No puedo olvidar el morbo del primer mitin al que me mandaron, en Alcalá de Guadaíra, en Sevilla, a principios de los 2000. Felipe González y Alfonso Guerra iban a coincidir después de mucho tiempo en la tierra de Carmen Hermosín, una de las de retratadas en blanco y negro en la foto de la tortilla. Esas referencias ya sonaban lejanas en esas fechas para una periodista recién aterrizada, sorprendida aquel domingo por la emoción en los ojos vidriosos de los mayores de lugar. Los dedos como raíces abrazadas a la bandera de Andalucía y el corazón al abrigo del verbo suelto y vibrante de Felipe, aquel que les había dado lo que nunca tuvieron. No hacía falta hacer preguntas para entender. Guerra no habló aquel día, pero lo buscaban. “Está allí sentado, ¿no lo ves?”, se decían con regocijo. El auditorio se cayó cuando González se dirigió a él con unas cuantas palabras de compromiso que nos sirvieron de aliño en las crónicas del periódico del día siguiente. Hace más de 20 años, eso ya eran textos para nostálgicos.
Me acordé de esa frialdad entre ambos hace un año, también en Sevilla, en el homenaje que organizó el PSOE por el 40 aniversario de la primera victoria socialista de 1982. Guerra se ausentó porque inicialmente Ferraz no lo había invitado. González no se ahorró la puya: “Trato de buscar y lamento no conseguirlo, a este personaje singular que levantaba mi mano en la ventana del Palace”. Aquello fue una celebración para mayor gloria del expresidente pero él no tuvo ni una palabra de reconocimiento para el presidente que acababa de salir de la pandemia y hacía frente a una brutal crisis de inflación por los efectos de la guerra. Pedro Sánchez, que en 2021 convirtió el 40º Congreso del PSOE en una fiesta de reconciliación, con todos los ex secretarios generales juntos y pasillo de honor a Felipe González. Es cierto que Sánchez no es un líder que haga partícipe de sus decisiones a casi nadie, huye de las tutelas tras su primera experiencia como líder del PSOE pero, desde que llegó a la Moncloa, ha intentado hacer gestos a los “padres fundadores” (Adriana Lastra dixit) que jamás han sido correspondidos. Por cierto, que González y Guerra ya habían roto cuando Lastra todavía estaba en EGB.
Quizá Pedro Sánchez no vio venir que pasaría a la historia por cerrar la brecha más profunda del PSOE tras la Transición, la ruptura entre ambos. Hoy vuelven a ejercer como tándem antisanchista para estupor de la gran mayoría del partido que, a la espera de conocer los términos de la investidura, quiere gobierno. El conjunto de la organización es muy consciente de que se juegan el futuro y que, tras haber perdido comunidades y ayuntamientos, la continuidad en el Ejecutivo central es casi un todo o nada para el PSOE, orgulloso de la gestión de la pasada legislatura contra todo pronóstico.
Quizá Pedro Sánchez no vio venir que pasaría a la historia por cerrar la brecha más profunda del PSOE tras la Transición, la ruptura entre González y Guerra. Hoy vuelven a ejercer como tándem antisanchista para estupor de la gran mayoría del partido
Quienes ahora están en las sedes socialistas no siguen a González y Guerra porque en muchos casos no les entienden. La abuela de algunos de ellos tenía un retrato de Felipe en el álbum de fotos pero el partido ha evolucionado como lo ha hecho la sociedad. “A los dirigentes de los años 30 no les habría parecido bien Suresnes y si el proceso constitucional hubiese sido perfecto hoy no tendríamos estos problemas. Felipe y Guerra dejaron mucho por hacer”, reflexiona un militante andaluz. Hay muchos socialistas inquietos por el precio de la investidura, preocupados por cómo salgan las siglas de la negociación con Carles Puigdemont, pero que se sienten totalmente ajenos al llamamiento de las viejas glorias, que no remaron en la campaña a vida o muerte del 23J. Como Rodríguez Zapatero se echó las elecciones a la espalda, los silencios fueron aún más clamorosos.
Al extrañamiento de los jóvenes se suma la pesadumbre de parte de la generación que batió los huevos y echó la sal a esa tortilla de la foto icónica (aunque, todo sea dicho, nunca hubo tortilla). Los dirigentes que hicieron posibles las mayorías absolutas del PSOE y la transformación de este país tras la dictadura asisten a la ofensiva con tristeza, malestar o perplejidad. Coinciden en el diagnóstico: la vieja guardia crítica no asume su pérdida de influencia en el partido. Todos ellos estuvieron en el mismo barco apoyando a Susana Díaz frente a Pedro Sánchez en 2017 y hubo quienes se sumaron el pasado mes de julio a manifiestos en defensa de las siglas socialistas. Ahora, más o menos cómodos con las negociaciones de Sánchez, lamentan que sus principales referentes, sus viejos amigos, se presten al juego de la misma derecha que les acusó de haber matado a Manolete.
Ya pasó el tiempo en el que González y Guerra, juntos o por separado, funcionaban como un talismán. Esta sociedad es muy distinta, el electorado del PSOE es otro y la relación con las bases ya no es la misma. Es más, gran parte de la victoria de Sánchez en las primarias de 2017 se debe al despliegue de los veteranos del PSOE en su contra. Los excesos para sacarlo de Ferraz le auparon entonces al liderazgo del partido y los excesos de la derecha movilizaron el voto progresista a su favor el pasado 23 de julio. Cuanto más feroces son los ataques, más lo fortalecen y más cohesionan al partido. Quienes están ahora en el día a día del PSOE tienen muy claro que hace un par de meses sumó casi un millón de votos más en medio de un fuego apocalíptico. ¿A quién se van a encomendar? No hay memoria del pasado que pueda con las circunstancias del presente.
No puedo olvidar el morbo del primer mitin al que me mandaron, en Alcalá de Guadaíra, en Sevilla, a principios de los 2000. Felipe González y Alfonso Guerra iban a coincidir después de mucho tiempo en la tierra de Carmen Hermosín, una de las de retratadas en blanco y negro en la foto de la tortilla. Esas referencias ya sonaban lejanas en esas fechas para una periodista recién aterrizada, sorprendida aquel domingo por la emoción en los ojos vidriosos de los mayores de lugar. Los dedos como raíces abrazadas a la bandera de Andalucía y el corazón al abrigo del verbo suelto y vibrante de Felipe, aquel que les había dado lo que nunca tuvieron. No hacía falta hacer preguntas para entender. Guerra no habló aquel día, pero lo buscaban. “Está allí sentado, ¿no lo ves?”, se decían con regocijo. El auditorio se cayó cuando González se dirigió a él con unas cuantas palabras de compromiso que nos sirvieron de aliño en las crónicas del periódico del día siguiente. Hace más de 20 años, eso ya eran textos para nostálgicos.