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Plaza Pública

La economía que queremos

Momento de la manifestación convocada por los sindicatos CCOO, UGT, y USOC en la Vía Laietana de Barcelona.

Baltasar Garzón

Esta enfermedad del covid-19, que se resiste a abandonarnos y que amenaza cada día con volver a crecer descontroladamente de tan inédita que es, de tanto perjuicio humano, social y económico que está provocando, no deja de suscitar reflexiones de todo tipo. Para quien quiera observarlo, el fenómeno está ahí, delante de nuestros ojos. Vivimos un momento de inflexión en la historia de la humanidad.

De un modo u otro, se ha desmontado el mito y el sacrosanto dogma de la economía del libre mercado, que sería una especie de mecanismo "natural" que se autorregula y que funciona a la perfección, siguiendo unos parámetros y principios casi "divinos" que no deben ser intervenidos por la mano del ser humano con normas y regulaciones que lo pueden "distorsionar".

Pongo unos ejemplos sobre el cambio de paradigma. Absolutamente nadie protestó porque el Gobierno fijara los precios de mascarillas y otros productos sanitarios, interviniendo así el mercado. Hace unos días el líder del Partido Popular pedía al Gobierno que se extendieran los ERTES hasta fin de año para evitar el desempleo de unos 300 mil trabajadoras y trabajadores, según sus cálculos. Es decir, el propio representante de la derecha neoliberal (traicionando sus principios) pide al gobierno progresista que intervenga el mercado laboral. El Banco de España aboga abiertamente por intervenciones públicas en el mercado de alquiler para aumentar la oferta y disminuir así los precios, facilitando con ello el acceso de las familias a una vivienda. En Alemania Angela Merkel ha nacionalizado a la mismísima Lufthansa y en la Unión Europea se debate un billonario fondo para la reconstrucción y reconversión de Europa, que más allá de las discrepancias iniciales y de los matices entre créditos o transferencias sin obligación de devolver, finalmente no hay duda alguna de que será aprobado, porque es necesario para todos los países, no sólo para los directamente perjudicados.

Son medidas que recuerdan el new deal de los años 30 del siglo pasado, o el Plan Marshall después de la Segunda Guerra Mundial y, también, recuerda al economista británico John Maynard Keynes, liberal pero partidario de intervenir la economía con estímulos y gastos en momentos de decrecimiento, teoría tan denostada por el neoliberalismo por ir en contra de los dogmas del inmaculado y santificado mercado que todo lo regula "automágicamente".

Cada vez es más claro que la economía es una obra humana, que es una ciencia social inexacta, que utiliza modelos predictivos que son falibles. También es cada vez más evidente que el libre mercado y la competencia perfecta son una ilusión, como bien afirma el economista de la escuela de Chicago (sí, ha leído bien, de la escuela de Chicago), Bernard Harcourt en su libro The Illusion of Free Markets. Existe una abundante regulación y control de entidades supervisoras de la "libre competencia", precisamente porque las grandes corporaciones siempre tienen la tendencia "natural" a no competir entre sí, a acordar precios por debajo de la mesa, a juntar sus capitales en una fusión o una opa, porque saben que si no compiten obtendrán mayores beneficios. La pandemia no ha hecho más que dejar en evidencia esta realidad.

Progresismo o neoliberalismo

Aquellos países en que gobiernan partidos que apuestan por el progresismo humanista afrontan el futuro con más esperanza. Un ejemplo interesante es que estos días atrás se disparaban las reservas vacacionales en las playas del sur español, pese a que aún la epidemia no ha terminado y el futuro laboral sigue siendo inseguro.

Frente al manejo razonable de la crisis, solidario y mínimamente ético, destaca, por contraste, el de los acólitos del neoliberalismo y la ultraderecha, como Donald Trump con el acaparamiento de las futuras vacunas y del primer y el único medicamento (hasta el momento) disponible para el tratamiento del covid-19, el Remdesivir. Las posturas dictatoriales y las populistas se han mostrado nefastas a la hora de encarar la crisis, provocando todavía más dolor. Se ha podido comprobar que los ciudadanos más vulnerables han sido los más desprotegidos en aquellos lugares en que la derecha ha primado el interés de lo privado sobre lo público. Esto ha sido deliberado, responde a un criterio ideológico y no tenía por qué ser necesariamente así.

Si ponemos en marcha la moviola y retrocedemos a los meses anteriores a la pandemia, lo que el mundo estaba viviendo era una etapa de convulsión: el grito de los jóvenes reclamando el respeto al medio ambiente; las manifestaciones en muchos países contra la desigualdad y las políticas de ultraderecha; la voz de las mujeres exigiendo que sus derechos sean equiparados a los de cualquier varón y las necesidades urgentes de oleadas de migrantes que huyen de sus países buscando refugio o un futuro mejor, pero que encuentran sociedades hostiles que los recluyen como delincuentes o se les utiliza y explota porque siempre hay quien se aprovecha de su condición migratoria irregular o pendiente de regularización.

Estas son enfermedades sociales precovid-19 y mirándolas en retrospectiva, parecía una tarea propia de un ejército desperdigado de ciudadanos David contra unos pocos pero cohesionados gigantes Goliat que detentan el poder económico y extienden sus intereses como un bloque por todos los lugares, atentando contra la naturaleza y contra el clima; con la visión de las personas como mano de obra y meros consumidores, extendiendo los conceptos de machismo, xenofobia y racismo para preservar su pretendida supremacía.

Expuestos los hechos, ¿cuál es el camino? Vuelvo a la idea inicial sobre la nueva economía que queremos. Desgraciadamente, junto con signos de cambio, los prejuicios siguen y seguirán en la mente de muchos todavía por un buen tiempo. En la Unión Europea, hemos podido ver que aún en situaciones extremas, la solidaridad es de difícil ejercicio para muchos países. Poco podemos esperar de unos compañeros de viaje que prefieren garantizar su situación de prevalencia a colaborar en resolver el momento crítico que afecta a todos, aunque no a todos por igual, perdiendo de vista que compartimos moneda, leyes, instituciones y gobierno, y que nuestros destinos están entrelazados. El 11 de abril pasado, el primer ministro portugués Antonio Costa lo explicaba en una entrevista en la que calificó a los Países Bajos de auténtico lastre para la toma de decisiones conjuntas en Europa y fue más allá afirmando que era repugnante la sugerencia del ministro de Finanzas holandés Wopke Hoekstra de investigar la razón de que algunos países no dispusieran de margen presupuestario para afrontar la crisis de la Covid 19, apuntando hacia España e Italia. Acertadamente el primer ministro añadió que, tras esta actitud del gobierno de Holanda existen criterios electorales y "una nula capacidad para poner fin al populismo".

¿Qué cambios deseamos?

Costa evidencia la diferencia de ese progresismo humanista frente a los intereses pragmáticos y mezquinos del neoliberalismo, para el cual interesa más la economía que las personas. Todo lo contrario de lo que debería habernos enseñado la pandemia. El economista griego Giorgio Kallis considera que no hay opción de salvar la economía sin salvar a la gente. "Esta crisis nos deja muy claro que la economía no debe ser lo primero, sino que es algo que viene después de otras cosas importantes como la salud humana y la salud planetaria". Para el economista, asistimos a un problema colectivo cuya solución debe ser estructural y los gobiernos deben plantear la prioridad en generar otro tipo de empleo en actividades que tienen un valor social, como el cuidado.

"Es urgente una economía moral en la que los agentes económicos sean responsables de asegurar el bienestar colectivo", escribían a mediados de abril las catedráticas Paloma Fernández Pérez y Lina Gálvez. "Hace ya varias décadas que sabemos que hay otras formas de organización empresarial y otra manera de hacer negocios. Una manera que intenta acentuar la sostenibilidad, la solidaridad, la colaboración; un tipo de empresa que busca, además del beneficio individual, el retorno social…" Añaden una posibilidad que me parece esperanzadora: "Al final, la eficiencia de las organizaciones para adaptarse a la crisis del capitalismo y las democracias liberales ha de pasar por la integración en formas de organización política que reconozcan la necesidad del consenso, del valor estratégico de proteger el bien común, incluso desde la discrepancia".

También los ciudadanos debemos reflexionar sobre qué cambios deseamos. Mi buen amigo Nacho Alonso, periodista económico, me comentaba que en estos momentos cada colectividad debe hacerse la pregunta de cómo abordar el futuro y a qué esta dispuesta a renunciar. Un pequeño pueblo de la España vacía puede optar por transformar su bucólica y cada vez más limitada vida basada en los paisajes y en el paseante ocasional, por ejemplo, por una acción de impulso del turismo rural sabiendo que las acciones a realizar dejarán de lado el disfrute de la soledad. O propiciar la implantación de empresas en el pueblo a costa de la tranquilidad. La alternativa es no hacer nada, dejarlo estar y eso sí, continuar quejándose.

Mucho que aprender

Mucho que aprender

A los políticos hay que exigirles que se sacudan el polvo de una economía neoliberal fracasada y nefasta para el ser humano, que apliquen la ética a todas sus actuaciones y que se unan en acciones conjuntas que nos ayuden a lograr una sociedad que ofrezca oportunidades de crecimiento personal y trabaje para eliminar las desigualdades. En la que lo público suponga una base de seguridad y lo privado pueda conseguir beneficios y repercutir una parte en el colectivo. Esa es la economía a la que debemos aspirar. Recientemente, Jesús Maraña escribía en estas páginas: "Y aquí está la principal novedad de la semana: surgen brotes de consenso. Al menos tres. Sean más o menos sinceros u obligados, ya era hora…" Que así sea y que crezcan muchos más. Sólo unidos podremos avanzar hacia la economía que queremos.

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Baltasar Garzón es jurista y presidente de FIBGAR

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