Algunos estudios nos dicen que hoy los jóvenes son más conservadores o que los universitarios ya no tienen miedo a decir que son de derechas. Más los de la privada que los de la pública, por razones, supongo, evidentes. Más los abogados y economistas que los de humanidades o ciencias experimentales, por razones menos evidentes, aunque claras. Lo cierto es que, según parece, las acampadas pro Palestina que vimos en las universidades hace solo unos meses no son sintomáticas. Los campus no son mayoritariamente progresistas. Así que el régimen sancionador que prepara Ayuso, en la idea de que los centros universitarios son nidos de rojos, es pura propaganda antisistema. Ayuso juega al deterioro de las instituciones públicas, en las que se ha venido detentando una supuesta autoridad, porque resulta rentable electoralmente. Que ese deterioro gane adeptos entre jóvenes y nuevos votantes es uno de esos problemas a los que deberíamos prestar atención.
Y, ojo, porque no se trata tanto de confrontar a la autoridad, como tal, cuanto de cambiar unas referencias por otras. O sea, no hay que confundir la oposición a la autoridad estatal (y sus derivadas) con la oposición a cualquier forma de autoridad. De hecho, acabar con el sector público exige fortalecer instituciones privadas como las iglesias, las familias y las empresas, que es la parte más interesante del plan.
La articulación entre anarcocapitalismo e ideas reaccionarias en el plano social es lo que Murray Rothbard llamó “paleolibertarismo”, y hoy resulta profundamente transgresora. Por esa razón, entre otras, es una articulación que está triunfando entre la Generación Z, más entre los hombres que entre las mujeres. Es lógico. Aunque la tradwife se vaya abriendo camino, es evidente que son ellos quienes ganan o recuperan viejos privilegios con el cambio. La victoria de Alternativa por Alemania en Turingia y sus excelentes resultados en Sajonia, se nutrió del voto de jóvenes varones. Y el caso de Alvise es muy similar.
Hay muchos factores que pueden explicar este fenómeno y uno de ellos es, sin duda, el de las redes sociales, especialmente, Tik Tok y Twitter (la apuesta empresarial e ideológica de Elon Musk es la de no quedarse atrás).
Como bien señala Eric Sandin, las redes sociales han alimentado la ilusión de la autosuficiencia y la ausencia de límites. Permiten que cada quien exprese toda su agresividad como si formara parte de una turba, sea real o ficticia, y facilita actitudes irresponsables y autoindulgentes. Siempre es más fácil autojustificar los discursos de odio, las humillaciones en línea o el ciberacoso, si uno cree que todo el mundo lo hace o haría lo mismo, si pudiera. Y como el anonimato garantiza la impunidad, es fácil disociar los clics encadenados con los que se masacra a los demás de las consecuencias de tal masacre.
La gran batalla de nuestro tiempo es la de la defensa de lo público. Esa batalla no puede ganarse sin gente joven dispuesta a defender una nueva cultura digital
La libertad irrestricta para odiar se combina aquí con el espíritu revanchista de quien cree estar llamado a hacer(se) justicia o a desempeñar un papel heroico. Los jóvenes sufren la precariedad, la falta de representación y la ausencia de un futuro al que tienen, o creen tener, derecho. O sea, están en condiciones óptimas para montar un ejército digital y ejecutar una venganza sin miramientos. Las derechas lo tienen claro. Lo hemos visto en Reino Unido y también en España con el caso de Mocejón.
A esto se suma la desconfianza frente a las instituciones públicas que, de manera continuada, han venido alimentando Vox, Alvise o buena parte del Partido Popular. Se ha extendido la idea de que el poder público (no solo político) ha traicionado a las mayorías, así que o bien hay que volver “a lo de antes” o bien debemos confiar en el sector privado, cuyos intereses pueden ser mezquinos, pero, al menos, no son engañosos. Hay una gran obsesión por lo auténtico y lo verdadero, por creer ciegamente al que “habla claro” y “dice las verdades a la cara”, diga lo que diga, como si hubiéramos vivido chapoteando en una gran mentira durante décadas y una legión digital tuviera que abrirnos los ojos justo ahora.
Finalmente, con las redes cualquiera se puede sentir (super)informado o establecer una relación de igualdad, incluso de competencia, con la autoridad pública, con sus profesores, sus médicos o sus representantes. Los electores digitales se lanzan compulsivamente a criticar las decisiones o la gestión que se hace a diario desde las instituciones, convencidos de que ellos tienen herramientas de sobra para hacerlo mejor. La falta de credibilidad en el espacio compartido y representado por políticos y funcionarios está poniendo en jaque a todo el sistema.
Cerca de un 30% de los jóvenes en España prefieren el autoritarismo a la democracia en según qué circunstancias. Habría que analizar despacio a qué autoritarismo se refieren y detallar los casos en los que se considera justificado, pero parece que nuestra democracia tiene una salud bastante precaria. La responsabilidad, por supuesto, no es de las nuevas generaciones.
Hace décadas que hablamos de crisis de representación, déficit de legitimidad democrática o democracia business, y no hemos logrado cambiar el rumbo de las cosas. En la medida en la que los partidos se han ido convirtiendo en empresas, los líderes en productos y los electores en clientes, se ha ido perdiendo la distinción entre la lógica de lo público y lo privado porque, básicamente, todo cotiza según demanda. Esta deriva descendente ha ido empeorando con el tiempo y se ha agravado con la llegada del capitalismo cognitivo en la que los datos personales son una fuente de negocio (empresarial o electoral) y el militante ha sido sustituido por el inscrito. Si hay un sector sensible a semejante proceso es el de los alfabetizados digitales, mayoritariamente jóvenes, para quienes seguramente la identificación y la participación política solo resulte emocionalmente motivadora en un sentido negativo. Algo que también aprovechan las derechas.
Si estos procesos no se revierten, las derechas seguirán encontrando un terreno abonado en determinadas franjas de edad y lo previsible es que esas franjas se amplíen y el terreno fructifique.
La gran batalla de nuestro tiempo es la de la defensa de lo público, que no solo consiste en ofrecer los servicios adecuados sino en recuperar la confianza en ellos, en quienes los dispensan y en las instituciones que los garantizan. Esa batalla no puede ganarse sin gente joven dispuesta a defender una nueva cultura digital.
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María Eugenia Rodríguez Palop es ecofeminista y profesora de DDHH y Filosofía del derecho en la Universidad Carlos III de Madrid.
Algunos estudios nos dicen que hoy los jóvenes son más conservadores o que los universitarios ya no tienen miedo a decir que son de derechas. Más los de la privada que los de la pública, por razones, supongo, evidentes. Más los abogados y economistas que los de humanidades o ciencias experimentales, por razones menos evidentes, aunque claras. Lo cierto es que, según parece, las acampadas pro Palestina que vimos en las universidades hace solo unos meses no son sintomáticas. Los campus no son mayoritariamente progresistas. Así que el régimen sancionador que prepara Ayuso, en la idea de que los centros universitarios son nidos de rojos, es pura propaganda antisistema. Ayuso juega al deterioro de las instituciones públicas, en las que se ha venido detentando una supuesta autoridad, porque resulta rentable electoralmente. Que ese deterioro gane adeptos entre jóvenes y nuevos votantes es uno de esos problemas a los que deberíamos prestar atención.