La campaña y sus preguntas antipolíticas
Se suele afirmar que las campañas electorales no sirven para nada, pues no influyen en la voluntad de los votantes. Es probable. Pero las campañas electorales no tienen ese único efecto, aunque sea el que persiguen.
En efecto, las campañas son quizá el único momento en que la comunidad hace un balance de dónde está y a dónde quiere ir. Es decir, para hablar, discutir y conversar de política, siempre que la política se siga reduciendo exclusivamente a los partidos, los parlamentos, las encuestas y las tertulias. (En verdad, los miembros de la comunidad hacen política todo el tiempo, aunque crean que hablan del euríbor, que deciden a qué escuela enviar a sus hijos o que discuten por qué se separaron dos famosos.)
Las campañas electorales escenifican qué entendemos por política. Sobre todo a través de los criterios que se usan para evaluar la legislatura en cuestión. El dominante en esta campaña es el que expresó un periodista radial cuando preguntó al presidente del Gobierno “¿Por qué nos ha mentido tanto?”.
No se trata aquí de defender a un candidato, intentando mostrar que no ha mentido. Ni menospreciar el valor de la palabra en política. El asunto es más complejo.
El problema no está del todo en la respuesta del candidato, sino en la pregunta del periodista. Los medios suelen interrogar en campaña a los candidatos si van a pactar con tal o cual partido, habitualmente el que más recelo despierta a cierto sector del electorado (Bildu, a la derecha y Vox, a la izquierda).
El punto es que no tiene sentido esa pregunta antes de las elecciones porque las decisiones dependen de las características de la coyuntura, no de un principio general y abstracto. Éste brinda un criterio genérico, pero de él no se deduce qué hacer. La complejidad es tal que ni siquiera una vez dada esa coyuntura post-electoral los dirigentes o partidos coinciden en la evaluación de la misma. Baste recordar los dilemas internos de Podemos tras las generales de 2015 o los del PSOE tras las de 2016, que casi lo llevan a la fractura.
La pregunta general y a priori es anti-política porque apela a los principios absolutos. El candidato suele responder intentando satisfacer la integridad de esos valores. En todo caso, ahí está su cuota de responsabilidad en el malentendido. Porque responde como si ignorara las características de esa decisión. Como si no supiera que no puede saber de antemano si va a verse en la necesidad de pactar con este o aquél, ni que la situación en la que tendrá que tomar esa decisión ni siquiera consiste en la foto de los resultados, sino que a partir de éstos va cambiando constantemente.
No tiene sentido político pedirle al PSOE que no pacte con ERC o Bildu, así como no lo tiene exigirle al PP que no acuerde con Vox
El candidato podrá aducir que responde a unas expectativas creadas en la ciudadanía por los medios. No le faltará razón. El problema es que si no apuesta a cambiar los términos de la conversación —y eso también es ser dirigente— respondiendo por ejemplo “usted sabe bien que ahora no puedo dar una respuesta definitiva a esa pregunta”, gana a la corta pero pierde a la larga, pues contribuye a crear una expectativa que se le volverá en contra. Y, sobre todo, reproduce la distancia entre ciudadanía y política que construye la pregunta.
En efecto, nótese que la pregunta misma asigna unos lugares muy precisos: el dirigente político como el único sujeto activo, que goza de una posición estratégica y capaz del mal ante una ciudadanía representada como un menor de edad inocente, pasivo y pasible de ser engañado. También por eso es antipolítica la pregunta. Y en buena medida lo sabe, porque al formular la pregunta en esos términos en realidad lo que está buscando es que la ciudadanía use su poder para rechazar al candidato por mentiroso.
Hablemos de política con madurez. Esto no es una cuestión de edad: no importa lo que diga nuestro documento, como decía Weber. Madurez es asumir la lógica de la política, esto es, que los valores se realizan en coyunturas precisas, no objetivas, ni indiscutibles, ni solubles con nuestros principios generales, porque éstos no son absolutos. O, dicho de modo menos amable aún, son negociables. Por lo tanto, nunca podemos saber de antemano qué precio deberemos pagar para realizarlos, ni en qué medida los realizaremos aun pagando ese precio.
Otra vía para hablar de política con madurez es no esconder nuestras preferencias ideológicas/valorativas detrás de ciertos supuestos principios morales, como “mentir”, usar el avión presidencial o exigirle que al candidato que confiese algo que todavía no puede saber (y que seguro querría poder saber). No tiene sentido político pedirle al PSOE que no pacte con ERC o Bildu, así como no lo tiene exigirle al PP que no acuerde con Vox. Si en ambos casos esa exigencia implica que el partido no va a poder gobernar nunca salvo que obtenga una hoy improbable mayoría absoluta, es como pedirle a un boxeador que abandone el ring en nombre, además, de la preservación de los nobles principios del pugilismo.
Hay un camino más sencillo, claro y entendible: expresar nuestras legítimas preferencias. Tiene toda la lógica del mundo que a un elector liberal-conservador no le guste que el gobierno de coalición PSOE-UP limite el precio de los alquileres, decida subir el salario mínimo o reforme la ley laboral para dificultar el despido. Esto, para no nombrar la leyes vinculadas a cuestiones de género. Nadie espera otra cosa y para eso vivimos en democracia.
Lo que despolitiza el debate es atar los pactos a la moral personal del candidato. Una pregunta política sería “¿si los resultados electorales arrojan esta coyuntura equis, pactaría su formación con tal partido?”. Eso empezaría a acercarse al carácter dinámico, interpretable y por eso dramático de toda coyuntura en la que se toman decisiones y a alejarse de una moralización abstracta y privada que sólo pueden cultivar quienes viven retirados del mundo. Quizá esto serviría para que la ciudadanía se reconociera en esas elecciones dilemáticas del día a día político. En lo fundamental, porque no se diferencian de las que solemos tomar en nuestra vida cotidiana. Entonces le habríamos encontrado, al fin, un sentido a las campañas electorales.
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Javier Franzé es profesor de Teoría Política en la Universidad Complutense de Madrid.