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La decisión Armengol y las paradojas de una investidura

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José Sanroma Aldea

Evidencias democráticas que se enturbian

La decisión de Armengol fue impecable. Tras refrendar, acertadamente, la propuesta del rey, fijó un “más que prudencial” plazo a Feijóo para su intento de investidura. En consecuencia el próximo día 26 está obligado –artículo 99.2 de la Constitución– a comparecer en el Congreso para exponer el programa político del Gobierno que pretenda formar.

Armengol tuvo además el acierto de hacer público que ese plazo lo había acordado con el candidato a presidente. Si este decidiera no comparecer incumpliría esa obligación. ¿Cómo calificarle en ese caso?: un piernas que sale por piernas, un prófugo del Congreso. Pedirle que no comparezca carece de toda lógica democrática; además solo ayudaría a cubrir la desvergüenza y el miedo en la hora de la verdad, en el lugar decisivo.

Así que Feijóo irá –mal que le pueda pesar– porque de no hacerlo su dimisión tendría que ser inmediata y marcharse más allá de Fisterra. El candidato sabe que no va a salir como presidente a hombros del PP y de Vox, pero intentará no quedar como Cagancho en Almagro.

No he leído ni oído ninguna crítica razonable al plazo que Armengol –no Felipe VI– le fijó y que ahora termina. Carecen de lógica democrática las afirmaciones críticas –sean de Agamenón o de su porquero– que se hacen en el sentido de que la candidatura de Feijóo –y su comparecencia para la investidura– es un fraude y, en consecuencia, que éste es un tiempo perdido para los españoles. Además son falsas.

Sánchez –según sus propias declaraciones, que considero verídicas– no tenía en agosto (trámite de consultas regias) ni tiene todavía (finales de septiembre) una mayoría para lograr su propia investidura. Así que constitucionalmente la suya sólo podrá producirse tras fallar la de Feijóo. Obvio.

Examinemos lo sucedido desde el prisma de la esencia democrática del procedimiento de investidura, subsiguiente a las elecciones generales, en una democracia parlamentaria.

El fin primero y fundamental de las elecciones es que la ciudadanía española, donde reside la soberanía, decida con su voto quiénes integran las Cortes Generales para un periodo legislativo de cuatro años. El fin último y decisivo es que los 350 representantes que integran el Congreso de los Diputados elijan al presidente del Gobierno de España. Si no lo consiguen –en uno, o dos, o incluso tres sucesivos intentos– se disuelven Congreso y Senado. Un procedimiento con dos resoluciones. Dos etapas.

Tras los resultados del 23-J entramos en la segunda, el momento estelar de la democracia representativa. En la primera, la ciudadanía, tras la campaña electoral, vota y misión cumplida. En la segunda deciden los 350. Si no eligen al presidente es un fracaso propio del Congreso, de los representantes, no de sus votantes. Sobre todo es un fracaso de los grupos parlamentarios que pretendan situar a su líder en la presidencia del Gobierno.

La gestión política de la votación ciudadana

Hasta las elecciones de diciembre de 2015, la importancia de esta segunda “etapa” y de este momento estelar del Congreso quedó muy desvaída. Fue así porque los resultados electorales predeterminaban quién sería presidente. La segunda “etapa“, como la última del Tour, era casi puro trámite. 

Incluso fue así tras las elecciones de 1996 porque el PSOE de González (141 diputados) no quiso o no pudo, o no quiso ni pudo, disputarle la investidura a Aznar (156). Había mayoría de votos de izquierdas, 13,5 millones, aproximadamente, por 12,5 millones de las derechas. La ventaja sustancial de estas en escaños (182, por 168 de las izquierdas) se la daban los nacionalistas catalanes y vascos CDC (16) y PNV (5). Dos meses duraron las negociaciones. Bien los aprovecharon Arzallus y Pujol sin que González hiciera ningún contrapeso; el vasco para darle “la vuelta como a un calcetín“ al PP de Aznar y el “enano” barcelonés para hacerle hablar catalán en la intimidad y sacarle otras tanto igual de simbólicas y otras más sustanciosas. Ahora lo están recordando diversos medios.

Por supuesto eran otros tiempos. Las izquierdas estaban muy enfrentadas. El PSOE muy dividido; y tan exhausto y derrotado por los escándalos como lo estaría después  –en la moción de censura de 2018 ganada por Sánchez– el PP de Rajoy. A éste el dedo de Aznar lo había situado al frente del PP para que desde el Gobierno tapara la corrupción que el susodicho Aznar había llevado a la cima del comportamiento indecente. Por eso Rajoy no recogió el guante que audazmente le lanzó Sánchez : “si usted dimite yo renuncio a mi moción de censura". El hoy presidente demostró cuánta razón y cuánta fuerza latían en aquel “no es no” (de discutible formulación) y cuán legítima fue su llegada a la presidencia, tan fulminante como tan continuadamente negada por las derechas.

Tras aquellas del 20-D de 2015, la importancia de esta segunda “etapa“ no ha hecho sino crecer (como muestra: se han tenido que repetir en dos ocasiones las elecciones: 2016 y 2019). Mayor aún cuando hay más de un posible candidato a la investidura presidencial. En este caso la segunda etapa tiene tramos distintos. La oscuridad de la incertidumbre es el momento estelar de la democracia representativa.

Todos los grupos políticos presentes en el Congreso aspiran y pueden jugar un papel gestionando sus votos y sus escaños. Lógicamente de muy diverso grado y modo. Uno tiene ganados 137, otro 121 y sucesivamente otros 33, 31... hasta llegar a 350. La importancia de cada cual modulada por la versatilidad política de cada grupo, por la aritmética, a veces burlona y caprichosa.

Es un momento en que los líderes políticos revelan su talla. Crecen o se achican. De audaces pueden pasar a temerarios. De iluminados a realistas. De tranquilos, acostumbrados a mayorías absolutas, a veletas nerviosos.

Para acertar, lo primero es interpretar correctamente los resultados electorales. Sacar enseñanzas de la votación ciudadana. Explicar qué gobierno se pretende formar, cuál sería su programa político. Ser capaces de hacer girar su mensaje y su programa en lo que sea necesario y posible. El grado en que se cumpla lo anterior –aplicable especialmente a quienes se postulan para la presidencia del Gobierno– es decisivo: para la suerte de la investidura y para la formación de una opinión pública democrática.

Se puede producir la paradoja, como es el caso presente, de que uno haya ganado una sustancial ventaja sobre el otro en la primera etapa y, sin embargo, parezca más alejado de ganar la investidura. Esa paradoja también se produjo tras las elecciones de diciembre de 2015: el PP había logrado 33 diputados más que el PSOE, pero su líder, Rajoy, estaba muy lejos de poder conseguir la investidura (más de 200 diputados eran contrarios radicalmente a otorgarle la confianza). Provocó anomalías constitucionales en el procedimiento de investidura y consiguió que se repitieran las elecciones, sin comparecer siquiera en el Congreso a pesar de que no dejó de insistir ni un momento en que había “ganado las elecciones” y que tenía derecho a gobernar. Aquella experiencia, analizada en infoLibre, es muy aleccionadora.

La posición de Feijóo en la paradoja de la investidura

Feijóo tampoco cesa de repetir lo que entonces dijo Rajoy, porque está en la misma situación. Cuenta con 172 apoyos, muy próximos a la mayoría absoluta, pero está muy distante de lograr la confianza mayoritaria del Congreso, aunque solo fuera la de una mayoría simple. La falsedad antidemocrática que está en ese mensaje postelectoral (“he ganado las elecciones y tengo derecho a gobernar“) pretende tapar el error y fracaso de su mensaje electoral (“derogar el sanchismo") y su disimulo en la interpretación del resultado.

Para ser presidente hubiera necesitado audacia: para mirar a la izquierda intentando seriamente la abstención del PSOE y no la búsqueda de unos cuantos socialistas buenos; para mirar a la derecha intentando ganar los votos a favor de PNV o la abstención de Junts; o intentar cualesquiera de las variadas combinaciones que la imaginación pueda idear. Ciertamente el giro a dar a su relato hubiera debido ser muy radical, lo que explica que Feijóo haya hecho solo intentonas tan inconsistentes como volátiles: pactos de Estado, pura carcasa demagógica, propuestos solo al PSOE. Aproximaciones y conversaciones con el Junts de Puigdemont, pero saliendo por piernas en cuanto le dio la coartada Yolanda Díaz (con la visita al derrotado Puigdemont que le destaca como el poseedor de la manija). Apelación al PNV, pero sin cuestionar de ningún modo su relación privilegiada con el Santiago de Vox, redivivo matamoros de todo pelaje.

Por resumir, solo ha intentado suplir su incapacidad para ganar la presidencia con la intoxicación y el incendio de la posibilidad de que la gane Sánchez, antes de que a este le llegue el turno.

El asunto amnistía ha sido la yesca por la histeria incendiaria del nacionalderechismo español alzado contra el nacionalindependentismo catalán. Ambos en declive. Ambos con delirios de grandeza. Ambos regresivos. Condenados a enfrentarse. Aunque ni España como nación, ni esa parte de España que es Cataluña (y su plurinacional nación catalana) están condenadas a enfrentarse. Hoy no es 1936. Tampoco es 1978. Es mejor. En nuestra política ya no mana sangre, ni los gobernados han perdido los nervios aunque se les incite a ello.

Puede concluirse que Feijóo está jugando su baza como una pura representación; digan incluso, si quieren, como una farsa, como una tragedia para sus electores, como una comedia para quienes no lo son; en fin, una tragicomedia. Pero no digamos que este es un tiempo perdido.

Hoy no es 1936. Tampoco es 1978. Es mejor. En nuestra política ya no mana sangre, ni los gobernados han perdido los nervios aunque se les incite a ello

Ha servido para que el electorado pueda concluir razonablemente que Feijóo no está dando la talla; que incluso ante sus partidarios aparece volátil, zarandeado por la borrachera ideológica y el desparpajo de barra de bar de Aznar-Ayuso, sin criterio propio, poco resistente al de los demás; y que menos aún tiene el coraje y la audacia exigidos por unos resultados electorales como los del 23-J.

Para eso habrá servido este tiempo. En la medida que haya servido (¿quién sabe lo que está pasando por la cabeza de los ciudadanos que prestan mucha, poca o ninguna atención? ). Probablemente hubiera servido más si los diputados del PSOE hubieran desmontado pieza a pieza la engañifa de la oferta pactista de Feijóo sobre temas que son de interés para la ciudadanía (bienestar social, igualdad entre españoles, agua, regeneración democrática …); es decir, con un mayor protagonismo de quienes deben ser mucho más que la claque de Sánchez. Entre otros motivos porque deberían hacerse conocer por sus electores y porque, en 2019, el PSOE había ganado una hegemonía electoral sobre el PP (en abril 123 a 66, en noviembre 120 a 89) y en julio de 2023 la ha perdido (121 a 137) a pesar del balance globalmente positivo que ofrece el Gobierno de Sánchez .

Hubiera servido más si Sumar hubiera prestado más atención a su propia cohesión que a viajar a Bruselas, más que a pensar en la parte de la piel del oso que les pueda tocar en el futurible gobierno, más que a pedirle a Feijóo que se retire. A disparatar no le gana nadie a Ayuso, que le pide a Sánchez que convoque elecciones ya. Para la presidenta de la Comunidad de Madrid sí que todo éste es tiempo perdido y que le hacen perder, tan ocupada como está gestionando los servicios públicos de los madrileños.

En fin, afortunadamente está por llegar la ocasión clave: el discurso de Feijóo y el debate de investidura. Démosle importancia. Dénsela todos. Désela el PSOE, es decir, sea Pedro Sánchez quien le responda.

La posición de Sánchez

La posición de Sánchez en la paradoja de la investidura radica en que, por una parte, afirma que debe, que quiere, que puede y que logrará la presidencia, que reeditará un Gobierno de coalición de izquierdas, con un programa político progresista; y, por otra, el dato electoral de que no hay una mayoría de izquierdas en España y el hecho político de que no hay un bloque progresista que anticipe y asegure la estabilidad de la legislatura.

Conseguir su investidura presidencial y gobernar el plazo constitucional de una legislatura es todo menos fácil. Hay que hacer los encajes de bolillos (encaje "de bolaños”, ha escrito algún ocurrente) que se hacen en Almagro, en cuya plaza el torero Cagancho quedó como quedó. Darla por hecha es contribuir a que se crea que todo lo que está pasando en ese supuesto “bloque para la investidura” es un teatrillo y que Sánchez lo tiene todo apañado en secreto. No lo creo. Aunque es mucho el teatro y la “pura representación” (recuerden la sarcástica crítica de Larra a la democracia representativa en España de hace doscientos años) que se practica en las democracias del día presente.

Sánchez tuvo mucho que explicar desde el 23-J y tiene mucho que explicar para ganar la votación en el Congreso y, al mismo tiempo, para aumentar su credibilidad ante los españoles. Son dos caras de la misma moneda. Tiene que dar un giro respecto a su mensaje electoral. Por supuesto no tan amplio como el de Feijóo.

Por supuesto puede decir que dará continuidad a lo hecho, que el nuevo Gobierno mejorará, con la experiencia, al anterior, que evitará e incluso rectificará errores cometidos, incluso que intentará llegar a acuerdos también con un PP en la oposición.

Tomemos el ejemplo con el que se está intoxicando a la opinión pública, la eventual amnistía, con el que, de paso, se sepultan en el silencio asuntos muy sustanciosos para la vida cotidiana de tantísimos españoles que se la tienen que ganar mes a mes, día a día, y que debieran estar en la agenda de la opinión publica durante todo el periodo de investidura.

Este es el espectacular panorama: parlamentos autonómicos y ayuntamientos en pleno llamados por Feijóo a debatir sobre asuntos que no les competen; políticos, en activo o reactivados, perorando y sentenciando –como si fueran expertos juristas o magistrados del Tribunal Constitucional– que la supuesta ley de Amnistía no cabe en la Constitución ni a trancas y barrancas; juristas, jueces y magistrados perorando –como si fueran políticos dirigiéndose a su grey mitinera– sobre los desastres seguros que acarrearía; las guindas estultas, desde la derecha y desde la izquierda, las ponen, por ejemplo, una portavoz de la Asociación Profesional de la Magistratura (que en pocas palabras demuestra que desconoce por completo los pronunciamientos del Tribunal Constitucional sobre la amnistía y los indultos) y una iletrada consejera de Estado que publica su opinión, desconociendo que la prudencia obliga, en un órgano consultivo, a no dar consejo sino cuando te lo piden. Y para más inri, el jefe de la patronal (conglomerado que es partidario encendido de todas las amnistías fiscales habidas y por haber) oponiéndose radicalmente a una ley aún no nacida, aún no concebida (aunque ya tiene muchos aspirantes a padres y madres).

Todo sucede cuando no hay ni proyecto de texto que fije el contenido de esa eventual ley de amnistía, algo imprescindible para que el juicio inicial no sea solo un prejuicio marcado por la querencia y el partidismo propios. El mundo al revés, así que si estamos nerviosos, con prisas, manga por hombro es fácil que las cosas salgan por donde puedan.

Sánchez tuvo mucho que explicar desde el 23-J y tiene mucho que explicar para ganar la votación en el Congreso y, al mismo tiempo, para aumentar su credibilidad ante los españoles. Son dos caras de la misma moneda

Esta algarabía es sobre todo un ataque preventivo de la opinión publicada contra la continuidad y refuerzo de la política de distensión seguida por el Gobierno durante la pasada legislatura. Si esa algarabía se convierte en un alud (capaz no solo de arruinar la investidura de Sánchez sino, algo más importante, defraudar el mayoritario afán de convivencia entre catalanes, entre españoles, en Cataluña y en España) en parte se deberá a que no se ha prestado suficiente atención a comprender y explicar la posición del independentismo catalán en las paradojas derivadas del resultado electoral del 23-J.

La posición del independentismo catalán y la cuestión de la amnistía

Sus partidos son perdedores, pues han pasado de tener 23 diputados a 14 y, sin embargo, quieren aparecer como ganadores. Quieren creérselo y hacérselo creer a sus disminuidas filas de ya no tan fervientes seguidores; aunque no se pueden creer que lo que digan va a ir misa. A su delirio de grandeza y de protagonizar ahora mismo jornada y ocasión históricas le viene al pelo esa algarabía batuteada por la santa compaña que anuncia el final de la Constitución y la destrucción programada de la Nación española. Algarabía que pinta a Puigdemont, Junqueras, Aragonés y Torra como los reyes del mambo a cuyo son ha bailado y baila Sánchez para conseguir y mantener la presidencia; aunque cada uno de ellos conoce bien su más bien triste realidad: el riesgo de ser desalojado de la costosa sede de Waterloo, el olvido del ejemplar sacrificio carcelario como prueba de dignidad, las pitadas crecientes en las Diadas independentistas menguantes, el apabullante olvido del propagandista de la esencia de la raza catalana al que ya no guardan ni en el baúl de los recuerdos.

En fin, una clave para entender lo que les pasa es que entre ERC y Junts se están disputando anticipadamente la Generalitat que saldrá de las próximas elecciones catalanas.

Lo peor es que mientras tanto, ante la opinión pública española, ante la opinión pública catalana, se desmerece, se deja en el olvido y el silencio al PSC –que ha obtenido más votos en Cataluña que todos los partidos independentistas juntos– y a Salvador Illa, su SG, que ya dirige el partido con mayor respaldo electoral de los catalanes, y en el que siguen militando los alcaldes que sufrieron los mayores ataques en la duradera efervescencia del nacionalindependentismo catalán.

Para no seguir liándola y tratar de desenmarañar este asunto habría que hacerse algunas preguntas. ¿Cómo interpretar y qué enseñanzas sacar de los resultados electorales? ¿Por qué han retrocedido los partidos independentistas y por qué ha crecido el PSC?

Entre las causas está especialmente el efecto positivo de la política de distensión practicada por Sánchez, cuyo emblema fueron los indultos.

Las atendibles objeciones que se han hecho a la sola idea de la amnistía (la existencia de declaraciones de Sánchez, anteriores al 23-J, cuestionando su constitucionalidad; el dato de que no figuraba una ley reguladora como propuesta en el programa electoral del PSOE) decaen. Pertenecen al periodo previo al resultado electoral.

Así que podemos presumir que Sánchez ha sacado la enseñanza de que resulta pertinente prolongar y profundizar ahora esa política de distensión. Podría haber anunciado –incluso aunque aún estemos en la fase en la que el principal actor (¡no se lo tome, señor Feijóo, en el primer sentido de la palabra!) debe ser el susodicho candidato– que su disposición es favorable a medidas de alivio de la presión legal, judicial y administrativa, para los centenares de personas que siguieron a líderes indultados. Que estas medidas bien medidas no son un precio a pagar por su investidura, sino decisiones políticas que pueden generar beneficiosos efectos para la convivencia entre la inmensa mayoría de catalanes. Y que no debieran servir para fomentar la división entre españoles fuera de Cataluña.

El fundamento, objeto, contenido y nombre que se le dé a la ley que contenga esas medidas son negociables. Este es otro cantar, en un marco imprescindible acotado por la Constitución; acotado por el principio de que a quienes perdieron el procés (con la aplicación del 155) y a quienes han perdido en las elecciones del 23-J no hay que humillarlos, pero tampoco convertirlos en vencedores.

Respecto a la ausencia observada en el programa socialista cabe responder planteando otra pregunta: ¿acaso no han de reajustarlo o concretarlo los partidos que aspiran a formar Gobierno en función de los resultados?

Conclusión

Ya ve, lector, que finalmente hemos tenido que ir al terreno del debate exorbitado por el candidato Feijóo con la inestimable ayuda de la opinión publicada. Ha sido incapaz de utilizar el tiempo que le otorgó la presidenta del Congreso para explicar que tiene un programa político desde el que gobernar para todos los españoles.

¿Lo hará el próximo día 26? ¿Comparecerá en el Congreso para escenificar una pura representación? ¿Tendrá cuajo para decir que renuncia a ser presidente porque no quiere navegar con independentistas? ¿Se aprovechará la algarabía previa para aumentarla aprovechando la utilización de las lenguas que la Constitución llama españolas, distintas a la castellana? ¿Serán serenas o al borde de un ataque de nervios las sesiones que nos aguardan?

Algunas incógnitas se ciernen sobre la investidura más allá de la certidumbre de que ni en primera ni en segunda votación será elegido Feijóo y de la incertidumbre sobre si finalmente habrá que repetir las elecciones. Quedan poco más de dos meses, pero un largo y sinuoso camino político.

A Armengol –que empezó bien su andadura como presidenta del Congreso– le va a tocar moderar un debate cuya importancia no debe quedar devaluada. Advierto que después tendrá que refrendar actos del Rey que serán muy importantes para el desenvolvimiento democrático del procedimiento de investidura hasta su final.

Permanezcamos atentos. Es buena ocasión para quitarnos de la sesera ideas gregarias que secan el cerebro y preparan la testa para topar. Buena ocasión para influir en los resultados no solo con nuestros votos sino con nuestras opiniones.

Amigos y amigas de infoLibre , plantéenselo así y no se la pierdan.

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José Sanroma Aldea es abogado.

Evidencias democráticas que se enturbian

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