Hay principalmente dos teorías que sobrevuelan las redes sobre el origen del COVID-19. Ninguna trae buenas noticias.
La primera "teoría", de corte conspirativo como siempre ocurre en este tipo de eventos, asegura que se trata de un virus artificialmente producido mediante bioingeniería. Correspondería a un experimento chino descontrolado, según la versión puesta en circulación por el senador republicano Tom Cotton, o bien un ataque preventivo de guerra biológica por parte de EEUU, según la versión aventurada por el portavoz del Ministerio de Exteriores chino, Lijian Zhao.
La segunda teoría, esta sí, con sólida base científica, señala que este tipo de pandemias vienen ocurriendo y se presentarán cada vez con mayor frecuencia y virulencia debido a la intervención de tres factores:
1) La culminación de un mercado por fin globalizado, la inédita rapidez de contagio facilitada por un mundo hiperconectado como nunca antes, donde las fronteras solo detienen a quienes buscan refugiarse de la guerra o el hambre.
2) El efecto de cuatro décadas de "optimización" (en gran medida, recorte) de los sistemas sanitarios nacionales, jibarizados hasta el punto en que puedan cumplir su misión a duras penas en tiempos de normalidad, pero del todo insuficientes en momentos de excepción como se está revelando actualmente.
3) La desenfrenada colonización de territorio virgen para usos industriales. Una vertiginosa transformación de hábitats salvajes, cuyo equilibrio había evolucionado a ritmo natural durante milenios, para producción de madera, papel, aceite de palma, textil, etc. Una invasión humana sin precedentes que multiplica los puentes entre ecosistemas hasta el momento deshabitados y nuestra especie. Allí donde además coincidan bruscamente una alta concentración de humanos con otros mamíferos, y una rápida deforestación —se calcula que está directamente relacionada con el 31% de este tipo de brotes— hay especial riesgo. Exactamente lo que ocurrió en Wuhan.
Esta teoría del "origen zoonótico" explicaría brotes recientes como el del Ébola (África Occidental, 2014), la Gripe Porcina (México 2009), el SARS (gripe aviar, China, 2002), el EEB (ganado bovino, años 90, Reino Unido), el VIH (simios, años 80, África), etc. Varios de esos patógenos han reaparecido varias veces durante el último siglo, algunos con diferentes mutaciones. Sólo entre 1980 y 2013 hubo 12.012 brotes de este tipo documentados, afectando a 44 millones de personas en todo el mundo. Y la tendencia es creciente.
La ciencia estima que dos terceras partes de las enfermedades emergentes son de origen zoonótico, y que existen 1,7 millones de virus aún no conocidos, en entornos salvajes. A través de picaduras, mordeduras, mutaciones, contacto con fluidos, ingesta de carne, etc, las vías de llegada a nuestra especie pueden ser muy variadas. Cuando una comunidad de trabajadores desplazados introduce ganadería de nuevas especies, o recurre a la caza por carecer de otros recursos, el riesgo se dispara. También cuando las poblaciones animales crecen o disminuyen debido, por ejemplo, al calentamiento global. La OMS estima que cada año se producen unos mil millones de casos de enfermedad por zoonosis. Cada uno de ellos es un riesgo potencial de epidemia, una lotería en la que cada día compramos muchas papeletas. Cada vez más.
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En recientes epidemias, como el ébola, a pesar de su altísima tasa de mortandad del 50%, no aprendimos la lección. Por suerte no se transmitía por vía aérea, por lo que no llegó a zonas urbanas y se logró contener en países del Sur. Países donde la muerte ya era una presencia cotidiana. Pero esta vez el nuevo coronavirus golpeará duramente las economías con sede en el Norte. Ojalá tomemos nota y comencemos a invertir la proporción de gasto: 97% del gasto en este problema lo dedicamos a dar respuesta cuando surgen los brotes, sólo 3% a prevención. Los equipos científicos que trabajan para detectar y prevenir brotes zoonóticos llevan años denunciando falta de financiación.
Así pues, resulta que al final ambas teorías convergen. Estas pandemias sí tienen un origen artificioso. Son fruto del antropoceno. Millones de virus habitan su entorno natural desde siempre, y a menudo es nuestra violenta alteración de su entorno la que los lanza a infectar nuevas especies. No es un problema solo médico: es principalmente económico y político. Es el capitalismo globalizado el que ha incrementado la frecuencia de pandemias, es decir, somos nosotros. Es nuestra dieta, nuestro aceite de palma, nuestros vuelos low-cost, nuestra obsolescencia programada, nuestra ropa y nuestros muebles de usar y tirar. Este capitalismo que sostenemos día a día y minuto a minuto con nuestras acciones y omisiones cotidianas, con nuestros silencios y relatos.
En momentos de incertidumbre, nos une y fortalece moralmente encontrar monstruos a los que cargar la culpa, por eso hay quien se conforta señalando a China, a la industria bélica, al 8M, los estadios de fútbol, el Vistalegre de Vox, al presidente Sánchez o al primero que pase bajo su balcón. No nos engañemos: el problema está en nuestra nevera, nuestro armario, nuestros hábitos de consumo, nuestras leyes, nuestros programas electorales, nuestros parlamentos.
Hay principalmente dos teorías que sobrevuelan las redes sobre el origen del COVID-19. Ninguna trae buenas noticias.