El 23 de noviembre de 1975, Francisco Franco era enterrado en el Valle de los Caídos con honores militares y de jefe de Estado, aclamado por miles de personas y con la presencia de autoridades de gobierno y del príncipe de España, Juan Carlos de Borbón. Más de cuatro décadas después, tan sólo una veintena de familiares acudieron a la exhumación y traslado de los restos del dictador al panteón de Mingorrubio con la única presencia de un miembro del Gobierno, la ministra de Justicia Dolores Delgado, en su condición de Notaria Mayor del Reino.
Entre ambas imágenes, un mundo. Para muchos, la muerte del dictador representaba el fin de la dictadura y el inicio del camino hacia la democracia, que tuvo que sortear inmensos obstáculos, entre ellos un nuevo intento de golpe de Estado. Hoy, el traslado del dictador desde su lugar de exaltación a un entorno privado se ha presentado desde sectores conservadores –y supuestamente, no tan conservadores– como una forma de abrir heridas, de mirar más al pasado que al futuro y de querer dividir al país.
En el largo proceso de exhumación de Franco, España se ha enfrentado de nuevo a su pasado y ha puesto sobre la mesa la percepción que tenemos sobre nuestra historia, que para muchos todavía es presente. Justo ahora que se acaban de cumplir 44 años de la muerte del dictador, su figura ha vuelto a sobrevolar la política nacional y, de hecho, se ha colado con fuerza en el Congreso de los Diputados por parte de aquellos que dicen no querer mirar al pasado, pero que recurren a la historia de forma interesada para rememorar figuras como Don Pelayo, el Cid Campeador, los Reyes Católicos o Blas de Lezo, y a la exaltación de procesos históricos que supuestamente representan la nostalgia de un pasado glorioso, como la Reconquista.
Para la mayoría de las generaciones más jóvenes, algunas de estas referencias históricas son tan solo personajes y acontecimientos que han tenido que estudiar en algún momento para aprobar un examen o que se encuentran representados en algunas plazas de sus pueblos y ciudades, vistas como vestigios de un pasado que ignoran y que sirven para hacerse algún que otro selfie.
Y no nos engañemos, lo mismo ocurre con el franquismo, ese período que parece muy lejano y del cuál hemos oído hablar, pero que desconocemos totalmente a pesar del gran impacto que tiene en la sociedad en la que vivimos. Es habitual encontrar entre estos jóvenes quienes consideran que la dictadura fue un período autoritario, en el que hubo excesos, pero que también hubo cosas buenas –nos salvó del comunismo, había trabajo, orden y seguridad–, lo que implícitamente representa un triunfo póstumo del franquismo y una derrota del sistema democrático que, apoyándose en el consenso de la Transición, relegó su presencia en las escuelas y en las conversaciones familiares como algo sobre lo que era mejor no hablar. Por el camino, la desmemoria de un fallido golpe de estado contra un gobierno elegido democráticamente en las urnas, una guerra civil de casi tres años, miles de muertos de los dos bandos, un país devastado, más de medio millón de exiliados, miles de represaliados una vez finalizada la guerra, una dictadura de casi cuatro décadas y, no menos importante, el robo de la identidad nacional solo para la mitad vencedora de la guerra civil.
En España todavía es frecuente identificar la bandera nacional y reafirmar la identidad española con ser un facha. Llevar una bandera constitucional que legalmente representa a todos los españoles no debería ser motivo de disputa de la identidad nacional, lo que debería llevarnos a replantearnos nuestra excepcionalidad a través de la historia. Como ejemplo, en los últimos meses hemos podido comprobar cómo en las numerosas manifestaciones en países europeos y latinoamericanos, los partidos políticos y ciudadanos de las distintas tendencias políticas enarbolaban las banderas nacionales sin que nadie cuestionara su identidad. En cambio, en nuestro país, muchos jóvenes que exaltan su condición patriótica han encontrado en los partidos de extrema derecha y en el imaginario del franquismo un lugar en el cual identificarse. Pero no porque sean fervientes franquistas, sino por una cuestión simbólica que choca con el desconocimiento que muchos tienen de la dictadura mientras disfrutan de los derechos y libertades de la democracia.
Por otro lado, respecto al uso y exaltación de algunos de los personajes y acontecimientos históricos señalados anteriormente, es conveniente recordar que forman parte de la historia común de nuestro país, no tan sólo de una parte. Independientemente del conocimiento que tengamos sobre ellos, son procesos históricos que han ido moldeando nuestro presente, pero que deben contextualizarse en su época. Décadas de dictadura y la dejadez democrática han permitido que se apropien de ellos los que miran con nostalgia al pasado, que a su vez son los mismos que desprecian nuestra historia cuando afirman que el pasado no importa –solo para los aniversarios de exaltación patriótica– y que nos invitan a mirar a un futuro… prometedor. Una democracia consolidada debe mirar de frente a su pasado para reconocer y superar esos miedos que pueden cuestionar nuestros valores democráticos. No se trata de remover el pasado, se trata de conocer nuestra historia, que nos pertenece a todos, y no permitir que el olvido nos lleve a repetir los errores del pasado.
A las generaciones que hemos vivido siempre en democracia, nos parece un hecho consustancial disfrutar de los derechos civiles y políticos de los que hoy en día disfrutamos –con todos los defectos que queramos señalar– a pesar de que son muy recientes y una excepcionalidad en la historia de la humanidad. Pero al desconocer de dónde proceden y como se han conquistado, podemos ponerlos en riesgo sin ser conscientes de las repercusiones que ello puede tener, despreciando de esta manera los terribles esfuerzos que miles de personas realizaron para que hoy España sea una democracia, imperfecta, pero desarrollada.
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Actualmente los jóvenes tenemos que hacer frente a problemas políticos, sociales y económicos de nuestra época, que no son pocos. Pero sin duda, la larga crisis social y política catalana y el cuestionamiento de la unidad nacional ha marcado un punto de inflexión para muchos de éstos jóvenes, en el que la incapacidad de respuesta del actual sistema democrático y el desencanto por un futuro incierto, ha comportado que muchos jóvenes hayan buscado –y encontrado– en un pasado idealizado los referentes que no tienen en la actualidad. A pesar de esto, también es preciso señalar que no es una cuestión exclusiva de España, sino que en los últimos años estamos siendo espectadores de cómo las democracias occidentales no están ofreciendo respuestas y oportunidades a las demandas juveniles –y no tan jóvenes– y se ha producido una vuelta al nacionalismo como un intento de solución a los desafíos de nuestro tiempo.
No se trata, pues, de despreciar todo el proceso que nos ha traído a la consolidación de la democracia, pero si de aceptar que el olvido impuesto por la Transición, que ha servido durante décadas, ahora se muestra caduco y no tiene respuestas para los desafíos actuales. La inaceptable falta de memoria y de conocimiento que los jóvenes tenemos de nuestro propio país tiene un precio, y es el que estamos pagando como sociedad. Durante el último año se han publicado decenas de libros y artículos que plantean cuestiones que se creían superadas, como replantearse que es el fascismo o intentar edulcorar determinados discursos de odio –véase cualquier tertulia de ‘expertos’ políticos que han aflorado en los últimos tiempos y que tenemos la suerte de disfrutar a todas horas–. Pero una democracia fuerte, consolidada, no puede permitirse ser dubitativa por más tiempo frente a la dictadura franquista ya que puede llegar a corroer los pilares sobre los que se asienta nuestra democracia y nuestro futuro como sociedad.
A pesar de la distancia temporal, entre las imágenes del entierro de Franco y su exhumación el mes pasado –que el golpista Tejero pueda asistir a la inhumación del dictador a gritos de ¡Franco, Franco! es un anacronismo a las puertas del año 2020–, los jóvenes no tenemos conocimiento de cómo hemos llegado hasta aquí, sino hagan la prueba y atrévanse a preguntar. En una época en la que tenemos toda la información disponible a un solo click, nos da pereza conocer nuestra propia historia si ésta no se puede contar en 280 caracteres o en una serie de Netflixclick. El vacío existente, por parte de varias generaciones, sobre nuestra historia es ya una brecha insalvable y podría ser uno de los talones de Aquiles del actual sistema democrático –y de nuestros derechos– a medio y largo plazo, por lo que es urgente reconsiderar el conocimiento que tenemos de nuestro país. No podemos permitir que las raíces democráticas se pudran mientras miramos a otro lado y dejamos paso a los que les gustaría devolver a España a una de las páginas más negras de la historia europea del siglo XX.
El 23 de noviembre de 1975, Francisco Franco era enterrado en el Valle de los Caídos con honores militares y de jefe de Estado, aclamado por miles de personas y con la presencia de autoridades de gobierno y del príncipe de España, Juan Carlos de Borbón. Más de cuatro décadas después, tan sólo una veintena de familiares acudieron a la exhumación y traslado de los restos del dictador al panteón de Mingorrubio con la única presencia de un miembro del Gobierno, la ministra de Justicia Dolores Delgado, en su condición de Notaria Mayor del Reino.