Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Alfafar: ¡El dolor, el dolor!
No llueve. Ni una sola gota.
Ni siquiera son las siete y media y aquí, en Alfafar, no llueve. Es que ni una gota, tú, en serio. Incluso hace un calor no sé si escribir fuera de lo común para estar en los últimos días de octubre.
Martes. Veintinueve. Ya digo que ni siquiera son las siete y media de la tarde, hace poco más de una hora que ha empezado a anochecer y como cada tarde de cada día estoy con mis cosas pequeñas de la vida y mis lecturas. Estoy pensando en todo o en nada o sin pensar, qué más da, simplemente estoy sentado en una butaca frente a una ventana desde la que se ve el polideportivo municipal, la calle, la casa que hay frente a la mía, el mundo, y en el mundo, por insólito que parezca, aparece una tapa de alcantarilla que salta hasta una altura de un palmo y deja salir agua a borbotones, como si tosiera; y de improviso —todas las calamidades ocurren de improviso—, empieza a vomitarla a chorro con la imparable fuerza de un géiser. Corro al exterior. Intento proteger la puerta de entrada al sótano de la vivienda. Con qué. De qué forma. En mi cabeza veo un dique contra el pacífico. Qué iluso. De repente —todas las catástrofes ocurren de repente—, el muro que cerca el solar de la esquina revienta y una ola de agua sucia lo inunda todo, lo destruye todo, lo arrasa, me llega a la cintura. En el mundo no solo hay tapas de alcantarilla, también hay una anciana, su hija y su nieta. Les grito, las aúpo, las meto dentro. Hay un hombre saliendo por la ventanilla de un coche. Le grito, lo aúpo, lo meto dentro. Pasamos la noche en vela, mirando por la ventana, mirando cómo, por mucho que nos creamos, no somos nada.
El nivel del agua baja alrededor de las cinco de la madrugada. Me calzo unas botas de goma, unas katiuskas. Cuando era niño las llamábamos katiuskas, ¿y ahora? Cuando era niño no existía la palabra Dana. ¿Y ahora? Me calzo unas botas, cojo una linterna y salgo. No sé para qué. No sé por qué. Mi cuerpo no funciona, mi cabeza no funciona. El mundo no funciona. Lo único que funciona es la linterna. No tengo la más mínima idea de lo que voy a encontrar y lo que me encuentro es un paisaje oscuro después de mil batallas. Persianas reventadas. Un coche. Dos. Contenedores que deberían estar soterrados y ahora se atreven a exhibir su vientre sin decencia. Palmeras en el suelo.Tres coches amontonados. Cuatro más. Camino con barro por los tobillos. Aquí había una zona ajardinada, había un parque infantil. Aquel portal, la puerta de entrada, ¿no era de vidrio? El colegio público estaba rodeado por una valla formada por barrotes de hierro, eran gruesos como el brazo de un hombre adulto; enfrente había una rotonda. Una furgoneta ha penetrado sin permiso por la medianera de aquella casa. Un cuerpo muerto. Dios. El cuerpo muerto de una mujer abrazada a una señal de tráfico.
En el mundo no solo hay tapas de alcantarilla, también hay un cadáver, y el cadáver pertenece a una joven que no debe de superar la edad de mi hijo.
El agua estancada en el interior de mi casa ha descendido de los dos hasta un metro de altura. Calcular, pues, en centímetros cúbicos, el volumen de un sótano que tiene seis metros de fachada y ocho de largo.
Venga, que no es tan complicado. A mí me da tropecientos mil centímetros cúbicos de agua que achico cubo a cubo.
Las primeras veinticuatro horas no como, no bebo, no hay tiempo que perder porque no hay tiempo, así de sencillo. El segundo día, a media mañana, asoma el barro. ¿Diez? ¿Veinte centímetros? El barro es peor que el agua, mucho peor, os lo aseguro.
Viene Darío, un amigo de mi hijo, y coge un cubo. Viene Palau, un amigo de mi hijo, y coge un cubo. Viene Paco —el desconocido que salió por la ventanilla de su coche y ya no es un desconocido— y coge un cubo.
José, un vecino que no se lo salta un torero, cruza la calle y coge un cubo.
Las primeras veinticuatro horas no como, no bebo, no hay tiempo que perder porque no hay tiempo, así de sencillo. El segundo día, a media mañana, asoma el barro. El barro es peor que el agua, mucho peor, os lo aseguro
La mañana del tercer día vienen dos amigos, Gregorio y Ana, a pie desde Valencia capital. Traen comida y agua. Nos abrazamos. Un segundo apenas. En el mundo no hay tiempo para el abrazo. No hay tiempo, ya lo he dicho, pero no os da la gana creerlo. Hay tiempo, eso sí, mira por dónde, para coger un cubo, un mocho, una escoba. Esa misma tarde vienen dos amigos desde Sueca, Enric y Ana. Traen comida y agua y amor a capazos en forma de rollitos de anís porque saben lo que me pierde.
Me ducho por primera vez en tres días la noche del viernes y me derrumbo en la misma butaca frente a la ventana por la que veo un mundo que ya no es el mío ni es el de nadie. No es el mundo. De repente —¿pero es que la tristeza también llega de repente?—, los tropecientos millones de litros de agua que cubrían el suelo de la casa empiezan a dar golpes en el interior de mi pecho, en la parte izquierda, consiguen remontar hasta la garganta y de allí buscan el desahogo de las pupilas. Me duele el cuerpo —no podéis imaginar cuánto, jamás os haréis una idea— y me duelen los veintiún gramos que pesa el alma y la devastación. ¿Cuánto pesa la devastación? Me duelen los muertos que ya se cuentan con los dedos de treinta manos y me duelen sus seres queridos. Me duele el dolor y ahora sé que el dolor es infinito, sé que acaba de empezar, que vendrá más, con mucha más fuerza.
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Pepe Cervera, vecino en Alfafar (Valencia) es escritor. Su último libro publicado se titula 'Azufre' (Editorial Tres Hermanas).
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