Con cierta frecuencia recuerdo algunos titulares o artículos o voces que se preguntan por qué seguimos teniendo hijos si, digamos, “te complica la vida”, “te corta las alas”, “quién se lo puede permitir”, “es imposible con el trabajo y el coste de todo”. Son frases válidas, pero que no alcanzan. En semanas como todas, pero en semanas especialmente como esta, cuando el mundo muestra su grotesca incapacidad para dejar de ser un infierno él mismo, como escribía Alejandra Pizarnik, tener el privilegio de compartir la vida con un niño es un suministro de resistencia y esperanza como no conozco otro.
A lo largo de los siglos y las catástrofes acaecidas y autoinfligidas por el ser humano, las personas han seguido confiando en que a pesar de todo merece la pena traer a este mundo a criaturas que durante unos años no saben todavía lo difícil que es. Asistir en primera línea, aunque ya no en primera persona, a ese tiempo irrepetible hace que tú también puedas olvidar el peso durante algunos destellos. Para mi hijo no hay atascos, los coches están haciendo un tren. Su lógica es brillante e irreproducible para la contaminada mente adulta. Si pudieran escribir con tres y cuatro años, los que nos dedicamos a esto no tendríamos nada que hacer.
De todas las hipocresías, vergüenzas, injusticias y atrocidades que nos ofrece minuto a minuto el mundo, la más insoportable es las agresiones contra sus niños, porque los niños, y en ellos reside, son la vida que siempre se abre paso
La cadena Al Jazeera retransmitió el discurso de Joe Biden en la Asamblea General de Naciones Unidas con la pantalla dividida en tres. Plano principal, el presidente del país más poderoso del mundo pronunciando unas palabras frías, átonas, sordas al grave momento que vivimos. Los otros dos planos mostraban las matanzas de Israel contra la población civil en el Líbano y a las familias huyendo con apenas nada encima y sus hijos de la mano. Huyendo a Siria, si necesitamos una medida de la desprotección e inseguridad total a la que se enfrentan.
Una magia que te hace vivir con un niño es que de repente los ves a todos, en todas partes. En los entornos adultos de trabajo y ocio es fácil olvidarse de que existen, existen sus familias, tienen necesidades propias, merecen el mayor cuidado. Es fácil olvidarse, en los grandes salones donde la moqueta está impoluta, que en esa operación de los buscas de Israel, narrada en ocasiones como si fuera cine y no horror, murieron también niños y que cada una de sus muertes apaga un poco el mundo y lo devuelve a ser él mismo un infierno.
Los niños de tres, cuatro, cinco o siete años tienen el mismo poder iluminador en todas partes, va en su naturaleza, no en la geografía. De todas las hipocresías, vergüenzas, injusticias y atrocidades que nos ofrece minuto a minuto el mundo, la más insoportable es las agresiones contra sus niños, porque los niños, y en ellos reside, los niños son la vida que siempre se abre paso.
Con cierta frecuencia recuerdo algunos titulares o artículos o voces que se preguntan por qué seguimos teniendo hijos si, digamos, “te complica la vida”, “te corta las alas”, “quién se lo puede permitir”, “es imposible con el trabajo y el coste de todo”. Son frases válidas, pero que no alcanzan. En semanas como todas, pero en semanas especialmente como esta, cuando el mundo muestra su grotesca incapacidad para dejar de ser un infierno él mismo, como escribía Alejandra Pizarnik, tener el privilegio de compartir la vida con un niño es un suministro de resistencia y esperanza como no conozco otro.