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Carta abierta al obispo de Alcalá

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Excelentísimo y Reverendísimo Señor. No sabe cómo le agradezco la publicación, en la página web de su diócesis, de un escrito en el que comenta la retirada de la reforma de la ley del aborto. Me refiero al texto titulado “Llamar a las cosas por su nombre”, aparecido el 24 de septiembre de 2014. Se le nota irritado con la decisión del Gobierno, indignado incluso. Es comprensible. Eran muchas las esperanzas que tenían puestas en esa ley, la más dura, autoritaria y restrictiva de la democracia. Sin embargo, esa ira que usted siente ante el abandono del proyecto que preparaba el ex ministro Gallardón no justifica las gravísimas acusaciones que profiere en su texto. Cualquier hijo de dios puede tener un momento de cólera, de odio al semejante, y realizar afirmaciones de las que luego arrepentirse; usted, en cambio, ha meditado sus palabras, las ha plasmado en un artículo bien pensado, ordenado y razonablemente coherente. Así quedará por los siglos de los siglos.

Por eso he querido comenzar mi carta agradeciéndole su sinceridad, esas palabras que le salen, indudablemente, de lo más profundo de las entrañas. Llamando a las cosas por su nombre nos aclara muchas más a los ciudadanos y nos permite conocerle tal cual es, sin tapujos ni falsedades: nos muestra lo que hay en el fondo de su alma.

No es mi intención discutirle cuestiones de fe o de dogma, ese conjunto de creencias que ustedes, los obispos, han construido en torno a la figura de Cristo. Usted puede pensar como quiera, defender las ideas que desee, por muy extrañas que a los demás nos parezcan: es libre de creer que una bellota es en realidad un árbol, que la Santísima Trinidad existe o que una blástula es un ser humano. Lo que no parece de recibo es que trate de imponer sus concepciones a los demás, que descalifique, con la gravedad con la que lo hace, a las personas que no piensan como usted. No demuestra una actitud muy cristiana, ¿no cree?

Usted dice respetar a las personas, escribe que no las juzga. Permítame que lo ponga en duda. Afirmar que las asociaciones gais y lesbianas han “infectado” a “todos los partidos políticos” y a los “sindicatos mayoritarios” con sus ideas enfermizas no parece una actitud muy respetuosa hacia sus personas; considerar que “los partidos políticos mayoritarios se han constituido en verdaderas «estructuras de pecado», que “nos encontramos ante una verdadera crisis de civilización”, parecen juicios de valor bastante rotundos, apocalípticos diría yo: descalifican a toda la sociedad simplemente porque una mayoría de ciudadanos no comparte sus puntos de vista. ¿Se da cuenta, Monseñor, de lo dogmático de sus apreciaciones?

Del mismo modo, sostener que el aborto es un asesinato, que quienes están a favor de legislar sobre esta materia son unos criminales de la peor calaña, y que no sólo merecen la cárcel, sino también arder para siempre en los fuegos del infierno, parece una sentencia bastante expeditiva, poco respetuosa con quienes defienden posturas diferentes a la suya, ¿no le parece? No diga entonces que respeta a las personas. Usted las desprecia y las condena directamente al infierno.

Su posición sobre el tema que nos ocupa queda clara desde el primer párrafo. La ley del aborto de Gallardón, considerada hasta por la prensa occidental más conservadora un retroceso inadmisible en los derechos y libertades de las mujeres, era un mal menor para ustedes. Representaba un mero intento de “«limitar» cuantitativamente el «holocausto silencioso» que se está produciendo”. Para la Conferencia Episcopal, como usted escribe, “ninguna ley del aborto es buena”, no puede haber ninguna norma que regule algo que su pluma califica de “crimen abominable”. Una vez que la mujer queda embarazada, cualquier interrupción voluntaria de ese proceso, aunque sea un día después, es un asesinato, “el crimen más execrable”. Y les importa poco que un espermatozoide penetre en el óvulo a consecuencia de una violación. Esa mujer, aparte de violada, maltratada y humillada, es para ustedes una asesina, una filonazi; es responsable del “«holocausto» más infame”. Así califica usted a quienes defienden que el aborto es un derecho de la mujer: compara sus reivindicaciones con “los trenes de Auschwitz, que conducían a un campo de muerte”. Es difícil expresar tanto odio en tan pocas palabras.

Pero su intolerancia no es sólo inadmisible en un Estado de Derecho; sus ideas sobre la vida en sociedad presentan profundas carencias democráticas. Usted afirma, como si acabara de descubrirlo, que el Partido Popular es liberal. Me pasma su revelación, pero no porque se acabe de dar cuenta de ese hecho, sino porque emplea el vocablo como si fuera un insulto, como si se tratara del peor de los pecados: “Ha llegado el momento de decir, con voz sosegada pero clara, que el Partido Popular es liberal”. Gravísima acusación. Con ella expresa con claridad que su ideología no sólo es predemocrática, sino reaccionaria, propia de los obispos del siglo XIX: ellos también pensaban, como usted, que el liberalismo era la herejía, que era la causa de todos los males. También pensaban que el liberalismo podía ser considerado como un mal menor, algo que había que soportar hasta que, como afirma Raymond Carr, la unidad católica se impusiese bajo la forma de un Estado confesional. Usted también espera la llegada de ese momento. ¿Piensa que exagero, Reverendísimo Señor?

Usted considera que “la posibilidad de regenerar los partidos políticos mayoritarios” no conduce a ningún sitio: “Hasta ahora esos intentos han sido improductivos”. Ante esta situación hace “una llamada a promover iniciativas políticas que hagan suya, integralmente, la Doctrina Social de la Iglesia”. Usted desea que aparezcan “nuevos partidos o plataformas que defiendan sin fisuras” asuntos como la justicia social y la atención a los pobres, pero también “el derecho a la vida, el matrimonio indisoluble entre un solo hombre y una sola mujer, la libertad religiosa y de educación”. Usted quiere imponernos un Estado confesional, monseñor; como quiere imponernos una ley del aborto retrógrada que convierta a la mujer en una asesina. No defiende el diálogo, la moderación o la templanza, sino la imposición; el consenso, como explica en su artículo refiriéndose a las declaraciones de Mariano Rajoy, le trae absolutamente sin cuidado. Quiere imponernos su doctrina a la fuerza, y eso no tiene perdón de dios.

A quien no piensa como usted lo ningunea, lo considera un ser inferior, que debe ser reprendido y enseñado convenientemente: “La Iglesia Católica, Madre y Maestra, en orden de proteger al inocente no-nacido e iluminar las conciencias oscurecidas…”. Así es: quienes no comulgan con sus ideas tienen las conciencias ennegrecidas o inmaduras (“la maduración de las conciencias no es empresa fácil”), y están del lado del mal, de “una diabólica síntesis de individualismo liberal y marxismo”. ¿Ve? El diablo vuelve a aliarse con el liberalismo. Tenemos, pues, la eterna lucha del bien contra el mal. Y claro, la Iglesia, “siempre desde la verdad” y con usted a la cabeza, tiene como horizonte, “por la gracia de Dios”, “la victoria del bien”. Cómo me recuerdan sus palabras a estas otras: “«Nosotros queremos una España católica». España católica de hecho, hasta su entraña viva: en la conciencia, en las instituciones y leyes, en la familia y en la escuela, en la ciencia y el trabajo, con la imagen de nuestro buen Dios, Jesucristo, en el templo, en el hogar y en la tumba”. Las pronunció Isidro Gomá en 1937, cardenal primado de España durante la Guerra Civil. Estoy seguro de que lo conoce. Él también hablaba desde la verdad.

Para encontrar la paz y la verdad debemos entonces obedecer sus dictados, asentir sin más a lo que sus Excelentísimos y Reverendísimos Señores nos digan. Nuestras inmaduras conciencias, poseídas por el demonio, no están preparadas para conocer la verdad que usted personifica. Para usted y los suyos los enemigos del hombre son conocidos desde antiguo. Cuando la mujer, debido a su amistad con Satanás, le dio a probar al hombre los frutos del árbol prohibido todo se vino abajo: desde entonces el conocimiento, el sexo y el demonio están tentando constantemente la pureza del varón. Y la culpa de todos los males que asolan a la humanidad las tienen ellas, las descendientes de Eva.

Reflexione sobre este asunto y piense que el mal no sólo lo encarnan ellas. Piense en estas conocidas palabras de Cristo: “El que acepta en mi nombre a un niño como éste, a mí me acepta (…) Pero aquel que sea causa de pecado para uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le arrojaran al fondo del mar con una piedra de molino atada al cuello” (Mateo, 18, 6-8; Marcos 9, 42-48 y Lucas 17, 1-2). Palabra de Dios.

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Alejandro Lillo es historiador, doctorando en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia. Su tesis, en proceso avanzado de redacción, versa sobre Drácula, la novela de Bram Stoker. Colabora desde hace años con Justo Serna en distintos proyectos comunes vinculados con la historia cultural, entre ellos Covers (1951-1964): cultura, juventud y rebeldía, exitosa exposición organizada por la Universidad de Valencia.

Excelentísimo y Reverendísimo Señor. No sabe cómo le agradezco la publicación, en la página web de su diócesis, de un escrito en el que comenta la retirada de la reforma de la ley del aborto. Me refiero al texto titulado “Llamar a las cosas por su nombre”, aparecido el 24 de septiembre de 2014. Se le nota irritado con la decisión del Gobierno, indignado incluso. Es comprensible. Eran muchas las esperanzas que tenían puestas en esa ley, la más dura, autoritaria y restrictiva de la democracia. Sin embargo, esa ira que usted siente ante el abandono del proyecto que preparaba el ex ministro Gallardón no justifica las gravísimas acusaciones que profiere en su texto. Cualquier hijo de dios puede tener un momento de cólera, de odio al semejante, y realizar afirmaciones de las que luego arrepentirse; usted, en cambio, ha meditado sus palabras, las ha plasmado en un artículo bien pensado, ordenado y razonablemente coherente. Así quedará por los siglos de los siglos.

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