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El abismo de la guerra

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Félix Santos

La larga historia de España no ha sido un lago de quietud. Está salpicada de episodios dramáticos, violentos, trágicos. Y a veces, nuestra agitada historia ha llegado a situaciones límite que la han asomado al borde del abismo. De entre esas situaciones límite destaca la vivida por el país en el mes de julio de 1936, hace ahora 85 años, en que toda la nación no solo se asomó al borde del abismo sino que se precipitó en él, hundiéndose en la zona más profunda de la catástrofe.

La población quedó sobrecogida y sin aliento al ver que lo que había comenzado el 18 de julio como un golpe de Estado, que resultó fallido, se convertía al cabo de unos pocos días en una brutal guerra civil, de una crueldad y de una violencia inimaginada. El general Mola, verdadero director del golpe de Estado, desde su destino en Pamplona, distribuyó por las guarniciones implicadas sus “instrucciones reservadas” en las que detallaba una “toma extremadamente violenta del poder, con el objeto de reducir lo antes posible al enemigo que es fuerte y bien organizado...” Esas instrucciones fueron seguidas al pie de la letra. Una oleada de asesinatos se extendió por todo el país.

Los insurrectos ejecutaban a cuantos se oponían o no se sumaban a su alzamiento, incluidos altos mandos militares. Asesinaban también a las autoridades republicanas y a los heterodoxos o diferentes desde el punto de vista social, cultural y sexual (maestros, intelectuales, homosexuales, lectores de El Socialista, afiliados a los sindicatos...) El poeta Federico García Lorca, por ejemplo, fue fusilado por los franquistas el 18 de agosto de 1936 en Granada, por “ser socialista, masón y homosexual”. Tenía 38 años. Y fusilado fue, a los pocos días del golpe de Estado, el gobernador civil de Ávila, la ciudad en que yo nací, el republicano regeneracionista, escritor y periodista, casado con una hermana de Azorín, Manuel Ciges Aparicio, militante de Izquierda Republicana, una persona honorable, hombre de confianza de Manuel Azaña y amigo de Ortega y Gasset. O la esposa del novelista Ramón J. Sender, Amparo Barayón, asesinada a sus 32 años, el 11 de octubre de 1936, fusilada junto a las tapias del cementerio de Zamora, por ser una mujer de espíritu independiente y afiliada a la CNT, opuesta al papel que la tradición asignaba a las mujeres. Son solo algunos ejemplos.

En Madrid, Barcelona, Sevilla, Valencia, Zaragoza, Bilbao, Oviedo..., el pueblo se echó a la calle pidiendo al Gobierno que le entregase armas para hacer frente a los golpistas. Y se produjo una conmoción transformadora en la vida de muchos de aquellos ciudadanos. Abandonaron los quehaceres de su vida normal (panaderos, empleados, albañiles, peluqueros, pintores, estudiantes, camareros, funcionarios, tenderos ...) para aprestarse a combatir a los insurrectos. En Madrid, se lanzaron al asalto del Cuartel de la Montaña donde se inició la rebelión militar y, una vez reducido este, subieron a la Sierra a luchar contra el ejército del general Mola que avanzaba hacia la capital. La ferocidad criminal con que actuaban los alzados hizo que los defensores de la República, embargados por el miedo a morir, se contaminaran de la barbarie de la guerra. Chaves Nogales describe esa transformación en las primeras páginas de su obra A sangre y fuego:

“Aquellos hombres … cuando regresaban del frente traían a la

ciudad la barbarie de la guerra, la crueldad feroz del hombre que

padeciendo el miedo a morir ha aprendido a matar y si la ocasión

de hacerlo impunemente se le ofrece no la desaprovechará”

(Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego, obra narrativa completa, tomo II, Fundación Luis Cernuda, Diputación de Sevilla, 1993, p. 617.)

Pero la violencia de los golpistas y la de los defensores de la República no eran comparables. La historiadora británica Hellen Graham señala “la asimetría fundamental entre la violencia que ocurría en la zona republicana y la sublevada”, donde los asesinatos eran llevados a cabo por grupos paramilitares, fundamentalmente de la Falange, que impusieron su terror sin que las autoridades franquistas hicieran nada por evitarlo. Al contrario, fue clara durante toda la guerra su disposición a utilizar las ejecuciones y el terror masivo para dominar a la población. En la zona republicana, en cambio, fue la ausencia de policía y de un poder judicial que funcionara, ocasionado por el golpe de Estado, lo que permitió que se llevaran a cabo actos criminales disfrazados de justicia revolucionaria, a pesar de los documentados esfuerzos de las autoridades gubernamentales por evitarlos. Como observa Hellen Graham, “si no hubiera habido una rebelión militar, no hubieran existido asesinatos extrajudiciales, anticlericales, ni de ningún otro tipo. Porque fue el golpe militar el que causó el desplome del orden público en la España republicana.” (Hellen Graham, Breve historia de la guerra civil, Editorial Espasa Cape, 2006, p. 45 y ss y p. 58.)

Los ajustes de cuentas de uno y otro bando sembraron un miedo atenazador que se extendió por toda la sociedad española, miedo que en la España derrotada duraría cuarenta años. (Ese miedo a la represión franquista hizo que muchos se escondieran y pasaran decenas de años ocultos. Se les conoce como “topos”, por el título del libro que sobre ellos escribieron Manuel Leguineche y Jesús Torbado. El último “topo” en abandonar su escondite fue Protasio Montalvo, alcalde socialista de Cercedilla (Madrid) que se mantuvo oculto hasta el año 1977. De los 38 años que se mantuvo escondido, los tres primeros los pasó en una conejera y los restantes enfrente de su casa.).

En aquel aciago verano de 1936, ya desde las primeras semanas de la guerra, el buen pueblo español tuvo que enfrentarse al que ha sido, seguramente, el peor horizonte de su conflictiva historia. Ochenta y cinco años después, las heridas de aquél desgarro nacional no han terminado de curarse. Es verdad que se ha dado el paso esencial. La democracia española ha asentado como fundamento de nuestra Constitución de 1978 el nunca más a una guerra civil, el nunca más a las dos Españas enfrentadas. Eso es lo que subyace en el texto constitucional y lo que posibilitó el célebre consenso.

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Pero, pasadas cuatro décadas de democracia, aunque se han dado algunos pasos importantes en la buena dirección para cerrar las viejas heridas, y se preparan otros nuevos, no obstante queda no poco para cerrar definitivamente el ciclo de dolor y sufrimientos desencadenados por la guerra civil. Sobre todo por la incomprensible posición del líder del PP, Pablo Casado, quien en una desafortunada intervención en sede parlamentaria, este miércoles 30 de junio, ha evocado la guerra civil intentando legitimar la sublevación militar del 18 de julio de 1936. Con ello se aleja del necesario consenso, desde una perspectiva democrática, sobre el relato de lo verdaderamente ocurrido en aquellos años, relato que supere la manipuladora versión franquista a la que todavía se aferran estos dirigentes de la derecha española. Queda por asumirse por parte de todas las fuerzas políticas el respeto a la memoria democrática, lo que ha de suponer para los partidos de la derecha el abandono del boicot que han venido practicando a las exigencias de la Ley de Memoria Histórica. Y falta compartir todos el apoyo político y financiero al programa de búsqueda y rescate de las víctimas de la guerra y de la postguerra que todavía yacen en fosas comunes.

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Félix Santos es periodista y exdirector de 'Cuadernos para el Diálogo'.

La larga historia de España no ha sido un lago de quietud. Está salpicada de episodios dramáticos, violentos, trágicos. Y a veces, nuestra agitada historia ha llegado a situaciones límite que la han asomado al borde del abismo. De entre esas situaciones límite destaca la vivida por el país en el mes de julio de 1936, hace ahora 85 años, en que toda la nación no solo se asomó al borde del abismo sino que se precipitó en él, hundiéndose en la zona más profunda de la catástrofe.

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