En el marco de las democracias contemporáneas, España se enfrenta a una situación preocupante: una creciente desconfianza hacia el Estado y sus instituciones, alimentada por un relato sostenido por sectores ultraderechistas, influencers y pseudoperiodistas cuyo alcance es, además, exponencial en redes sociales. Esta corriente difunde una narrativa que equipara a los políticos y al Estado con la corrupción y la ineficacia. Frases como “todos los políticos son iguales” o “solo el pueblo salva al pueblo” no son coincidencia ni simples reclamos espontáneos de frustración social. Son parte de una estrategia cuidadosamente construida para socavar los cimientos de la legitimidad democrática, fomentando una percepción de caos y de rechazo hacia las instituciones estatales. Este fenómeno es, en realidad, una amenaza que mina no solo la cohesión social, sino el respeto a la función pública y a los principios democráticos fundamentales. La historia y el pensamiento político nos enseñan que la ciudadanía informada y activa es el único antídoto ante este deterioro.
A lo largo del siglo XX, autores como Noam Chomsky nos han advertido sobre el peligro de la manipulación mediática como herramienta para moldear la opinión pública. La “manufactura del consenso”, en palabras de Chomsky, describe cómo ciertos sectores económicos y políticos concentran el poder informativo para influir en la opinión pública, llegando incluso a construir percepciones y crisis que alejan a los ciudadanos de una crítica racional y propositiva. En la España actual, esta manufactura toma la forma de campañas de desinformación en redes sociales y medios que, en lugar de promover la reflexión y el análisis, pretenden enardecer a la ciudadanía, mostrándole una versión sesgada y alarmista de la realidad. Este fenómeno, claramente calculado, es particularmente nocivo cuando se difunde de forma masiva en el contexto de crisis políticas y sociales, como la reciente respuesta estatal ante la dana en Valencia. En lugar de evaluar la eficiencia de los mecanismos de protección y reconstrucción pública, se busca desprestigiar toda la estructura institucional sin análisis.
El Estado, entendido en su forma moderna, es el garante de derechos y de igualdad social. Y es en situaciones de emergencia, como la reciente catástrofe climática en Valencia, cuando el valor de la acción estatal se vuelve evidente. Las instituciones públicas desempeñan un papel central en la coordinación de recursos, la planificación de respuestas y el apoyo a los afectados, algo que ninguna iniciativa privada o comunitaria podría hacer en igual medida y con la misma efectividad. En estos momentos críticos, el Estado demuestra ser la herramienta fundamental que la ciudadanía tiene para organizarse y enfrentar retos comunes. Atribuirle al Estado, o a quienes le representan, una imagen de ineficacia generalizada no es solo injusto, sino peligroso. Aquí, la función pública debería ser defendida como un logro social que ha costado siglos consolidar.
El discurso ultraderechista que hoy penetra en amplios sectores de la sociedad adopta una postura polarizante, simplista y con una retórica peligrosamente efectiva: “nosotros, el pueblo”, frente a “ellos, los políticos”
Autores como Hannah Arendt han subrayado la importancia del “espacio público”, ese lugar seguro que las instituciones democráticas brindan a las personas para desarrollarse y enfrentar los desafíos sociales en un marco de seguridad y previsibilidad.
En cambio, el discurso ultraderechista que hoy penetra en amplios sectores de la sociedad adopta una postura polarizante, simplista y con una retórica peligrosamente efectiva: “nosotros, el pueblo”, frente a “ellos, los políticos”. Bajo este planteamiento, se desvirtúa el contrato social y se presenta al Estado como un enemigo a vencer, obviando la complejidad de sus funciones y la importancia de la pluralidad política. Los efectos son devastadores. Rousseau nos enseñó que la ciudadanía no es solo una condición pasiva, sino que debe asumirse en plenitud, participando y exigiendo, pero también respetando los mecanismos democráticos. El relato de “el pueblo contra el Estado” diluye esta visión, sustituyéndola por una concepción falsa y peligrosa de libertad, en la que la institucionalidad pierde valor y la democracia misma queda desprotegida.
No obstante, el problema es aún más profundo cuando consideramos que la desinformación y los eslóganes radicales ya no son exclusivos de una minoría, sino que llegan, con fuerza, a una mayoría en las redes. La ciudadanía está, en muchas ocasiones, privada de una información veraz y equilibrada, expuesta a una sobrecarga de contenido que obstaculiza el discernimiento y favorece el eco de opiniones polarizadas. Zeynep Tufekci, experta en sociología digital, ha advertido cómo los movimientos sociales pueden aprovecharse de las frustraciones individuales y colectivas para canalizar la energía de la ciudadanía contra sus propios intereses, en vez de promover soluciones efectivas. En el caso español, las redes sociales se han convertido en el campo de batalla ideal para sectores que pretenden, precisamente, debilitar la credibilidad institucional y fomentar el descontento sin proponer alternativas viables.
El resultado de esta estrategia no es solo una ciudadanía desinformada, sino un colectivo social que ha renunciado a su condición de ciudadanía crítica y activa. Cada vez son más las personas que, expuestas a la desinformación continua, caen en la trampa de la indiferencia política, repitiendo sin reflexión que “da igual quién gobierne” y que “todos son iguales”. Esta indiferencia no es inocua: al dejarse seducir por esta narrativa, los ciudadanos abandonan una postura activa y vigilante, convirtiéndose en espectadores pasivos de la política. En palabras de John Dewey, la democracia es un proceso de educación continua, y una sociedad que se despreocupa de los hechos y se desentiende de su rol participativo no es sino un terreno fértil para la autocracia y la violencia.
De hecho, ya estamos presenciando cómo esta desafección se traduce en actos de violencia y en un clima de tensión constante en las calles. La polarización y la falta de compromiso ciudadano han incrementado la posibilidad de revueltas, exacerbadas por quienes encuentran en la desestabilización una oportunidad para sus propios intereses. Si permitimos que esta tendencia continúe, ¿qué futuro le espera a nuestra democracia? ¿Qué nos queda si eliminamos el respeto a las instituciones, a los mecanismos de representación y al derecho a disentir en un marco de paz?
La política no debe entenderse como un campo minado de intereses individuales, sino como un espacio en el que los intereses colectivos se representan y defienden
Es crucial, pues, reivindicar la buena política y el papel de las instituciones democráticas como elementos esenciales de la vida en sociedad. La política no debe entenderse como un campo minado de intereses individuales, sino como un espacio en el que los intereses colectivos se representan y defienden. El “todos son iguales” es una simplificación que traiciona la esencia de la democracia misma, y quienes alientan este discurso sin escrúpulos, están lejos de pretender un cambio beneficioso. Hoy más que nunca, necesitamos recordar que las instituciones públicas, los representantes políticos y el Estado de derecho son nuestras herramientas más valiosas para construir una sociedad justa, equitativa y solidaria. La democracia es el único camino viable para alcanzar este ideal, y socavar sus instituciones es atentar contra el bien común.
Finalizo con una invitación: como ciudadanos, debemos comprometernos a informarnos, a participar y a defender nuestras instituciones de quienes buscan su deterioro. No debemos caer en la indiferencia ni ceder a la tentación de los atajos simplistas que nos ofrecen. La ciudadanía comprometida es el baluarte de la democracia. Dejemos de repetir consignas que no responden a la realidad y valoremos la complejidad de la política y del Estado, pues en esa valoración reside nuestra mejor defensa.
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Marta Trenzano es politóloga y diputada del PSOE por València.
En el marco de las democracias contemporáneas, España se enfrenta a una situación preocupante: una creciente desconfianza hacia el Estado y sus instituciones, alimentada por un relato sostenido por sectores ultraderechistas, influencers y pseudoperiodistas cuyo alcance es, además, exponencial en redes sociales. Esta corriente difunde una narrativa que equipara a los políticos y al Estado con la corrupción y la ineficacia. Frases como “todos los políticos son iguales” o “solo el pueblo salva al pueblo” no son coincidencia ni simples reclamos espontáneos de frustración social. Son parte de una estrategia cuidadosamente construida para socavar los cimientos de la legitimidad democrática, fomentando una percepción de caos y de rechazo hacia las instituciones estatales. Este fenómeno es, en realidad, una amenaza que mina no solo la cohesión social, sino el respeto a la función pública y a los principios democráticos fundamentales. La historia y el pensamiento político nos enseñan que la ciudadanía informada y activa es el único antídoto ante este deterioro.