La Semana Santa y la izquierda

El lunes (santo), Teresa Rodríguez, portavoz de Adelante Andalucía, subió una foto del crucificado de la Misericordia (una imagen devocional que procesiona en Cádiz) junto a una consigna peculiar: "Si no puedo sentir, no es mi revolución".

Más allá de lo burdo de la proclama (si nos ponemos a contar la de cosas que tiene que tener la revolución, el sujeto revolucionario va a ser un hombre orquesta), la reivindicación se suma a una discusión (sorprendentemente) contemporánea sobre, atiendan, la compatibilidad entre ser de izquierdas y gritarle "guapa" a María Santísima hasta desgañitarse. "La Semana Santa es transversal", decía el otro día a alguien. Este viernes, en este mismo periódico, me desayunaba con un artículo titulado "Ateo pero cofrade: así ha resignificado la sociedad andaluza la Semana Santa", que hilvanaba muchos de los argumentos que se están utilizando en esta discusión.

Conviene no entusiasmarse, que ya Voltaire estaba convencido de haberle dado la puntilla a la iglesia romana. Miren, habrá quien repita que existen motivos extrarreligiosos para meterse bajo un paso (el gusto por las tradiciones, los hábitos familiares o que las hermandades son aglutinador social); que hay gente del PCE que se pirra por un capirote y que si privamos a los adúlteros, sodomitas y a los que se saltan la misa dominical de la papeleta de sitio, la procesión la tienes que armar con maniquíes. Coincido. Sin embargo, me extraña que esta novísima conquista de lo sacro por lo secular asombre a alguien más que a los turistas: en los años cincuenta de la España nacionalcatólica, los costaleros cobraban jornal y mecían los pasos al compás del aguardiente. Y miren, no hay pueblo que se precie en el que dos hermandades de postín no hayan resuelto a ciriazos sus diferencias mientras Cristo miraba el espectáculo desde el madero.

¿Ha dejado la Semana Santa de ser un acontecimiento religioso? Ni mucho menos. La religiosidad es un fenómeno muy complejo y cuesta sacarla más que a las manchas de tomate

Con todo, ¿ha dejado la Semana Santa de ser un acontecimiento religioso? Ni mucho menos. La religiosidad es un fenómeno muy complejo y cuesta sacarla más que a las manchas de tomate. ¿Católico? Tampoco: a la Santa Madre Iglesia no le pesa conceder dispensas siempre y cuando se mantenga la hegemonía cultural. La piedad popular, enorme tragadero. ¿Que se suspende la música durante el Triduo Pascual? A las cornetas y los tambores, amparados en un vacío legal. ¿El velado de las imágenes? Salvo si salen en procesión. ¿Ayuno el Viernes Santo? Los sevillanos liberados, que la hostelería anda en el ajo.

Si las cofradías y las saetas no son católicas, la celebración de la Champions no es un evento deportivo. Puede que algún desnortado se sume a la tangana porque le pilla de paso, pero las excepciones no explican casi nada. Un bolchevique puede calzarse el antifaz y la saya teniendo clarísimo, en su fuero interno, que sus motivos son perfectamente contestatarios; pero, desde fuera, solo se ve un penitente más puesto en la fila. Ningún fenómeno cultural mínimamente elaborado responde a un solo motivo, pero siento mucho decirle a Teresa Rodríguez que lo que le hace "sentir" tantísimo es la sensualidad plástica y depuradísima del catolicismo, que le está predicando por los cinco sentidos. Y verán, el altar (ya es mala suerte) se lleva de maravilla con el trono: cógete la junta de gobierno de cualquiera de esas hermandades que tantos sentimientos nos producen y empieza a contar terratenientes y aristócratas. La sorpresa, tremebunda.

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