La Iglesia y la Segunda República

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"Fueron los legisladores de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, los que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país".

«Carta colectiva del Episcopado español a los obispos del mundo entero»,

1-VII-1937

La Iglesia vivió la llegada de la República como una auténtica desgracia. De golpe perdió al rey, su fiel protector, y tuvo que afrontar una oleada de anticlericalismo en el parlamento y en la calle. «Hemos ya entrado en el vórtice de la tormenta», le decía Isidro Gomá, entonces obispo de Tarazona, al cardenal de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer en una carta fechada el 15 de abril de 1931, al día siguiente de proclamarse la República, cuando a nadie le había dado todavía tiempo a «torcer bruscamente» el sentido religioso de la historia de España.

Con la llegada de la República salió también a la luz una enconada lucha, de fuerte carga emocional, por los símbolos religiosos. La Marcha real, que durante la monarquía se escuchaba siempre en la misa en el momento de la consagración, pasó a considerarse una de las señas de identidad de la reacción, una provocación, igual que las procesiones. La retirada de los crucifijos en las escuelas provocó lloros en muchos pueblos del norte de España. Otros protestaron por la supresión de las procesiones. Así de estrecha era la identificación entre el orden y la religión, la monarquía y la política autoritaria de derechas.

Se echó la culpa a la República de perseguir obsesivamente a la Iglesia y a los católicos cuando, en realidad, el conflicto era de largo alcance y hundía sus raíces en las décadas anteriores. No es que España hubiera dejado de ser católica, por emplear la gráfica expresión de Manuel Azaña, con la que quería decir que la Iglesia ya no orientaba la cultura española, que hacía tiempo que había dado la espalda a las clases trabajadoras. Es que había una España muy católica, otra no tanto y otra muy anticatólica. Había más catolicismo en el norte que en el sur, en los propietarios que en los desposeídos, en las mujeres que en los hombres. La mayoría de los católicos eran antisocialistas y gente de orden. A la izquierda, republicana u obrera, se la asociaba con el anticlericalismo. Nada tiene de extraño que la proclamación de la República trajera días de fiesta para unos y de luto para otros.

Con luto, rezos y pesimismo reaccionaron, efectivamente, la mayoría de católicos, clérigos y obispos ante esa República celebrada por el «pueblo» en las calles. Y era lógico que así lo hicieran. Como lógico era también que no se lanzaran a un enfrentamiento directo desde el primer instante. Entre otras cosas porque ya el 24 de abril el nuncio Federico Tedeschini recomendaba por escrito a los obispos españoles, de parte del secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, «que respeten los poderes constituidos y obedezcan a ellos para el mantenimiento del orden y para el bien común».

El Vaticano era, por supuesto, mucho más prudente y diplomático que la jerarquía eclesiástica y los católicos españoles. «Soy absolutamente pesimista», le decía Isidro Gomá en ese escrito ya citado que le envió a Vidal i Barraquer al día siguiente de proclamarse la República: «No me cabe en la cabeza la monstruosidad cometida. No creo haya ejemplo en la historia, con ser tan copiosa en ejemplos. Que Dios guarde la casa, y paz sobre Israel».

Pese a la recomendación del Vaticano, no esperó mucho, sin embargo, el cardenal Pedro Segura, entonces cabeza de la Iglesia española, cargo al que había accedido en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera. Integrista y enemigo acérrimo del republicanismo, publicó el 1 de mayo una pastoral en la que hacía un caluroso elogio del destronado Alfonso XIII, «quien, a lo largo de su reinado, supo conservar la antigua tradición de fe y piedad de sus mayores».

A partir de ese momento, el cardenal Segura mantuvo un forcejeo con las autoridades republicanas que acabó en conflicto abierto. Segura abandonó España, pero un mes después, el 11 de junio, la policía de fronteras comunicó a Miguel Maura, ministro de Gobernación, que el cardenal había vuelto a entrar por Roncesvalles. Maura supo que se hallaba en la casa del cura de Pastrana y ordenó su expulsión, un acontecimiento del que quedó esa famosa foto que dio la vuelta por todos los hogares católicos españoles, con el cardenal abandonando el convento de los paúles de Guadalajara rodeado de policías y guardias civiles. Era una prueba inequívoca de la «persecución» contra la Iglesia, que se daba a conocer además a la opinión pública en un momento en el que todavía no se habían apagado los ecos de las jornadas del mes anterior.

Porque al margen del rocambolesco affaire Segura, que duró hasta el 30 de septiembre de 1931, cuando presionado por el Vaticano renunció a la sede primada de Toledo, fue la repentina explosión de ira anticlerical del 11 de mayo la que marcó la actitud de muchos católicos. No tanto por la magnitud de los acontecimientos, muy localizados y en los que participó poca gente, como por la forma en que fueron recordados después, durante la República, la guerra civil y por los santos vencedores en la guerra. Y a base de recordarlos, agrandarlos, así han quedado en la memoria de muchos, como el suceso que cambió «el rumbo de la República». Ni la reforma agraria, ni los conflictos sociales, ni Casas Viejas, ni las decenas de muertos que dejaba por el camino la represión de esos conflictos por parte de las fuerzas de orden público. La cosa habría empezado con el incendio de edificios religiosos en aquellos primaverales días de mayo de 1931.

Hoy sabemos perfectamente que no todo fue tan caótico y que tuvieron que pasar muchas cosas antes de que un fallido golpe de Estado en julio de 1936 provocara una guerra.

Los resultados en las elecciones para las Cortes constituyentes de junio de 1931 fueron malos para la derecha católica, desorientada y en fase de reorganización como estaba todavía: de los 478 miembros de la Cámara, apenas una cincuentena parecía dispuesta a defender los intereses de la Iglesia. Por eso las cláusulas más anticlericales del proyecto de Constitución pudieron ser aprobadas por una amplia mayoría. En conjunto, los artículos 3, 43, 48 y el famoso 26 declaraban la no confesionalidad del Estado, eliminaban la financiación estatal del clero, introducían el matrimonio civil y el divorcio, disolvían a los jesuitas y, lo más doloroso para la Iglesia, prohibían el ejercicio de la enseñanza a las órdenes religiosas. El artículo 26 fue aprobado el 13 de octubre; la Constitución el 9 de diciembre.

A partir de ese momento, el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano. En dos años el catolicismo arraigó como un movimiento de masas capaz de convertirse en árbitro del futuro de la República. Primero, a través de elecciones libres; después, con la fuerza de las armas.

En marzo de 1933 fundaron la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Dominada por grandes terratenientes, sectores profesionales urbanos y muchos ex carlistas que habían evolucionado hacia el «accidentalismo», ese primer partido de masas de la historia de la derecha española se propuso defender la «civilización cristiana», combatir la legislación «sectaria» de la República y «revisar» la Constitución.

La jerarquía de la Iglesia no se limitó, por otra parte, a amparar ese movimiento político o a presionar a las autoridades republicanas. La Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, aprobada por las Cortes en mayo de 1933, y sobre todo su artículo 30, que prohibía a las órdenes religiosas el ejercicio de la enseñanza, causó en ella una auténtica conmoción. Los obispos, dirigidos ya desde abril de 1933 por el integrista Isidro Gomá, reaccionaron con una «Declaración del Episcopado» en la que sentían «el duro ultraje a los derechos divinos de la Iglesia», reafirmaban el derecho superior e inalienable de la Iglesia a crear y dirigir centros de enseñanza, a la vez que rechazaban «las escuelas acatólicas, neutras o mixtas». El 3 de junio, al día siguiente de que la ley fuera sancionada por Alcalá Zamora, presidente de la República, el Vaticano daba a conocer una carta encíclica de Pío XI, Dilectissima nobis, dedicada exclusivamente a esa ley que atentaba «contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia».

El antisocialismo y la profunda animadversión hacia el republicanismo y los procedimientos democráticos por parte de la derecha católica prepararon el camino del enfrentamiento violento a miles y miles de seguidores que, amparados bajo el techo ideológico del catolicismo, vincularon la defensa de la religión con la del orden y la propiedad. En el universo cultural del clero español, el catolicismo sólo podía coexistir felizmente con un régimen autoritario.

Las elecciones de febrero de 1936 significaron la tumba del «accidentalismo» en el movimiento católico. El 20 de febrero ya podía leerse en El Pensamiento Alavés «que no sería en el Parlamento donde se libraría la última batalla, sino en el terreno de la lucha armada». La prensa católica y de extrema derecha incitaba a la rebelión frente a tanto desorden. Todo lo que se escribió entonces y sobre todo los recuerdos que de esa primavera se transmitieron a partir del golpe de Estado para legitimarlo emitían el mismo mensaje: la izquierda había falseado el resultado de las elecciones de febrero de 1936; el «Gobierno del Frente Popular» era «ilegítimo», «tiránico», «traidor» a la Patria y «enemigo de Dios y de la Iglesia».

La confrontación entre la Iglesia y la República, entre el clericalismo y el anticlericalismo, dividió a la sociedad española de los años treinta tanto como la reforma agraria o el más importante de los conflictos sociales. Establecida oficialmente como Iglesia del Estado, la institución eclesiástica había hecho durante la Restauración y la dictadura de Primo de Rivera un generoso uso de su monopolio de la enseñanza, de su control sobre la vida de los ciudadanos, a los que predicaba unas doctrinas históricamente conectadas con la cultura más conservadora: obediencia a la autoridad, redención a través del sufrimiento y confianza en la recompensa en el cielo.

Con la proclamación de la República, la Iglesia perdió, o sintió que perdía, una buena parte de su posición tradicional. El privilegio dejaba paso a lo que la jerarquía eclesiástica y muchos católicos consideraban una persecución abierta. Aumentaron las dificultades de la Iglesia española para arraigar entre los trabajadores urbanos y el proletariado rural. Se hizo todavía más patente el «fracaso» de la Iglesia y de sus «ministros» para comprender los problemas sociales, preocupados sólo por el «reino de lo sacro» y la defensa de la fe. Eso es lo que un régimen reformista y de libertades como el republicano sacó a la luz, además de la persecución legislativa, el anticlericalismo popular y la violencia esporádica. La Iglesia se resistió a perder todo eso y se preparó para el combate contra esa multitud de españoles a los que consideraba sus enemigos, que la consideraban a ella de verdad su enemiga. Y el catolicismo, acostumbrado a ser la religión del statu quo, pasó a la ofensiva, se convirtió, en expresión de Bruce Lincoln, en «una religión de la contrarrevolución».

Cuando un importante sector del ejército tomó sus armas contra la República en julio de 1936, la mayoría del clero y de los católicos se apresuraron a apoyarlo, a darle su bendición como defensores de la civilización cristiana frente al comunismo y el ateísmo. Ya se lo había dicho a sus fieles Manuel Irurita, obispo de Barcelona, en una carta pastoral el 16 de abril de 1931: «sois ministros de un Rey que no puede ser destronado, que no subió al trono por votos de los hombres, sino por derecho propio, por título de herencia y de conquista».

Franco

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Ante la imposibilidad de que un rey terrenal rescatara a su pueblo «de aquella situación oprobiosa», del pecado, tendría que llegar un «Dios Redentor» que trajera a la Patria «días de gloria y esplendor». Así lo pedían todos los católicos, «accidentalistas» y «catastrofistas» fundidos ya en la primavera de 1936 en una misma idea: Adveniat Regnum Tuum.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. Su último libro es Una violencia indómita. El siglo XX europeo(Editorial Crítica).

"Fueron los legisladores de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, los que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país".

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