Bienvenido el plan de acción por la democracia que ha anunciado Pedro Sánchez porque hace tiempo que lo necesitamos y porque probablemente hoy lo necesitemos más que nunca. Bienvenido, aunque hablamos de un plan focalizado casi exclusivamente en los medios de comunicación que sigue la literalidad de la Ley Europea de Libertad de los Medios de Comunicación, la Directiva de servicios de comunicación audiovisual revisada, la Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales, así como el Código de Buenas Prácticas en materia de Desinformación de la UE. Todo previsto ya en el Plan de Acción para la Democracia Europea y, por lo tanto, tardío y poco novedoso, pero no baladí.
No es baladí regular la publicidad institucional para que sea transparente y se apoye en criterios claros y objetivos, especialmente en una España en la que todavía sigue vigente una norma antiquísima que permite la censura en según qué circunstancias. Evitar la financiación exclusivamente motivada por afinidades ideológicas, la politización descarada de la información, su sumisión a intereses partidarios o empresariales, o la oxigenación permanente de pseudomedios-fantasma que carecen de plantillas y/o suscriptores. Acabar con las noticias falsas, con su multiplicación y su impacto. Abordar el problema que representan los grandes oligopolios mediáticos para el pluralismo informativo y para la competencia. En la Ley europea se contempla, además, la prohibición de espiar a periodistas por medio de tecnologías intrusivas y se propone crear un nuevo Consejo Europeo de Servicios de Medios de Comunicación independiente que vigile su aplicación. Es más, hoy mismo se ha hablado en el Parlamento Europeo de un escudo para la democracia desde el que se articule una red de verificadores de hechos. En fin, nuestro plan sigue siendo limitado y podría ser poco efectivo si no se acompaña de un paquete legislativo de largo alcance que vaya más allá de los medios de comunicación.
La lucha por la democracia tiene que ver, en un sentido mínimo, tanto con la separación de poderes como con su composición y su adecuado ejercicio. Por eso, en la Unión Europea hay que abordar la reforma de los Tratados y en España hay que pensar en clave de constitucionalidad, en sentido amplio; esto es, reformar o derogar leyes orgánicas de gran calado.
En la propuesta de Pedro Sánchez se ha contemplado la posible reforma de la ley Mordaza que es una norma profundamente lesiva aplicada, además, de manera desproporcionada e irresponsable. La ley se activa, sobre todo, en los casos de “desobediencia o resistencia a la autoridad”, “negativa a identificarse”, “alegación de datos falsos o inexactos en los procesos de identificación” o “faltas de respeto y consideración” a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, y basta con la palabra del supuesto agraviado, lo que constituye una anomalía democrática de dimensiones insultantes. En estos años, se ha normalizado el abuso y la impunidad porque es abuso e impunidad lo que la Ley garantiza. Por eso es lamentable y decepcionante que no sea esta la parte de la normativa que se vaya a eliminar.
También genera perplejidad que sigan vigente las sanciones por no comunicar una manifestación adecuadamente antes de su convocatoria o por utilizar imágenes de los cuerpos de seguridad que puedan poner en peligro a los agentes dado que ambas faltas administrativas suponen una amenaza evidente para el derecho fundamental de reunión y para la libertad de información. Si no se defiende con contundencia el derecho a la protesta será fácil que la represión se extienda a espacios antes no colonizados como ya planea hacer Ayuso en las Universidades de la Comunidad de Madrid. Quienes deben velar por nuestros derechos no pueden tener la potestad legal de violarlos. Cuando eso sucede, sean policías o jueces quienes ejecutan semejante papel, el sistema se vuelve disfuncional y solo genera desconfianza, lo que, paradójicamente, alimenta la protesta que se pretende reprimir.
Un plan de regeneración democrática debería incluir también una propuesta que pusiera en valor el papel del Parlamento, mejorara su relación con el gobierno y asegurara la calidad de los debates parlamentarios minimizando el ruido y la voracidad del ego
Mejorar nuestra calidad democrática exige, por eso mismo, garantizar siempre la imparcialidad y la independencia de las personas que interpretan y aplican las normas. Esta es la razón por la que hay que cambiar el sistema de acceso a la judicatura, la formación de los jueces y su promoción o asegurar el cese automático de sus cargos cuando han caducado. Podría pensarse, incluso, en ampliar la participación ciudadana en la administración de justicia, en acciones populares, audiencias públicas en litigios complejos, acciones de incumplimiento para casos de vulneración de un derecho por omisión o en mecanismos de control constitucional ciudadano. En este campo, como en otros, nos está faltando la imaginación jurídica, la audacia y la valentía que vemos en otros lugares… y nos estamos quedando cortos.
Tejer una buena relación entre los poderes del Estado, evitando distorsiones y excesos, es una tarea inacabada a perpetuidad, pero es imprescindible aprovechar las escasas oportunidades que tenemos para dar pasos en la buena dirección. En este momento, quizá habría que pensar también tanto en la omnipotencia del poder ejecutivo como en regular mejor el funcionamiento de la actividad parlamentaria. Nuestra Constitución vino a garantizar más Gobierno y menos Parlamento, haciendo depender del primero la concreción de una buena parte de los preceptos constitucionales que consagraban derechos sociales, y concediéndole unas competencias legislativas de las que se ha abusado en muchas ocasiones a base de “decretazos”. Frente a la Constitución del 31 que establecía un Parlamento unicameral fuerte y un ejecutivo bicéfalo (presidente de la República y Gobierno), la del 78 optó abiertamente por la gobernabilidad (la alternancia de partidos mayoritarios) frente a la legitimidad democrática, consagrando el bicameralismo y el bipartidismo. Hoy no podemos dejar de plantearnos si los equilibrios en el ejercicio del poder político siguen siendo más o menos adecuados que ayer.
El objetivo en un sistema democrático no debería ser nunca el de evitar el pluralismo y el disenso sino el de facilitar la diversidad y el acuerdo, y esto no se logra solo con liderazgos virtuosos, formaciones políticas bien articuladas o posiciones ideológicas razonables. Es imprescindible una arquitectura institucional resiliente y unas reglas procedimentales que garanticen los tiempos que necesitamos para debatir, excluyendo la irracionalidad y el histrionismo. Las negociaciones son necesarias tanto para legislar como para gobernar, pero poco se puede negociar si lo que impera es la velocidad de las redes, el golpe del tuit o anticiparse con el titular de turno. Un plan de regeneración democrática debería incluir también una propuesta que pusiera en valor el papel del Parlamento, mejorara su relación con el gobierno y asegurara la calidad de los debates parlamentarios minimizando el ruido y la voracidad del ego.
Queda mucho por regenerar y todo lo que no se regenera, se degenera. O hay una seria regeneración democrática o habrá una dolorosa degeneración sistemática.
María Eugenia Rodríguez Palop es ecofeminista y profesora de DDHH y Filosofía del derecho en la Universidad Carlos III de Madrid.
Bienvenido el plan de acción por la democracia que ha anunciado Pedro Sánchez porque hace tiempo que lo necesitamos y porque probablemente hoy lo necesitemos más que nunca. Bienvenido, aunque hablamos de un plan focalizado casi exclusivamente en los medios de comunicación que sigue la literalidad de la Ley Europea de Libertad de los Medios de Comunicación, la Directiva de servicios de comunicación audiovisual revisada, la Ley de Servicios Digitales y la Ley de Mercados Digitales, así como el Código de Buenas Prácticas en materia de Desinformación de la UE. Todo previsto ya en el Plan de Acción para la Democracia Europea y, por lo tanto, tardío y poco novedoso, pero no baladí.