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El valor de la palabra

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Las declaraciones del escritor Alejandro Palomas sobre los abusos sexuales cometidos en el seno de la Iglesia han vuelto a poner en evidencia el juego de luces y sombras que caracteriza a nuestra sociedad. 

La mayoría de estas denuncias son realizadas por hombres abusados sexualmente cuando eran niños, y nadie duda de su palabra

Todos los medios recogen sus testimonios, incluso Alejandro Palomas ha sido recibido por el presidente del Gobierno en una semana, no se han oído voces diciendo que se trataba de una “denuncia falsa”, ni de “por qué ha tardado tanto tiempo en denunciar”, ni tampoco de que “busca algo a cambio” (popularidad, dinero, reconocimiento...) Ha sido la palabra de un hombre explicando la terrible situación vivida y todo el mundo lo ha creído. Por supuesto, yo también, por lo que le mando todo mi apoyo y solidaridad.

Sin embargo, cuando una mujer denuncia abusos sexuales sobre ella o cometidos sobre sus hijos e hijas, la respuesta es muy diferente. Lo primero que se hace es dudar de su palabra, lo siguiente plantear que se trata de un gesto de maldad propio de la perversidad mítica de las mujeres y, en tercer lugar, se carga de intención su decisión y se dice que la lleva a cabo para conseguir algo a cambio (algún beneficio económico, quedarse con la custodia de los hijos e hijas, mantener el uso del domicilio...), además de buscar dañar al hombre en lo personal y en su imagen social.

Ante unos mismos hechos, los hombres resultan creíbles con su palabra, mientras que las mujeres con la suya no. Y todo ello a pesar de que los estudios e investigaciones científicas recogen que la mayoría de los abusos sexuales son cometidos sobre niñas y mujeres por parte de hombres de la propia familia y de sus entornos de relación. Los metanálisis que se han realizado sobre el tema en el contexto internacional [Stoltenborgh et al (2011) y Barth et al (2014), entre otros], reflejan una prevalencia media de abusos sexuales del 8% en niños y del 20% en niñas, y en España, trabajos realizados sobre muestras de menores, como el de Pereda, Abad y Guilera (2015), recogen que el 5,7% de los niños y el 21,9% de las niñas habían sufrido abusos sexuales. 

En un reciente estudio del Observatorio del Consejo General del Poder Judicial (noviembre 2021) que analiza 102 sentencias dictadas por el Tribunal Supremo sobre violencia sexual, y en el que he participado para llevar a cabo el análisis médico-forense, el 68,1% de los casos fue violencia sexual cometida sobre niños y niñas. Dentro del grupo de menores las niñas representaron el 68,4% del total de las víctimas, y en el conjunto de esta violencia sexual ejercida sobre menores, los agresores fueron hombres en el 93,8% de las agresiones. La mayoría de ellos, concretamente el 75,3%, eran hombres de los entornos cercanos a los niños y niñas, principalmente de la propia familia (37,7%) y de los entornos educativos (24,7%).

El valor de la palabra de los hombres hace que la violencia que ejercen quede invisibilizada y, por tanto, sea considerada como inexistente, puesto que su silencio tiene más valor que la palabra de las mujeres cuando denuncian

La realidad de los abusos sexuales a niños y niñas es muy clara y objetiva: se trata de una violencia que, fundamentalmente, ejercen hombres del entorno familiar y docente sobre niñas, lo cual debería llevar, aunque sólo fuera por una cuestión de probabilidad, a dar como mínimo la misma credibilidad a la palabra de las mujeres que denuncian los abusos sexuales sufridos o ejercidos sobre sus hijas e hijos por el padre. Pero la situación es muy diferente, y los hombres, que sufren tres veces menos abusos sexuales que las mujeres, cuando denuncian son más creídos que ellas.

La palabra de los hombres tiene el valor añadido de la credibilidad dada a través de su cultura androcéntrica. Por el contrario, la palabra de las mujeres queda distorsionada por los mitos sobre su maldad y perversidad, y no sólo no es creída, sino que, además, se vuelve en contra de ellas y al presentar su relato como una denuncia falsa para hacerle daño a un hombre. Todo ello hace que al final de este proceso, con demasiada frecuencia, el padre abusador y maltratador sea creído en su mentira y se quede con la custodia de sus hijos e hijas abusadas y maltratadas, mientras que las madres víctimas de esa violencia son señaladas, y algunas terminan en la cárcel por decisiones que hayan podido tomar para proteger a sus hijos

Todo forma parte de ese juego de luces y sombras que levantan la palabra, el silencio y la penumbra de la credibilidad, porque no se trata de decisiones aisladas e intrascendentes, sino que son utilizadas para mantener el orden dado y proteger a quien ocupa las posiciones de referencia dentro de él.

El juego es muy sencillo. El valor de la palabra de los hombres hace que la violencia que ejercen quede invisibilizada y, por tanto, sea considerada como inexistente, puesto que su silencio tiene más valor que la palabra de las mujeres cuando denuncian. En cambio, cuando los hombres hablan, su palabra se convierte en realidad hasta el punto de ser capaces de borrar de ella los elementos que la definen, como hemos visto que ocurre cuando no se consideran los abusos sexuales que sufren mujeres y niñas, a pesar de que se presentan en porcentajes que triplican a los que sufren hombres y niños.

Romper con este juego de luces y sombras, de verdades y mentiras, resulta prácticamente imposible bajo las referencias de esa cultura androcéntrica que lo hace posible. Lo vemos cada día, pero también lo hemos comprobado con el movimiento #MeToo al demostrar cómo “todo el mundo” sabía el comportamiento de Harvey Weinstein y nadie hacía nada para que la situación siguiera igual al amparo del silencio, mientras que las mujeres que lo denunciaban no eran creídas y se decía de ellas que eran unas malvadas y aprovechadas. En cambio, cuando un hombre denunció a Kevin Spacey sí fue creído y se produjeron consecuencias tras su denuncia, justo como ocurre ahora con los abusos sexuales en el seno de la iglesia.

La palabra de un solo hombre vale más que la palabra de miles de mujeres, y aunque terminen siendo creídas por las evidencias de la realidad, no por el valor de su palabra, no evitarán la crítica al ser presentadas como manipuladoras y aprovechadas; en cambio, el hombre que denuncia es creído y presentado como una persona responsable y comprometida con el bien común.

Una situación tan terrible que muchas mujeres prefieren continuar en silencio bajo la violencia de las agresiones, antes que enfrentarse con su palabra a la violencia social de la crítica y los ataques.

Las declaraciones del escritor Alejandro Palomas sobre los abusos sexuales cometidos en el seno de la Iglesia han vuelto a poner en evidencia el juego de luces y sombras que caracteriza a nuestra sociedad. 

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