¿Qué significa resistirse al ahorro energético?

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El Gobierno, en el contexto de crisis de recursos energéticos debido a la guerra de Ucrania, ha aprobado un paquete urgente de medidas de ahorro energético, como fomento del teletrabajo, limitación de las temperaturas máximas en aire acondicionado y calefacción en edificios públicos, estaciones o comercios y regulaciones de a la iluminación de escaparates y espacios públicos. Sin sorprender a nadie, una de las primeras reacciones de discrepancia ha sido la de Isabel Díaz Ayuso, que afirmó en Twitter que “Madrid no se apaga” y que estas medidas generan “oscuridad, pobreza, tristeza”. Ayuso continúa así la estrategia que ya aplicó en la pandemia: apelación a la libertad individual como piedra de toque de toda la vida social. Más allá de esto, que claramente se encuadra en el programa de atomismo social e individualismo señero del neoliberalismo del PP madrileño, vale la pena detenerse en el tipo de reacción de resistencia que este tipo de medidas puede provocar.

La crisis climática y el problema de la sostenibilidad de los hábitos de producción y consumo de las primeras economías son problemas que reclaman solución desde mucho antes

Por un lado, como es el caso con la reacción de Ayuso, se siente que estas medidas vulneran la “libertad individual”, entendida dicha libertad, en un concepto sumamente banal y vulgar, como hacer cada uno lo que le da la gana ­­una comprensión bien tosca de un concepto tan esencial para nuestra moderna conciencia política, pero eso daría para otro artículo. Por otro lado, este tipo de intervenciones son recibidas como si trataran de regular un espacio que debería dejarse al arbitrio personal, al tratarse de hábitos cotidianos que podrían calificarse de privados: qué temperatura hace en nuestra casa o a qué hora nos apetece mirar un escaparate. En todo caso, se instala una premisa no tematizada: que lo que atañe a los hábitos de consumo o del uso de la energía son temas privados. Ahora bien, y como ocurre con todas las cuestiones que afectan al uso de recursos naturales y energéticos, tienen ciertamente repercusiones en nuestros hábitos cotidianos, pero no por ello son cuestiones privadas. Pues atañen al uso de recursos que constituyen lo más común que tenemos, que es el planeta. Y, por eso, la decisión sobre su uso es ya inmediatamente política: que el uso sea uno u otro tiene consecuencias determinantes sobre el medio ambiente y sobre nosotros como sus habitantes. Ocurrió lo mismo cuando se empezó a legislar sobre cuestiones que afectaban a lo social o lo familiar. Como dijo Aristóteles, la polis es lo primero, y lo que ocurra y se decida en ella es el telón de fondo sobre el que se dibuja qué puede o no ocurrir en nuestros ámbitos privados.

En este caso, el desencadenante ciertamente ha sido una cuestión puntual: la crisis desatada por el conflicto entre Ucrania y Rusia. Y, a pesar de eso, aunque Teresa Ribera ha presentado su paquete de medidas como una intervención urgente y puntual, debido a esta coyuntura geopolítica, ello ha bastado para generar reacciones como la de Ayuso, que considera que se está vulnerando la “libertad”. Pero el problema es mucho más grave, y va mucho más allá de la actual coyuntura: la crisis climática y el problema de la sostenibilidad de los hábitos de producción y consumo de las primeras economías son problemas que reclaman solución desde mucho antes. En esta cuestión, nos hallamos con una de las manifestaciones más evidentes de la tensión entre individuo y estructura: como individuos, no nos alcanza la imaginación, la sensibilidad, para apenas representarnos las consecuencias de un estado de cosas que tiene consecuencias estructurales literalmente planetarias, que afecta a la sostenibilidad de la vida sobre la Tierra y que determinará el futuro del planeta no ya a años, sino a décadas o siglos vista.

Aquí, de repente, una cuestión coyuntural, como el estallido de una guerra y sus consecuencias sobre las políticas comerciales de cada país, nos ha puesto ante los ojos el problema de fondo: la crisis de sostenibilidad ecológica de nuestro modelo. Ya no podemos mirar para otro lado. Sería tramposo reducirlo a un problema coyuntural; y sería una ganancia si se normalizara el debate político sobre dicha crisis y la introdujese definitivamente en la agenda política. 

El Gobierno, en el contexto de crisis de recursos energéticos debido a la guerra de Ucrania, ha aprobado un paquete urgente de medidas de ahorro energético, como fomento del teletrabajo, limitación de las temperaturas máximas en aire acondicionado y calefacción en edificios públicos, estaciones o comercios y regulaciones de a la iluminación de escaparates y espacios públicos. Sin sorprender a nadie, una de las primeras reacciones de discrepancia ha sido la de Isabel Díaz Ayuso, que afirmó en Twitter que “Madrid no se apaga” y que estas medidas generan “oscuridad, pobreza, tristeza”. Ayuso continúa así la estrategia que ya aplicó en la pandemia: apelación a la libertad individual como piedra de toque de toda la vida social. Más allá de esto, que claramente se encuadra en el programa de atomismo social e individualismo señero del neoliberalismo del PP madrileño, vale la pena detenerse en el tipo de reacción de resistencia que este tipo de medidas puede provocar.

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