Chernóbil y la vida

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Fernando Baeta

“Ingresamos en un mundo opaco en el que el mal no da explicación alguna, no se pone al descubierto e ignora toda ley”. “Seguimos viviendo en un mundo cuando nuestra conciencia habita en otro”. “El mundo de nuestras convicciones ha saltado por los aires”. “Lo único que se ha salvado de nuestro saber es la sabiduría de que no sabemos”. “Ha empezado la historia de las catástrofes”. “Ha cambiado todo. Todo menos nosotros”. “Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror…”. (Voces de Chernóbil. Svetlana Alexievich.)

Cuando estos días de muerte en sesión continua pienso en Chernóbil me viene a la memoria la noria de Prípiat, en Ucrania. Nada tiene para mí más poder evocador: ni los huesos del reactor número 4, ni la central nuclear derretida, ni sus grandes bloques de cemento resquebrajados, ni los helicópteros sobrevolando la zona, ni la devastación posterior de sus alrededores, ni tan siquiera los pobres bomberos echando agua para tratar de apagar el Apocalipsis. La noria de Prípiat en mitad de la nada, rodeada de vacíos que nunca se llenarán, de bloques de apartamentos en los que todavía se encuentran las consignas del partido y las fotos familiares en los cuartos de estar de los que tuvieron que salir huyendo dejando atrás su historia y su futuro. La noria como metáfora de un mundo que ya no volverá a girar. Un mundo que se evaporó antes de que amaneciera ese fatídico día de hace 34 años. Situada a 30 kilómetros de la central, 120 de Kiev y 20 de la frontera con Bielorrusia, Prípiat es uno de los muchos pueblos de la extinta Unión Soviética –Rusia, Ucrania pero sobretodo Bielorrusia– que dejaron de existir a la una y veintitrés minutos con cincuenta y ocho segundos del 26 de abril de 1986, cuando el mundo se puso patas arriba y todos nos caímos al vacío.

Esa noria con sus cabinas amarillas que nunca llegó a girar porque todavía no se había inaugurado. Esa noria virgen que junto con los coches de choque, el barco balancín y el tiovivo iban a dar cobijo a las risas, las emociones y los nervios infantiles de una generación que ya no sería y que ahora, sin embargo, forma parte del catálogo de los horrores perpetuos que nos dejó aquella madrugada en la que los radionúclidos invadieron la tierra.

La bielorrusa Svetlana Alexievich, Premio Nobel de Literatura en 2015, dedicó casi 20 años a darles la palabra a las víctimas de la explosión nuclear. Dejó pasar el aluvión de periodistas y luego fue ella. La primera edición de Voces de Chernóbil vio la luz en 1997 y la segunda, la que ha llegado a España, en 2006 (Ediciones Debolsillo). Voz para quienes jamás la tuvieron, para los que fueron tan insignificantes que ni tan siquiera hubo preguntas. Voz para los que se quedaron hasta sin voz. Y de esas palabras dichas desde el abismo más profundo salieron relatos estremecedores, historias de amor como nunca se han escrito; relatos de entrega, de coraje, de perseverancia, de lucha; tragedias como jamás hasta entonces se habían conocido; el horror al desnudo, sin gasas y sin vendas, con palabras simples y llanas, sin condimentos, en carne viva como los cuerpos de aquellos pobrecillos bomberos que quisieron detener el rumbo de la historia con el uniforme de lona y se fueron extinguiendo sin saber que habían sido los grandes héroes del siglo XX.

El libro, como la vida que surgió tras aquel día de abril, se mueve entre lo aterrador y lo profundamente bello, entre el amor desmedido y la pérdida desgarradora, entre espesas lágrimas y tristes sonrisas. Páginas de difícil lectura, páginas imprescindibles. Historias omitidas, como Alexievich las denomina en su libro, huellas imperceptibles del paso por la tierra de estos perdedores, pensamientos nunca dichos en voz alta por ciudadanos corrientes, palabras a media voz, murmullos, la cotidianeidad de los sentimientos, la melancolía, lo que pudo haber sido, lo que realmente fue. Las víctimas se hacen con el relato y se convierten en protagonistas de sus desdichas. Crónicas del futuro, es el subtítulo del libro de Alexievich: ella les dejó lamerse las heridas que había dejado el pasado terrible a cambio de que sus palabras surgidas del dolor más profundo sirvieran de alerta a generaciones venideras, de esperanza en medio de la desesperanza, de futuro pese a todo. Que la palabra Chernóbil siempre estuviera intrínsecamente ligada a la vida.

Más de 40 monólogos para hablar de la muerte pero también de la vida. Historias terribles bajo títulos que parecen sacados de los poemas más hermosos. Estos monólogos son Chernóbil: aquí está todo. Sobran los aspectos técnicos, y si los culpables fueron unos, otros o todos. Aquí está la verdadera crónica de lo que sucedió. En la historia de amor entre Liudmila Ignatenko y el bombero Vasili Ignatenko. Aquí se leen las venas abiertas de Bielorrusia, una país de 10 millones de habitantes que nunca ha tenido ninguna central nuclear en su territorio y que ha perdido para siempre el 23 por ciento de su superficie total –frente al 4,8 de Ucrania y el 0,5 de Rusia– por culpa de la radiación; que encabeza los ratios de casos de cáncer por habitante porque uno de cada cinco bielorrusos vive en zonas contaminadas y que ha visto cómo desaparecían, enterrados en muchos casos, 485 aldeas y pueblos.

Aquí está, en estos monólogos, la historia de ese 26 de abril de 1986 y de todo lo que vino a continuación. Unos monólogos a los que sólo les falta para completar el crimen perfecto los estertores que Hildur Gudnadóttir compuso para la extraordinaria Chernóbil, la serie de HBOChernóbil, la serie de HBO que ha vuelto para agitar las conciencias, para que nadie se quede dormido. Música repleta de espinas para que nadie olvide de lo que el hombre es capaz.

Las desdichas siempre vuelven y la Historia siempre se repite. Antes que Alexievich hablara de Chernóbil, John Hersey había escrito Hiroshima, posiblemente el mejor reportaje periodístico publicado jamás en una revista. 150 folios que contaban, pateando sobre las ruinas, todo lo que aquel 6 de agosto de 1945 se había llevado por delante. 150 folios fríos como el hielo que The New Yorker, en lugar de dividirlo en cuatro entregas –como era su idea original– publicó integro en una sola entrega y como único reportaje en su número del 31 de agosto de 1946.

Hersey, además, al contar de la forma más aséptica y brutal que imaginarse pueda los efectos devastadores de la bomba a través de seis personajes, aunque en realidad estaba siendo el altavoz de todos los habitantes de la ciudad, despertó las conciencias adormecidas de muchos norteamericanos que hasta entonces seguían creyendo que la bomba había sido un mal necesario. El reportaje les abrió los ojos, puso seres humanos, muertos y vivos, encima de la mesa y empezaron a ser conscientes de lo que realmente habían significado Hiroshima y la bomba.

Para Juan Gabriel Vásquez, traductor y prologuista de la edición que Debate publicó en España en 2015, el reportaje está escrito con un martillo en la mano: palabras duras, secas y cortas; frases cuadradas, declarativas, terminadas en ángulo recto, como un ladrillo. Hersey, como después haría Alexievich, nunca abandonó definitivamente a sus víctimas. Y 40 años después escribió Las secuelas del desastre, para contar qué había sido de los protagonistas de aquella barbarie. Hiroshima y Chernóbil. Dos caras de una misma moneda. El átomo malo y el átomo bueno que realmente eran hermanos gemelos, “socios” como dice la escritora bielorrusa, y capaces, ambos, de lo peor. El primero estaba hecho para matar y el segundo para encender bombillas pero al final resultó ser tan brutal como su hermano mayor.

Dentro de unos cuantos años alguien publicará también la historia de las víctimas de esta maldita pandemia 3.0 que está asolando España, Europa y el mundo como si de las bajas de una guerra nuclear se tratara. No sabemos si las frases que nos resuciten a los protagonistas de esta tragedia terminarán en ángulo recto y serán como ladrillos, pero sí que servirán para devolverles la identidad que el virus, la tradicional prepotencia del hombre y la incompetencia de algunos les ha arrebatado. Como hicieron Hersey y Alexievich. Los muertos son siempre iguales en todas las tragedias. Da igual que los mate el Sars-Cov-2 o los radionúclidos. Da igual cuántos sean si no los cuentas uno a uno: los de esta plaga contemporánea acaban de empezar y se ignora cuándo acabarán; se desconoce la cifra exacta de Hiroshima y de Chernóbil sólo se sabe que siguen aumentando…

“La muerte se escondía en todas partes; pero se trataba de algo diferente. Una muerte con una nueva cáscara. Con aspecto falso. El hombre se vio sorprendido y no estaba preparado para esto”, nos cuenta Alexievich y no sabemos si habla de hace 75 años en Hiroshima, de hace 34 años en Chernóbil o de la semana pasada aquí.

“Se ha roto el hilo del tiempo. De pronto el pasado se ha visto impotente, no encontramos en él nada en qué apoyarnos; en el archivo omnisciente de la humanidad no se han hallado las claves para abrir esta puerta”, seguimos leyendo a Alexievich y continuamos sin saber si habla de entonces o de ahora.

“Un suceso que más bien se parecía a un monstruo. En todos nosotros se instaló, explícito o no, el sentimiento de que habíamos alcanzado lo nunca visto”, dice Alexievich y dudamos si habla de lo ocurrido hace 75 años, hace 34 o esta misma mañana.

“¡No se acerque a él! ¡No puede besarlo! ¡Prohibido acariciarlo!… Su marido ya no es un ser querido, sino un elemento que hay que desactivar”, sigue Alexievich y ya no sabemos si esto va de radionúclidos o de virus.

Ahora, Ucrania va a convertir Chernóbil y sus alrededores en una atracción turística. En julio del pasado año el presidente Zelenski anunció la apertura de nuevas rutas pedestres y la mejora de la cobertura de telefonía móvil en toda la zona. “Crearemos un pasillo verde para los turistas”, dijo. “Chernóbil ha sido una parte negativa de la marca Ucrania y queremos cambiar eso; es un lugar único en el planeta. Hay que mostrarle al mundo el potencial que tienen los alrededores de la planta nuclear”. Fueron sus palabras, literales, y es seguro que la ganadora del Nobel no pensaba en esto cuando hablaba de futuro.

Lo del presidente ucranio es como si alguien tuviera aquí la brillante idea de explotar nuestras raíces turísticas y crear una mini-ruta por los escenarios de esta plaga: algunas residencias de ancianos, varias urgencias desbordadas, calles de cartón piedra vacías, una reproducción de un hospital de campaña, algunos políticos dando ruedas de prensa, gente aplaudiendo por las ventanas en la sesión de las 20 horas, una o dos pistas de hielo con ataúdes…

Dentro de algunos años, cuando se recuerde cómo el siglo XXI quedo confinado en el tiempo y el espacio, muchos se preguntarán, con las lecciones desgraciadamente todavía a medio aprender y con la muerte mirando siempre de reojo, lo que ya se preguntó muchísimo tiempo atrás Svetlana Alexievich, cuando el mundo empezó a morderse la cola.

“¿Qué es lo que realmente había sucedido? No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras; la gente aún no sabía expresarse, pero, paulatinamente, se sumergía en la atmósfera de una nueva manera de pensar…”no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras

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Fernando Baeta es periodista.

“Ingresamos en un mundo opaco en el que el mal no da explicación alguna, no se pone al descubierto e ignora toda ley”. “Seguimos viviendo en un mundo cuando nuestra conciencia habita en otro”. “El mundo de nuestras convicciones ha saltado por los aires”. “Lo único que se ha salvado de nuestro saber es la sabiduría de que no sabemos”. “Ha empezado la historia de las catástrofes”. “Ha cambiado todo. Todo menos nosotros”. “Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror…”. (Voces de Chernóbil. Svetlana Alexievich.)

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