Nasser al-Missned, una celebritie internacional de primer rango, emblema de lo fashion, conocida en su día en todo el mundo como “la jequesa de Qatar“.
Es verdad que el régimen qatarí ha dado algunos pasos que lo alejan del wahabismo saudí o de los Emiratos árabes (por ejemplo, ha adoptado algunas medidas de reconocimiento de derechos a las mujeres: tienen derecho a voto en elecciones municipales y pueden ser candidatas). A ello ha contribuido muy notablemente la creación de su célebre agencia de noticias Al-Jazeera, una referencia en el mundo árabe, pero también en el ámbito internacional. Es la alternativa a CNN, pero también a la muy conservadora MBC saudí y a la cadena integrista de los EAU, Al Arabiya. Y valga la digresión para reconocer la notable tergiversación acerca de los medios árabes que impera en la opinión pública occidental; no digamos en medios conservadores como la FOX. Lo ha explicado con su habitual rigor la profesora de la Universitat de València y periodista Lola Bañón. Es verdad también que ese mundial de fútbol puede entrañar efectos positivos, entre los que no son desdeñables ciertas mejoras en la posición de las mujeres en el espacio púbico.
Dicho lo anterior, resulta necesario reconocer que Qatar no puede, ni remotamente, presentarse como una democracia, ni resiste el contraste con test básicos de respeto y garantía de los derechos humanos. No lo es, aunque ello suponga llevar la contraria al criterio expresado por el otrora eximio jugador Xavi, hoy rescatado por el Barça en el marco del estrecho vínculo del club azulgrana con Qatar. Me refiero a unas recordadas declaraciones del entonces entrenador del club qatarí Al-Sadd, recordadas por ridículas. También, por lo grosero del argumento pro domo sua, pues, aunque mostraba los varios soles a los que se arrimaba —el propio Qatar, y de paso, la causa independentista—, a duras penas ocultaba que no había más guía que su propio interés. Justo lo que explicó Cicerón en su versus Clodio, cuando acuñó la expresión. En efecto, en esa entrevista al diario Ara, el 21 de septiembre de 2019, Xavi sostenía que, aunque Qatar no fuera en sentido estricto una democracia, comparado con España todo funcionaba mucho mejor en el emirato, como había constatado en la media docena de años de residencia allí. Para él y su familia, claro, Qatar era un paraíso. Hace falta querer estar ciego a lo que no sea uno mismo.
Organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch han emitido reiteradamente informes que dejan en evidencia la explotación de trabajadores emigrantes en el país, cruciales para construir los modernos estadios del Mundial de 2022. Las denuncias sobre la corrupción de miembros de la FIFA para conceder el mundial a Qatar y, posteriormente, las relativas a las condiciones laborales de los trabajadores que han construido los estadios e infraestructuras del mundial, han estado en el punto de mira desde que se confirmó que Qatar sería sede del Mundial de Fútbol en 2022. Así, en marzo de 2021 Amnistía Internacional publicó una carta abierta a la FIFA para exigir que ésta se comprometiera a "adoptar medidas concretas y urgentes para garantizar que la competición deje un legado positivo y duradero a todas las personas trabajadoras migrantes de Qatar y no dé lugar a más abusos laborales". No digamos, por lo que se refiere a las acusaciones relativas a su régimen jurídico y político, que viola estándares básicos de la legitimidad internacional, con leyes que discriminan a mujeres, y a las personas pertenecientes a minorías LGTBIQ. Para guinda, véanse las advertencias del presidente del Comité organizador del campeonato del mundo de Qatar, para que los homosexuales que acudan a esa celebración eviten gestos de afecto en público.
Recordaré, para concluir, que el mundial de Qatar en 2022, como ha advertido el mencionado profesor Chadwick, forma parte de un proyecto de más largo alcance, el Qatar National Vision 2030 que, según la propaganda qatarí, pretende crear "una sociedad avanzada capaz de sostener su desarrollo y proveer un alto estándar de vida para su pueblo". El deporte es pieza esencial de esa estrategia comunicativa de Qatar. Pero esa estrategia de crecimiento se asemeja al otro gran proyecto de crecimiento, el propio del modelo de capitalismo chino, porque ni la democracia ni los derechos humanos forman parte de él.
Sobran, pues, a mi juicio, las razones para oponerse a este evento y por ello me he sumado —e invito a los lectores a hacer lo propio— a la campaña #BOICOTQATAR2022.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València y senador del PSOE por València.
Pecunia adhuc non olet.