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La solidaridad, bien entendida

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El alma del proyecto de la Unión Europea es, a mi juicio, la construcción de un gran espacio de libertad, justicia y seguridad, gracias a la primacía del Estado de Derecho. Ese es nuestro mayor activo común, que permite sostener como verosímil la ambición de conferir a la UE un papel propio y relevante en las relaciones internacionales: el de agente imprescindible de la paz, la cooperación y de la primacía de la legalidad internacional, como verdadero soft power.

Ese papel es crucial hoy, en el contexto de un desorden mundial que propicia el crescendo de los mensajes populistas, las políticas identitarias de repliegue, que apelan al miedo y estimulan el odio al otro y potencian la insolidaridad y, a la postre, propician un crecimiento tan imparable como insostenible de esa desigualdad, conforme al designio del capitalismo de casino, esa otra alma, desalmada, que domina la lógica del mercado global. Sin embargo, esa imagen positiva de Europa, como faro de esperanza para quienes aspiran a mayores cuotas de libertad, justicia y seguridad en todo el mundo, ha quedado seriamente dañada por la progresiva contaminación de una lógica reaccionaria, de repliegue en los privilegios que se entienden supuestamente amenazados desde y por una mal entendida solidaridad.

Una miseria que, supuestamente, amenazaría con invadirnos y frente a la cual debemos levantar muros infranqueables que –contra toda evidencia, como ha demostrado Wendy Brown– aseguran que nos protegerán. El primero de esos muros es la insistencia en un fantasmagórico nosotros, supuestamente amenazado de supervivencia por esos “otros” a los que habría que frenar, impedir que acampen en nuestro bienestar. Por eso me he permitido utilizar una noción acuñada por Achille Mbembé para hablar del riesgo de que la política migratoria y de asilo de los Estados de la UE y de la propia UE se convierta en emblema de una necropolítica. Un riesgo instilado por una atávica concepción de la soberanía y de las relaciones internacionales y marcado a fuego por ese nacionalismo de tintes supremacistas que parece reverdecer.

Esa deriva –en realidad, auténtica marca de la casa– fue denunciada entre nosotros ya en 1994 por uno de nuestros mejores iusinternacionalistas, el profesor Antonio Remiro, en su Civilizados, bárbaros y salvajes en el nuevo orden internacional. Se trata de la paradoja de la barbarie que analizó Todorov y que han sabido describir y denunciar escritores como Saramago, Coetzee y, de modo más específico, Gaudé, de Kerangaal, Saviano o Erri de Luca. Porque, para darse cuenta de qué lado está la barbarie, basta mirar el trato que ofrecemos a inmigrantes y refugiados que se dejan la vida en las arenas del Sahel, en las aguas del Mediterráneo o a los que sufren todo tipo de violaciones de derechos en Libia e incluso no pocas situaciones incompatibles con el derecho internacional de los derechos humanos en territorio europeo: señalo sólo la situación en islas griegas, como ejemplifica el caso Moria. Por no hablar de esa intolerable excrecencia que es la criminalización de la solidaridad que llega al extremo de denunciar a organizaciones como Médicos Sin Fronteras o SOS Mediterranée como cómplices a sueldo de las mafias de tráfico de personas. No exagero: durante la reciente reunión interparlamentaria celebrada en Helsinki, el 9 de septiembre, me vi en la obligación de intervenir para denunciar la reiteración de esa falacia por parte de no pocos parlamentarios allí presentes (finlandeses, serbios, italianos, entre otros).

Creo que no hemos sabido superar las tentaciones de una rala visión humanitarista, pero tampoco las del paternalismo y del pragmatismo utilitarista al servicio unilateral de nuestros intereses. En uno y otro caso se advierte, a mi entender, el lastre de una visión miope y cortoplacista, que ignora la necesidad de tejer vínculos duraderos de verdadera asociación, de partenariado, a medio y largo plazo, vínculos que no traten de reproducir la vieja lógica colonial. Esas son algunas de las razones por las que cabe sostener que el pretendido egoísmo racional que proclaman algunos políticos europeos, oponiéndolo al buenismo de una solidaridad mal entendida, es una falacia. Pero hay más: es una falacia ridícula la pretensión de que, en un mundo globalizado, interdependiente, Europa, como el barón de Münchausen, debe olvidar la solidaridad con los otros porque puede salvarse a sí misma mediante un espléndido aislamiento basado en su supuesta superioridad. Esa ensoñación corre el riesgo de asemejarse cada vez más a la nostalgia o incluso a la decadencia que retratara el maestro Wilder en Sunset Boulevard (aquí inmortalizada con el desmedido título de El crepúsculo de los dioses).

Es hora de reconocer que una política inteligente de cooperación constituye un objetivo prioritario para Europa, por nuestro propio interés. El desiderátum de una Europa privilegiada gracias a su aislamiento, que puede prescindir de los otros para salvarse a sí misma, carece de todo fundamento racional. Sólo a través de una cooperación no paternalista ni instrumental, sino equitativa –conforme al modelo de codesarrollo teorizado por Sami Naïr– Europa puede tener futuro. Item más: en el mundo de la emergencia climática vinculada al Antropoceno, sólo la extensión global de un nuevo proyecto político, el New Green Deal, puede asegurar un futuro que ya está ante nosotros. Ese nuevo contrato social sostenible es imposible si no es global, si no es solidario, más allá de las fronteras europeas. Su promoción es el papel que debe cumplir la Unión Europea en los próximos cinco años. Y no se trata sólo de que la política europea ad intra se enfoque hacia ese objetivo, como tímidamente ha anunciado la presidenta von der Leyden. La tarea que Europa debe asumir es introducir esa prioridad en la agenda global. ¿Cómo? Déjenme ofrecer dos ejemplos.

La UE debe contribuir al establecimiento de marcos más igualitarios y cooperativos orientados al New Green Deal en sus relaciones internacionales y puede y debe hacerlo en dos ámbitos. Primero, en los acuerdos de la UE con los países ACP, conforme al espíritu del acuerdo de Cotonou del 2000, que debe renovarse precisamente ahora. Europa puede y debe estimular cláusulas que vinculen su cooperación al compromiso con ese objetivo al tiempo que proporcione herramientas técnicas que contribuyan a ponerlo al alcance de esos países; por ejemplo, en el ámbito de la educación universitaria de grado y posgrado. Además, debe promoverse el avance en políticas de ese New Green Deal en el ámbito mediterráneo, desde Marruecos a Turquía. Una verdadera política euromediterránea es una prioridad, más allá de las consabidas retóricas estériles.

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Añadiré que esa es, debe ser también, creo, una tarea prioritaria para ese Gobierno que España necesita y que debería salir de las elecciones del 10 de noviembre.  Un gobierno firmemente europeísta, fiel al imperio de la ley, al Estado de Derecho y a la garantía y desarrollo de la legalidad internacional, bien anclado en los principios de solidaridad y cooperación. Un Gobierno de ese perfil tendría la oportunidad de desempeñar una contribución clave para renovar el papel positivo de Europa en la creación y fortalecimiento de vínculos de cooperación internacional, que desplieguen la potencialidad del espacio europeo de libertad, justicia y solidaridad y afirmen las razones por las que Europa sigue siendo una razón de esperanza para tantos millones de seres humanos, para tantos pueblos en nuestro mundo.

Porque España puede y debe impulsar otra política, desde su lugar privilegiado en América Latina y desde una condición impuesta por la geografía, la de puente con el continente africano, que debemos saber convertir en una oportunidad y no en una carga. Un gobierno que sepa identificar objetivos comunes que desarrollen equitativamente las relaciones comerciales y que incluyan la ayuda eficaz al desarrollo humano, a la mejora de los índices de seguridad humana, que es también seguridad jurídica y política, en esos países. Porque su seguridad será la nuestra. ____________Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia. También ha sido senador del PSOE en la última legislatura.

 

El alma del proyecto de la Unión Europea es, a mi juicio, la construcción de un gran espacio de libertad, justicia y seguridad, gracias a la primacía del Estado de Derecho. Ese es nuestro mayor activo común, que permite sostener como verosímil la ambición de conferir a la UE un papel propio y relevante en las relaciones internacionales: el de agente imprescindible de la paz, la cooperación y de la primacía de la legalidad internacional, como verdadero soft power.

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