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La cultura del esfuerzo: el dinosaurio sigue ahí

Albano de Alonso Paz

Nos despertamos y sigue ahí, como el dinosaurio del microrrelato de Augusto Monterroso. Y aún así, parece que hay que seguir explicándolo. El “yes you can” neoliberal del esfuerzo individual como motor para el mérito y el ascenso social sobrevuela de forma cíclica el nido de las injusticias. Retumba de nuevo en la escuela a la par de un discurso mediático solapado y monocorde sobre la exigencia, la autodisciplina y el nivel académico con el que parece no querer mezclarse –no vaya a ser que los confundan–. Pero, en el fondo, uno es consecuencia del otro.

La educación, al menos si quiere seguir moviéndose en términos de búsqueda de la equidad en una democracia sólida, tiene que alejarse de todo lo que resuene a ideología del esfuerzo, como por ejemplo aquella que se nutre de culpabilizar al individuo de su fracaso escolar, por mucho que algunos digan que con esta denuncia se pretenda eliminar el esfuerzo de la escuela: nada más lejos de la realidad.

Desenmascarar el mantra de la cultura del esfuerzo no quiere decir que la responsabilidad y el hábito de estudio no sean virtudes importantes en los estudiantes, ya que a través de ello sus posibilidades de mejora académica van, con más probabilidad, a incrementarse. No lo vamos a negar y es ahí donde insertamos el esfuerzo como un ingrediente fundamental. Sin embargo, algo muy distinto subyace en la cultura del esfuerzo como consigna ideológica de la maquinaria capitalista que envuelve la escuela (como proyección de las culturas dominantes) desde hace décadas y la aleja de su capacidad socializadora.

Se parte en esta cosmovisión de una visión monocromática, determinista y uniforme de la persona: toda persona tiene que basar su éxito en la culminación de su esfuerzo. Pero la realidad de las aulas es otra: hablar de mérito y esfuerzo en comunidades escolares siempre caracterizadas por la heterogeneidad y la diversidad supone una tendenciosa generalización que perjudica a aquellos que arrancan de una posición desigual, construida a través de marcas, estereotipos e imágenes social o culturalmente heredadas que los hace partir siempre, en la vida, de una situación de desventaja.

Así, si decimos libremente que solo hay que premiar el esfuerzo para alcanzar la excelencia (otro mantra desdibujado de la ideología neoliberal), sin ningún tipo de matiz, de fondo estamos haciendo una selección basada en categorizaciones que nos lleva a privilegiar determinados roles sociales o económicos nutridos de privilegios: los de aquellos que arrancan desde una situación de primacía a la hora de alcanzar un reconocimiento que se da la mayoría de veces en forma de título o credencial como marca vital.

El mensaje basado en la cultura del esfuerzo es un hachazo meritocrático al igualitarismo como proyecto de vida; un golpe a los colectivos que, por cualquier cuestión de partida, han sufrido históricamente una situación de discriminación, marginación o exclusión, y que justo a ellos se les pida más esfuerzo no es baladí. Esa construcción cultural que los ha colocado desde su nacimiento en una posición injusta y desigual los conduce a una crónica fatídica sobre el fracaso de su tan traído esfuerzo individual, que no es sino la cíclica historia de una derrota perenne en la tan traída historia del ascenso social aspiracional.

Una sociedad que promueva el clasismo y el mantenimiento de privilegios defenderá esa idea de excelencia y de mérito, que además anula la necesaria conciencia de clase en las personas en situación de pobreza (les harán pensar que su empobrecimiento se debe a la falta de esfuerzo); seguirá –de paso– culpabilizando a la víctima de su fracaso personal, que no es más que la perpetuación de una forma de desbaratamiento colectivo: en la escuela, el niño que suspende lo hará también por eso, por su falta de esfuerzo, sin tener en cuenta otros probables factores contextuales desencadenantes. La educación, desde su perspectiva crítica y como pilar de los valores democráticos que claman por los derechos no reconocidos, lejos de validar ese discurso, tiene que luchar contra él, en un contexto en el que no hace sino demostrarse una y otra vez, a través de muchos estudios e informes, que la pobreza se hereda y que los puestos de trabajo de élite están ocupados por hijos de la élite. 

Pudiera generar una mezcla de frustración e incredulidad, así, a una familia de origen migrante, escuchar que su hijo o hija fracasa porque no estudia lo suficiente, cuando las estadísticas de fracaso y abandono escolar en este colectivo son muy preocupantes. Puede resultar estremecedor, también, para las personas con discapacidad y sus familias que se pueda entender entre líneas de determinado discurso que la circunstancia de que no alcancen en un alto porcentaje estudios superiores está debido a ese problema individual, que además alimenta el más crudo capacitismo. Vamos a decirles a los niños que se encuentran en situación de pobreza, que afecta a tres de cada diez en España, que se tienen que esforzar en la misma intensidad que los menores provenientes de entornos enriquecidos, cuando las estadísticas de fracaso escolar siguen golpeando a los primeros por una cuestión de condición social y vulnerabilidad ampliamente estudiada. A todos ellos les vamos a decir, en una radiografía simplista de la crónica del fracaso escolar, que no aprueban porque no se esfuerzan lo suficiente.

Vamos a decirles a los niños que se encuentran en situación de pobreza, que se tienen que esforzar en la misma intensidad que los menores provenientes de entornos enriquecidos, cuando las estadísticas de fracaso escolar siguen golpeando a los primeros

Resulta, también, chocante que pueda entreverse que ese esfuerzo (o la falta del mismo) determina que siga habiendo más mujeres que hombres en el paro, incluso en el rango de personas con estudios universitarios. A lo mejor es que hay que decirle a las mujeres que tienen que esforzarse más para seguir siempre chocando contra un muro, discurso que caza además con los intereses del mantenimiento de privilegios del patriarcado. De todo ello ya hablaba Michael J. Sandel en La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? (Debate, 2020), cuando mantenía que “si se espera que toda persona que se esfuerza mucho tenga éxito, entonces quienes no lo tienen no pueden culpar a nadie de ello sino a sí mismas, y va a ser más difícil defender que se las ayude.”

Porque sí, hay personas que sufren marginación desde su origen, y no solamente ocurre con las personas que nacen en un entorno de pobreza, cuyo riesgo de exclusión es tremendamente acuciante. Esa lacra persigue a muchos más colectivos y no se cura con tesón individual, sino con lucha social para la conquista de derechos y con la planificación de políticas compensatorias en forma de más becas, de mejores programas educativos, de un sistema educativo inclusivo o, simplemente, con el reconocimiento y la visibilización de las identidades oprimidas, protagonistas de esta tragedia.

Cualquier acción social, educativa o cultural que atenúe, a través de la acción de la escuela y los servicios de apoyo, las brechas de orígen en estas personas y conduzca a una forma de merecimiento sustentada en la justicia social y en la búsqueda de una cultura más igualitaria y móvil, permitirá derribar la presencia de ese dinosaurio que sigue ahí, como símbolo de una derrota colectiva. Todo ello con el fin de alcanzar una victoria que los desposeídos nunca lograron: un logro como proyecto socioeducativo complejo pero necesario que desenmascare la trampa meritocrática y que permita a los desposeídos tener lo que cualquier persona ansía: una vida plena de oportunidades.

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Albano de Alonso Paz, es director del IES San Benito (Canarias, España) y profesor de Lengua Castellana y Literatura.

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