Resistir en Twitter, una pasión inútil

Unos días después de la elección de Trump y con la llegada de Elon Musk a la Casa Blanca hubo una desbandada de Twitter hacia Bluesky, fundamentalmente. El contador de esta red social sumaba muchos nuevos usuarios por minutos. Muchas instituciones, periodistas, medios de comunicación, universidades… abandonaban la red de Musk y se pasaban a la mariposa azul de  Bluesky. Se sucedían los debates en las propias redes, o incluso en persona, sobre si debía abandonarse o no Twitter. Hoy, con las aguas más calmadas, el contador de la red azul va mucho más despacio y parece que Twitter sigue siendo inevitable para muchos. 

Tengo muchos amigos y compañeras que no paran de quejarse de que en Twitter les desaparecen seguidores, que les suspenden las cuentas por motivos arbitrarios o injustos o de que cada vez tienen menos visibilidad pero, al mismo tiempo, la mayoría de ellas no se plantean abandonar esta red con el argumento de que hay que resistir, de que no hay que regalar espacios a la extrema derecha. Yo lo veo más bien como un campo de batalla en el que braceamos inútilmente porque Twitter es ya el espacio de la extrema derecha. Nos dejan una esquinita porque les somos útiles como antagonistas, como sacos de boxeo, pero poco más. Estamos absolutamente confundidos si pensamos que esta red (y las de META) son servicios públicos en los que los usuarios puedan exigir nada. Hablamos de empresas privadas en manos de nazis. Fomentan el fascismo, usan todas las interacciones con ese fin y hacen lo que quieran con sus clientes, que no usuarios. De nada vale tener un millón de seguidores en casa de Elon Musk. Mañana te los puede quitar y dejarte con media docena… y no pasa nada porque tiene derecho a ello. Es su empresa, es su red. Puede invisibilizar cuentas con millones de seguidores, puede por supuesto cerrarlas o incluso hackearlas. Son sus normas nazis para expandir el nazismo.  No hay nada que resistir ahí porque es una batalla perdida de antemano. Es una batalla a la que vamos con las dos manos atadas a la espalda y sin esperanza alguna de poder soltarlas. Pero, no obstante, vamos. 

Si las propias plataformas han decidido ponerse al servicio de la extensión del fascismo, lo que hay que hacer no es luchar justo en ese mismo espacio en el que estás obligado a jugar su juego y con sus normas, sino irse, dejar de alimentarlas

Algo parecido ocurre con la violencia a la que son sometidas las mujeres en estas redes. Podemos y debemos denunciarla, organizarnos y combatirla. Además, los poderes públicos deberían legislar para que las denuncias sean efectivas, para que lo que no se puede decir en la calle, no pueda decirse tampoco en las redes. Sin embargo, asumamos que, por ahora, no es posible controlar desde fuera millones de perfiles, muchos de ellos falsos, la mayoría anónimos, en redes que, además, fomentan la existencia de dichos trols, que se alimentan de la existencia de ese odio, que incluso lo fomentan. Si las propias plataformas han decidido ponerse al servicio de la extensión del fascismo, lo que hay que hacer no es luchar justo en ese mismo espacio en el que estás obligado a jugar su juego y con sus normas, sino irse, dejar de alimentarlas. Pero no lo hacemos, preferimos seguir ahí porque dentro de nosotros/as laten pasiones oscuras.  

Decimos, y nos convencemos de ello, que hay que dar la batalla en cualquier campo, pero quizás deberíamos asumir que no hay que dar la batalla en los cuartos de estar o en los dormitorios de los capos de la extrema derecha, en los patios traseros de sus chalets, en sus cocinas. Quizás deberíamos decirnos que los espacios a defender son aquellos que son un poco nuestros y no podemos permitirnos perder: la calle, los medios, los parlamentos, los sindicatos, los espacios culturales, las organizaciones etc.

Podemos luchar para que no pongan vallas en una plaza pública, para que no asfalten un parque, para que no privaticen un servicio, pero por ahora no parece lógico empeñarnos en que la empresa de un fascista funcione con otras normas que las que él mismo impone. Es su terreno, es su casa, su oficina, sus normas. Y mientras, les alimentamos, les proporcionamos lo que buscan, la posibilidad de expandir su fascismo, su violencia. Somos el cebo, somos el alimento y somos la digestión; desde luego, somos su producto y sus ganancias, materiales y simbólicas. Lo lógico sería buscar redes con moderación y que procuren que el algoritmo sea más justo. Lo normal sería organizarse para exigir que existan redes públicas o que las redes sociales sean consideradas servicios públicos sujetos a leyes que otorguen derechos a los usuarios y que se rijan por reglas que impongan derechos y obligaciones. Pero no salimos de Twitter y no premiamos tampoco a esas empresas que ofrecen redes más justas. 

Tengo la sensación de que algo de Twitter está ya inoculado en el alma de todos nosotros y nosotras; yo diría que nos consume una pasión inútil, una pasión neoliberal de la que no podemos escapar

Quizá es que nos va la marcha. He leído algunos artículos que se quejan de que el problema con Bluesky es que esta red es demasiado apacible, bienintencionada, no hay vidilla; que no hay bronca, vamos. En estos artículos u opiniones (expresadas en Twitter, naturalmente) se percibe un cierto menosprecio hacia quienes hemos preferido la paz de Bluesky a la guerra de la que venimos. Y cuando he leído estos artículos he percibido un tono macho bajo las palabras irónicas; un tono canallita, un “yo no me arrugo por unos cuantos trols, eso es de nenazas”. Pienso que es significativo del momento neofascista que vivimos que se haya naturalizado que es divertido, o incluso necesario para hacer política, vivir en el fango ético que permanentemente busca dar un zasca, humillar a otros, señalar públicamente o linchar mientras se nos impone la obligación (obligación viril, diría yo) de aguantar a quienes nos insultan, nos gritan o buscan humillarnos. Esa es la vidilla y la política que hacemos ahora, aunque provoque ansiedad, depresión, tristeza, apatía y aunque, en realidad, nos aleje del debate público y político (especialmente a las mujeres, pero no sólo); aunque saque a pasear el fascista que todos llevamos dentro y que muchos sabemos que hay que domar con política, justicia y cultura. Tengo la impresión, leyendo algunos artículos y algunas razones, de que para algunos estar en Twitter es como hacer la mili: es un asco, pero te hace un hombre. Como decía Gila después de una fiesta de pueblo que se descontroló: “me habéis ‘mataos al chico, pero lo que nos hemos reído…”. Pienso que este ecosistema político y cultural no es democráticamente soportable, pero no somos capaces de abandonarlo porque nos hemos fundido con el mismo. 

No hay viralidad en Bluesky, dicen los yonkis de esa misma viralidad. Podría ocurrir que la viralidad apareciera en Bluesky cuando esta red tuviera cientos de millones de usuarios, pero también podría ser que la viralidad no fuera tan importante. A lo mejor lo importante de las redes es, precisamente, lo que buscábamos antes y ya no existe: información fidedigna y contactos que nos importaran, que fueran significativos. Las redes servían para informarnos, leernos, encontrarnos. Ahora mismo tenemos a decenas de medios de comunicación alimentándose de tuits a cual menos importante, menos necesario, menos interesante o más falso; lo que tenemos es un ecosistema repleto de opiniones basura en lugar de información. Toda esa supuesta viralidad no es nada y es engañosa. Y lo es porque más allá del contenido (al fin y al cabo, allá cada cual con lo que aguante y con lo que diga) existe el peligro cierto de terminar pensando que ganar una guerrilla en redes es ganar algo en la calle y que tener fuerza en las redes tienen alguna relación con tenerla en la vida real. Lo cierto es que es posible tener un millón de seguidores y un 1% de votos. Escribir en Twitter no es hacer política. Si bajamos el tono conscientemente, además de que seguramente sea mejor para nuestra salud democrática y personal, podremos contemplar el paisaje político tal como es y no tal como las redes nos enseñan a verlo. Rebajar el tono, por cierto, no tiene nada que ver con rebajar la firmeza de los argumentos. 

No es que Bluesky no tenga sus haters o que sea el paraíso digital y un espacio de democracia y concordia. Pero, al menos por ahora, la empresa se esfuerza por mantener una higiene mínima: moderación, neutralidad del algoritmo y mantenimiento de la plataforma dentro de unos mínimos cívicos. Lo lógico sería premiar esos esfuerzos. Pero no podemos porque estamos poseídos por pasiones neoliberales y por pasiones viriles. Porque lo importante es tener cientos de miles de seguidores aunque no se convenza a una sola persona que piense diferente. Porque lo importante es gritar, tener más, ser más fuerte, menos débil, aguantar, dar el zasca más grande ante el que cientos de seguidores pondrán el mismo tuit: “Este zasca se ha escuchado a miles de kilómetros”. Y millones de aplausos con manitas de aplausos, y la dopamina por las nubes. 

Reconozco que voy y vengo pero estoy convencida de que el futuro de la democracia no se va a librar en Twitter, sino en espacios en los que se pueda hablar y respirar. Y para que sean efectivos, además, tienen que ser presenciales, pero ese es otro tema. Tengo la sensación de que algo de Twitter está ya inoculado en el alma de todos nosotros y nosotras; yo diría que nos consume una pasión inútil, una pasión neoliberal de la que no podemos escapar. 

Más sobre este tema
stats