El racismo no es un sentimiento ni un movimiento sociocultural. Por más que nos lo cuenten, se trata de un sistema de dominación que, conceptualizando a las personas migrantes como restos desechables tras su uso, se convierte en pieza indispensable del capitalismo. Los procesos de traslado de las personas de su lugar de origen para sobrevivir se conforman como la gasolina para la gran hoguera de las sociedades ricas que se emancipan con el esfuerzo ajeno, eso sí, poniendo en marcha múltiples instrumentos políticos y jurídicos para obstaculizar su estancia y permanencia en nuestro país en condiciones de igualdad con el resto de la ciudadanía.
Por eso la explosión en redes sociales de mensajes de odio y discriminación, junto con la actuación infame de determinados medios de comunicación y algunos representantes públicos avalados por los partidos (de derecha teóricamente moderada y extrema derecha) a los que pertenecen, es solo la punta del iceberg de una conformación estructural dirigida a dividir a los seres humanos en propios y extraños, en útiles o no, en superiores o inferiores en función de su origen, de su color, y especialmente de su condición de pobres.
Para conseguir esa pirámide social tan rentable, el racismo opera de manera institucional, económica y cultural. Se aprueban políticas discriminatorias que penalizan la inmigración y castigan a todos, a los legales y a los ilegales en mayor grado. El nivel de exigencia es altísimo para disciplinar desde el principio a quienes llegan, y los derechos de asilo o refugio apenas son dignos de tal nombre. El trabajo racista actúa desde el principio, lleguen en pateras o en aviones, con visado o no, les quedará bien claro desde su primer día que son ciudadanos de segunda, siempre bajo riesgo de expulsión o devolución. No imagino qué tipo de derechos laborales tiene quien depende de un contrato de trabajo para seguir en un espacio que supone seguro y en el que aspira a su supervivencia.
Lo más sangrante y más simbólico lo vemos con claridad cuando los responsables públicos de las comunidades autónomas se niegan a acoger a unas decenas de niños desvalidos en las regiones que gobiernan, como si proteger y educar a unas pocas decenas de menores desequilibrase los presupuestos menguados por otro lado por rebajas fiscales a los que más tienen. Pero no basta con eso, tienen que estigmatizarlos y criminalizarlos para justificar su modelo de degradación de seres humanos, aunque sean niños.
El odio seguirá presente, y el Derecho debe actuar con rotundidad en una interpretación nueva que no mire aisladamente los mensajes, los discursos o los relatos, sino que aborde la cuestión como un problema estructural que merece una respuesta de amplio calado
El propio aparato de poder se pone a disposición de la ventaja que supone la existencia del mundo pobre que se somete al mundo rico. No existe una amenaza proveniente de la inmigración, sino la conciencia colectiva de un beneficio económico que se instrumentaliza a través del miedo, de ahí al odio y finalmente al objetivo de la sumisión y la explotación. Es fácil el control con la limitación de los derechos de vivienda, educación, sanidad o protección social que operan como poderosos estímulos para que todos los engranajes funcionen. Aun sabiendo, o quizás por ello, de la importancia para nuestra sociedad de la llegada de personas en un proceso de envejecimiento que pone en un brete el mantenimiento de servicios, o el sistema de pensiones, hay que marcar claramente una línea divisoria entre nosotros y ellos para mantener los esquemas de explotación previstos.
De ahí que suene todo tan lógico como hipócrita. Quejarnos ahora de que se emitan discursos de odio, escandalizarnos porque se acuse falsamente y se criminalice a personas inocentes no nos hace menos racistas ni menos culpables. Y la respuesta no es el buenismo ni el arrepentimiento, es la extensión de los derechos de ciudadanía a las personas que conviven en una sociedad que es plural y que debe y puede ser no solo hospitalaria, sino respetuosa con los derechos humanos y los derechos fundamentales que ampara nuestra Constitución, y a los que nos sometemos en función de los convenios internacionales.
El odio seguirá presente, y el Derecho debe actuar con rotundidad en una interpretación nueva que no mire aisladamente los mensajes, los discursos o los relatos, sino que aborde la cuestión como un problema estructural que merece una respuesta de amplio calado, como la merece el machismo. Al odio se le combate con más derechos, revirtiendo la discriminación. De ello depende la democracia social que reivindicamos y queremos.
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María José Landaburu Carracedo es Doctora en Derecho, experta en derecho laboral y autora del ensayo 'Derechos fundamentales, Estado social y trabajo autónomo'.
El racismo no es un sentimiento ni un movimiento sociocultural. Por más que nos lo cuenten, se trata de un sistema de dominación que, conceptualizando a las personas migrantes como restos desechables tras su uso, se convierte en pieza indispensable del capitalismo. Los procesos de traslado de las personas de su lugar de origen para sobrevivir se conforman como la gasolina para la gran hoguera de las sociedades ricas que se emancipan con el esfuerzo ajeno, eso sí, poniendo en marcha múltiples instrumentos políticos y jurídicos para obstaculizar su estancia y permanencia en nuestro país en condiciones de igualdad con el resto de la ciudadanía.