La historia de privatización de empresas públicas españolas es una gran vergüenza nacional y el gesto de recuperar para lo público el 10% de Telefónica décadas después es una pequeña esperanza patriótica. Durante el camino que separa lo primero de lo segundo ha habido una evidente constatación de la estafa a la que nuestros gobernantes nos sometieron prometiéndonos que deshacernos de empresas estratégicas, fundamentales para el normal funcionamiento del país y que, además, ofrecían grandes beneficios para todos, era un buen negocio o algo deseable para los españoles. Evidentemente no fue así.
Según los cálculos del economista Sánchez Mato, los españoles habríamos perdido 23.900 millones de euros en beneficios tras vender Telefónica a cambio de unos 3.700 millones que recibió. Un negocio redondo. Ahora tan solo sumémosle la privatización de Endesa, Iberia, SEAT, Enagás, Repsol y unas cuantas más. Un atraco a punta de pistola que nos vendieron como si, además de desplumarnos, nos hicieran un favor.
Durante mucho tiempo se trató de hacer pasar lo público como algo ineficiente o disfuncional. Y a partir de ese argumento falso e interesado fundaron todo el proceso privatizador de los activos industriales públicos españoles. Sin embargo, con el tiempo hemos visto cómo no hay nada más ineficiente y disfuncional que el control privado de sectores fundamentales de la economía bajo el único y singular criterio del crudo ánimo de lucro para unos pocos inversionistas privados. El control de las telecomunicaciones y de la energía en España no debería estar mediado por el ansia de repartirse dividendos entre actores privados cuya única fuente de motivación es mejorar la cuenta de resultados para sus accionistas y exprimir a los receptores de esos servicios aunque sea a costa del propio servicio. Por eso hay cosas tan importantes como la sanidad, la educación, las telecomunicaciones y lo energético que no deberían ser simplemente un negocio para que algunos hagan dinero. Son sectores centrales de la vida de un país que necesitan ser controlados por el Estado y tener objetivos colectivos.
Con el tiempo hemos visto cómo no hay nada más ineficiente y disfuncional que el control privado de sectores fundamentales de la economía bajo el único y singular criterio del crudo ánimo de lucro para unos pocos inversionistas privados
Las empresas públicas españolas comenzaron a privatizarse con Felipe González en los años 80. Por entonces el fantasma del neoliberalismo empezaba a colonizar el alma de todos los gobiernos de la faz de la tierra prometiendo que la gestión privada siempre sería mejor que la pública. Así nos engañaron y consiguieron que aquellos sectores que se habían levantado sobre el esfuerzo nacional de millones de españoles contribuyendo con sus impuestos a construir una industria funcional se vendiese en pocos años al mejor postor. De esta manera, en 1996, González dejó al Estado con solo el 20% del control de Telefónica (porcentaje de propiedad que hoy en día es más habitual en países europeos) y luego llegó Aznar para acabar de venderla del todo en 1997 sin ni siquiera pasar por el Congreso de los Diputados. Ocurrió exactamente lo mismo con Endesa, cuya privatización comenzó en 1988 con González y culminó diez años después con Aznar vendiendo hasta la última participación. Y así una a una con todas nuestras empresas públicas.
Hoy en día vimos con estupor cómo Telefónica estaba a punto de ser intervenida por un fondo de Arabia Saudí que pretendía, de manera cruda y explícita, controlar las telecomunicaciones españolas aprovechándose de la soberana torpeza de ser uno de los pocos estados europeos en haber privatizado por completo algo así de importante y determinante para un país. Pero con mayor vergüenza todavía podemos ver cómo nuestro sector energético, y esta vez de manera ya consumada, está controlado casi totalmente por un Estado extranjero como el italiano que, mientras nuestro gobierno vendía de manera irresponsable, se encargaba de comprar acciones de Endesa, que hoy controlan en un 70%.
Pero, por fortuna, los delirantes tiempos en los que privatizar se asoció a algo positivo han llegado a su fin y ahora se intuye que empieza un tiempo nuevo con la renacionalización del 10% de Telefónica por parte del Gobierno de España. Finalmente se ha entendido que hay cosas demasiado importantes para dejarlas al libre albedrío del libre mercado y de la competencia privada. Cosas demasiado necesarias como para dejar que las controlen fondos extranjeros cuyo único interés, en el mejor de los casos, es sacar el máximo rédito económico posible y, en el peor de ellos, controlar un sector estratégico del país para doblegarlo a su antojo.
Durante los últimos años, en España, uno de los conceptos más pisoteados y deformados ha sido el de patriotismo, que se ha abanderado siempre para pedir represión para adversarios políticos, atacar otros idiomas de España o pedir el voto a la derecha. Sin embargo, si hay patriotismo en algo es en recuperar aquellas empresas públicas que de manera absurda e irresponsable nos arrebataron hace décadas y por las que ya hemos pagado un precio desmesuradamente alto. Este tan solo debería ser el primer paso de lo que tenemos que hacer.
La historia de privatización de empresas públicas españolas es una gran vergüenza nacional y el gesto de recuperar para lo público el 10% de Telefónica décadas después es una pequeña esperanza patriótica. Durante el camino que separa lo primero de lo segundo ha habido una evidente constatación de la estafa a la que nuestros gobernantes nos sometieron prometiéndonos que deshacernos de empresas estratégicas, fundamentales para el normal funcionamiento del país y que, además, ofrecían grandes beneficios para todos, era un buen negocio o algo deseable para los españoles. Evidentemente no fue así.