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La delirante deriva que está experimentando la política española en los últimos tiempos está dibujando escenarios impensables hace apenas un par de años. La extrema derecha, apoyada en un colchón mediático que no duda en hacerle el juego, no disimula ya en modo alguno sus tics autoritarios y pasea su matonismo con descaro por cuantos escenarios se le antoja. Acabamos de leer a una de sus dirigentes y candidata a la presidencia de la Comunidad Madrid, Rocío Monasterio, amenazar con el exilio a un rival político, evidenciando, de ese modo, una concepción del país que, tras la recuperación de la democracia en 1975, pensábamos desterrada. Provoca una enorme desazón, sin embargo, comprobar que ese discurso de odio que desencadenó una guerra civil, esa brutal ausencia de convicciones democráticas que mostró la derecha española hace casi un siglo, persista incólume en algunos de sus dirigentes. Es el momento de no menospreciar el peligro que para la convivencia, para la democracia, para la libertad, significa esta escoria fascista que regresa de lo más profundo de los infiernos.
Ni cupimos ni cabemos. La concepción de España de la extrema derecha, profundamente sectaria, diseña un país a su corta medida del que no dudaría en amputar todo aquello que desentone del color pardo de su ideología. Que Monasterio desee el exilio a Pablo Iglesias no es sino la expresión inicial de un proyecto que, si miramos la historia, ya conocemos. La España de la ultraderecha es una España vacía de rojos, separatistas, maricones, ateos... El problema es que, en su purulento ideario, esas categorías desbordan cualquier lógica —ideológica, social, religiosa— para acabar designando, en resumidas cuentas, a todo aquel que no comulgue milimétricamente con su concepción del mundo. Que nadie piense que esto va de Iglesias, de Unidas Podemos, de comunistas, esto va, una vez más, de democracia. Brecht dio en el clavo cuando, en su famoso poema, alertó de que cuando el fascismo inicia su espiral de represión y muerte el objetivo es todo aquel, toda aquella, que pueda disentir mínimamente de su proyecto totalitario.
Ante un panorama tan peligroso, desde la izquierda es preciso actuar con enorme inteligencia, no dando pasos en falso que alimenten a los reaccionarios. He de decir, a riesgo de ser criticado (pero eso importa poco cuando se trata de debatir una estrategia frente al fascismo), que no comparto las actitudes que desde nuestro entorno político se están tomando. No me gustó lo que sucedió en Vallecas, no me gustó que Iglesias, y el resto de la izquierda, abandonaran el debate de la SER. No comparto esas actitudes porque creo que la extrema derecha se aprovecha de ellas. Se trata, sin duda, de confrontar con la extrema derecha, pero no en el modo y lugar que ella desea, sino en el que a nosotros interese. Acudir a los actos de la extrema derecha a manifestar nuestra repulsa, actos que ha convocado, precisamente, para provocar, generará que —lo vemos constantemente— la izquierda sea quien aparezca señalada como intolerante y violenta. Retirarse de un debate por los ataques e insultos de una rival, por muy enloquecida y maleducada que esta resulte, puede transmitir una idea de amedrentamiento que en absoluto debemos mostrar. Al fascismo debemos mirarlo a la cara, sin duda, y con la inteligencia suficiente para que ello redunde en la visibilidad social del enorme peligro que para la democracia y la convivencia representa.
Es cierto que no es sencillo en un país en el que, como ya he señalado en otras ocasiones, las inercias del franquismo en muchos ámbitos sociales, como ciertos, demasiados, medios de comunicación y una parte significativa de los aparatos del Estado, continúan teniendo un enorme peso. Corremos el riesgo, siempre, de la manipulación, de la tergiversación, de la mentira, que se han convertido en práctica diaria de quienes están más atentos a conservar sus privilegios que a defender la democracia. Pero ello exige, precisamente, una mayor inteligencia táctica.
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Ahora se trata, sobre todo, de movilizar a los demócratas, de visibilizar el riesgo que se corre, en las elecciones madrileñas, de que actores cuyo objetivo es acabar con la democracia puedan ser decisivos en la conformación del gobierno. Si nos dicen que no miremos al pasado, que no lo pongamos de ejemplo, es porque saben que en él reconoceremos actitudes que vuelven a darse en el presente. En realidad Monasterio, con su desmesura, con su brutalidad fascista, nos ha hecho un favor. Ya sabemos que quiere echarnos al exilio. ¿Puede haber, en nuestro país, un deseo más clarificador, un proyecto que desvele de manera más clara las pulsiones totalitarias de la extrema derecha? Entre el fusilamiento de 26 millones de españoles que reivindicaba
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Juan Manuel Aragüés es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza
La delirante deriva que está experimentando la política española en los últimos tiempos está dibujando escenarios impensables hace apenas un par de años. La extrema derecha, apoyada en un colchón mediático que no duda en hacerle el juego, no disimula ya en modo alguno sus tics autoritarios y pasea su matonismo con descaro por cuantos escenarios se le antoja. Acabamos de leer a una de sus dirigentes y candidata a la presidencia de la Comunidad Madrid, Rocío Monasterio, amenazar con el exilio a un rival político, evidenciando, de ese modo, una concepción del país que, tras la recuperación de la democracia en 1975, pensábamos desterrada. Provoca una enorme desazón, sin embargo, comprobar que ese discurso de odio que desencadenó una guerra civil, esa brutal ausencia de convicciones democráticas que mostró la derecha española hace casi un siglo, persista incólume en algunos de sus dirigentes. Es el momento de no menospreciar el peligro que para la convivencia, para la democracia, para la libertad, significa esta escoria fascista que regresa de lo más profundo de los infiernos.
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