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No queremos que el pueblo tenga que salvarse solo

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Han pasado días, con sus noches, desde la madrugada del martes en que vivimos pegados a la radio escuchando cómo el agua con toda su memoria y su brutalidad sorprendía a miles de personas en sus coches, en sus casas, atrapados en centros de trabajo. Han pasado días, con sus noches, y a muchos lugares, no sabemos a cuántas personas, todavía no ha llegado el Estado. Es inabarcable pensar que ahora mismo en este país —tan europeo, tan buenas cifras macroeconómicas, tan destino expathay personas sin agua, incomunicadas, personas —1.900 a la hora de escribir esta columna— a las que alguien espera y busca desde hace tres días, con sus tres noches cerradas.

En este tiempo ya sabemos algunas cosas que no son interpretaciones: el Gobierno valenciano ni preparó ni alertó a sus ciudadanos, muchas empresas obligaron a sus empleados a arriesgar su vida, el Gobierno central pudo —puede— tomar el mando de la situación y no lo ha hecho. Nuestra descentralización es disfuncional, ya lo vimos en la pandemia y lo vemos en tantísimas otras situaciones de desigualdad e inoperancia más cotidianas. Pero hay un Estado con el deber y el andamiaje legal y de recursos para proteger a todos sus ciudadanos. En una catástrofe de estas dimensiones atroces no hay tiempo para esperar a ver si el otro —que ha demostrado una negligencia espantosa desde el primer momento— solicita la ayuda o encauza la situación. Sólo cabe actuar.

El Gobierno valenciano ni preparó ni alertó a sus ciudadanos, muchas empresas obligaron a sus empleados a arriesgar su vida, el Gobierno central pudo —puede— tomar el mando de la situación y no lo ha hecho

La gente, puro instinto humano, lo entendió enseguida. La gente ha cogido cubos y comida y cargadores y se ha dirigido a las localidades afectadas a hacer lo que se pueda. El presidente valenciano, Carlos Mazón, pidió que los voluntarios se quedaran en casa para no interrumpir las tareas oficiales mientras los alcaldes y los vecinos imploraban que faltaban manos, que ahí no sobraba nadie, que allí no había nada que interrumpir. “En España lo mejor es el pueblo. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva”. Hemos recordado estos días esas palabras de Antonio Machado. Y hemos dicho: sólo el pueblo salva al pueblo. Hemos dicho también: no queremos que el pueblo tenga que salvarse solo.

Las imágenes de solidaridad son emocionantes, esperanzadoras, ejemplares, pero el pueblo no tiene las herramientas para salvarse solo. Cuando todo se derrumba, sólo el Estado sostenido por los impuestos de todos puede salvar. La Generalitat Valenciana ofreciendo un número de cuenta para donaciones, los titulares de que los empresarios —que expusieron la vida de sus trabajadores— ahora dan una caridad para quedar bien son señales nefastas. En Estados Unidos se publican constantemente campañas de recaudación de ciudadanos que no pueden pagar el coste de un tratamiento médico. La catástrofe allí es estructural. No normalicemos el sálvese quien pueda, porque si algo ha quedado claro en esta tragedia es que son muchísimos los que nunca podrán.

Han pasado días, con sus noches, desde la madrugada del martes en que vivimos pegados a la radio escuchando cómo el agua con toda su memoria y su brutalidad sorprendía a miles de personas en sus coches, en sus casas, atrapados en centros de trabajo. Han pasado días, con sus noches, y a muchos lugares, no sabemos a cuántas personas, todavía no ha llegado el Estado. Es inabarcable pensar que ahora mismo en este país —tan europeo, tan buenas cifras macroeconómicas, tan destino expathay personas sin agua, incomunicadas, personas —1.900 a la hora de escribir esta columna— a las que alguien espera y busca desde hace tres días, con sus tres noches cerradas.

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