Todos los lectores habrán comprendido que me estoy refiriendo a la modalidad delictiva conocida como delito de malversación de los caudales públicos realizada por los funcionarios que tienen a su cargo la custodia, administración y destino de los fondos que pertenecen a la colectividad. La probidad y lealtad de los servidores públicos en el manejo de las arcas públicas es un elemento sustancial para el buen funcionamiento de los servicios públicos y para la confianza de los ciudadanos en las personas y en las instituciones.
Creo que muy pocos saben que los revolucionarios franceses, cuando formularon la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, no solo pensaron en los derechos naturales, inalienables y sagrados de las personas. Pusieron especial énfasis en el control de los actos del poder legislativo y del poder ejecutivo, para evitar la corrupción. Premonitoriamente establecieron en el artículo quince que: La Sociedad tiene derecho a pedir cuentas de su gestión a cualquier Agente público.
La regulación penal de la malversación de caudales públicos ha sufrido constantes vaivenes en los recientes códigos penales. Prescindiendo de la versión de 1973 del Código de 1944, nos situaremos en la redacción originaria que contenía el Código de 1995. En este texto se contiene la figura tradicional de la autoridad o funcionario público que con ánimo de lucro sustrajere o consintiere que un tercero, con igual ánimo, sustraiga los caudales o efectos públicos que tenga a su cargo por razón de sus funciones. La pena de prisión alcanzaba un máximo de 6 años y la de inhabilitación absoluta de diez años. Estas medidas de la pena se mantienen en la actualidad. También se exigía ánimo de lucro en los funcionarios o autoridades que dieren una aplicación privada a bienes muebles o inmuebles pertenecientes a entidades públicas. En estos casos la pena de prisión era de uno a tres años e inhabilitación especial de tres a seis años. En términos doctrinales era lo que se conocía como 'malversación propia'. Esta última modalidad delictiva desaparece en la reforma llevada a cabo en el año 2015.
Siempre han existido otras modalidades de malversación, que sin un ánimo de lucro directo y personal se conocían doctrinalmente como 'malversaciones impropias'. El Código de 1995 castigaba a la autoridad o funcionario público que destinare a usos ajenos a la Función Pública los caudales o efectos puestos a su cargo por razón de sus funciones. La pena se reducía a una multa y la suspensión de empleo o cargo público por tiempo de seis meses a tres años.
Siempre han existido otras modalidades de malversación, que sin un ánimo de lucro directo y personal se conocían doctrinalmente como 'malversaciones impropias'
Esta redacción estuvo vigente hasta el año 2015, en el que se produce una modificación ad hoc de su redacción porque no había sido posible aplicársela a Artur Mas por haber empleado dinero público en la convocatoria de un referéndum consultivo. El legislador rompe con los criterios tradicionales y da una nueva redacción al delito de malversación, tanto si existe un ánimo de lucro directo y personal, como si se trata de una administración desleal de caudales públicos. Se mantiene la figura clásica de la apropiación indebida con ánimo de lucro, de caudales públicos, pero se introduce una figura que está siendo cuestionada desde muchos sectores de la doctrina penal, como el de administración desleal, concepto jurídico indeterminado, que deja un margen de interpretación ajeno al principio de taxatividad y certeza de los tipos penales y al principio de seguridad jurídica. Con notorio desconocimiento del principio de proporcionalidad castiga ambas conductas con la misma pena.
A los líderes independentistas se les condenó por malversación en la modalidad de administración desleal. Si nos atenemos a la realidad de los hechos probados, nadie racionalmente puede decir que se gastó dinero público en organizar la concentración del 20 de septiembre ante la Consejería de Hacienda. Se puede abrir un debate sobre los gastos (urnas, papeletas, apertura de colegios) realizados para organizar la votación del 1 de octubre de 2017. Dichos gastos estaban autorizados por acuerdos del Gobierno de la Generalitat refrendados por el Parlament. Estos organismos encarnan los poderes que emanan del pueblo de Cataluña. En todo caso, podrían haber sido calificados como un delito de desobediencia, pero no como “una actitud de ocultación malévola, desleal o incluso fraudulenta” como sostiene la sentencia condenatoria. Todo el gasto, aunque fuera para fines declarados inconstitucionales, se realizó con luz y taquígrafos.
En un sistema democrático no se puede decir o mantener que se excedieron en el ejercicio de la administración causando un perjuicio al patrimonio administrado, cuando el destino de los fondos era conocido y avalado por decisiones del Ejecutivo y del Legislativo, avaladas por los dos millones de votantes (según la sentencia) que acudieron a las urnas. Si el elemento determinante del hecho delictivo consiste en un exceso en el ejercicio de las facultades de administración, causando un perjuicio al patrimonio administrado, se puede objetar que se trataba de unos fines ilícitos, pero no que los condenados se hubieren apartado de lo que se les había encomendado.
Ante este panorama legislativo, Esquerra Republicana de Cataluña ha planteado alternativas y precisiones sobre el delito de malversación, que merecen un estudio detenido y sin prejuicios. La propuesta de castigar a los funcionarios y autoridades que sin ánimo de apropiárselo destinaran a usos particulares y ajenos a la Función Pública el patrimonio público puesto a su cargo por razón de sus funciones o con ocasión de las mismas, con penas de seis meses a tres años de prisión, me parece aceptable, pero sistemáticamente debe figurar como un delito autónomo, desligado del artículo 432 que contiene las figuras básicas de la apropiación indebida y la administración desleal de los caudales públicos.
La propuesta de un nuevo delito enriquecimiento ilícito para castigar a las autoridades o funcionarios que en el desempeño de su cargo y hasta cinco años después de su cese obtengan, sin justificación, un incremento patrimonial de más de 250.000 € respecto a sus ingresos acreditados, responde a modelos punitivos recogidos en los códigos penales de otros países. Ahora bien, no se trata de una modalidad de la malversación sino de un delito integrado en el capítulo de los fraudes y exacciones ilegales.
En definitiva, se trata de una modificación aceptable de las modalidades de malversación ajenas al ánimo de lucro, caracterizado por destinar el patrimonio público a usos particulares y ajenos a la Función Pública. Se puede retocar la redacción, pero no encuentro objeciones de fondo. En cuanto al enriquecimiento ilícito, la dificultad radica en su investigación y acreditación de los hechos que configuran esta nueva modalidad delictiva. Hay que demostrar su existencia y no cargar la prueba de la inocencia sobre el posible sospechoso.
Si se quiere abordar el delito de malversación en términos de precisión y certeza lo esencial, en mi opinión, pasa por erradicar la modalidad de administración desleal por la inseguridad que proporciona el concepto y la posibilidad de interpretaciones judiciales diversas o incluso arbitrarias, con grave riesgo de la seguridad jurídica. Comparto, como se ha dicho, que la corrupción es la carcoma de la democracia y mucho más peligrosa que el terrorismo u otras acciones violentas. El respeto a la ley y el fiel desempeño de las funciones públicas es la base y fundamento del orden político y de la paz social. En todo caso, las prisas no son buenas consejeras.
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José Antonio Martín Pallín es comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra), abogado, ha sido fiscal y magistrado del Tribunal Supremo.
Todos los lectores habrán comprendido que me estoy refiriendo a la modalidad delictiva conocida como delito de malversación de los caudales públicos realizada por los funcionarios que tienen a su cargo la custodia, administración y destino de los fondos que pertenecen a la colectividad. La probidad y lealtad de los servidores públicos en el manejo de las arcas públicas es un elemento sustancial para el buen funcionamiento de los servicios públicos y para la confianza de los ciudadanos en las personas y en las instituciones.