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Los Estados Unidos en círculo vicioso

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Juan-Ramón Capella

Entre las muchas decisiones políticas bochornosas de la presidencia de Trump —entre ellas abandonar los acuerdos sobre el control del armamento nuclear, sobre el clima, abandonar el acuerdo multilateral con Irán, suspender fondos a la Unesco, poner embajada en Jerusalén, entre tantísimos otros—, lo que parece hasta ahora la trumpanada final, esto es, soliviantar a sus partidarios y enviarlos a presionar al Congreso norteamericano, no es sino un síntoma más de la decadencia de Estados Unidos como potencia hegemónica.

Es obvio que Trump sabía que eran falsas sus alegaciones de corrupción del voto, anunciadas incluso antes de las elecciones. Haber mantenido esas acusaciones falsas no se puede interpretar sólo como búsqueda de base para las elecciones presidenciales siguientes, sino como un intento de cocer a fuego lento un golpe de estado blando que tal vez hubiera podido salirle bien.

Los Estados Unidos han logrado volver a ser la primera potencia económica mundial. El PIB norteamericano se ha incrementado más que notablemente en los últimos meses. El crecimiento económico se ha financiado como antes de 2008: mediante la expansión del crédito público y privado, esto es, incrementando una deuda que desde hace tiempo se considera impagable —y no es la única—. El empleo se ha recuperado. Eso explica en parte el apoyo social que encontró Trump.

Los Estados Unidos siguen siendo la principal potencia militar mundial. Los gastos militares directos se llevan el 8% de su presupuesto —hay gastos indirectos adicionales—. Tienen más de 800 bases militares en el extranjero —Rota es una de ellas—. Poseen una reserva de armas atómicas suficiente para acabar varias veces con la vida animal en la Tierra, además de armas químicas y probablemente bacteriológicas o neurológicas. Además de un arsenal armamentístico al que me referiré enseguida.

Esta potencia tiene otra cara. El presidente Eisenhower, un militar conservador, al abandonar la presidencia en 1961, se refería a lo que calificó de complejo-militar industrial. Una tupida red de relaciones que atenazaba ya entonces la política de los Estados Unidos, sus instituciones y también el pensamiento de los ciudadanos estadounidenses. Añadía, entre otras cosas, lo siguiente: "Esta conjunción de un inmenso sistema militar y una gran industria armamentística es algo nuevo para la experiencia norteamericana. Su influencia total (económica, política, incluso espiritual) es palpable en cada ciudad, en cada parlamento estatal, en cada departamento del gobierno federal".

La clarividencia de Eisenhower es manifiesta: desde la Segunda postguerra mundial los impuestos de los ciudadanos norteamericanos han financiado enormes arsenales que se han ido quedando obsoletos y han sido renovados constantemente: un arsenal de portaaviones, acorazados, cruceros, submarinos, fragatas, bombarderos y cazas, misiles intercontinentales, misiles de alcance medio, antimisiles, tanques y medios de transporte terrestre, bombas de hasta 40 toneladas y un ejército de casi un millón y medio de hombres. ¿Quién se acuerda ahora de los Minutemen, de los Pershing, de los Cruise, pozos sin fondo donde fueron enterrados millones y millones de dólares, que por fortuna no han sido utilizados? ¿Quién de las armas atómicas "limpias", diseñadas para una "guerra de teatro", por supuesto teatro europeo? ¿Quién de las pruebas atómicas casi semanales de los años cincuenta y sesenta? Todo eso lo ha financiado el contribuyente americano sin pestañear. Los analistas de la administración norteamericana que apoyaron la continuación de estas políticas en el siglo XXI temieron, en su Rebuiding America's Defenses (año 2000; puede ser leído en internet), que la población no apoyara tales gastos enormes "salvo que se produjera un nuevo Pearl Harbour". Lo obtuvieron el 11 de septiembre de 2001.

El complejo militar industrial no ha hecho más que crecer desde la denuncia de Eisenhower en 1961. Es un sistema de puertas giratorias entre las industrias armamentísticas y de suministros militares y los altos (y no tan altos) jefes del ejército, que pasan a los consejos de administración u otros puestos de las compañías de la industria armamentista (en realidad de cualquier empresa que le venda algo al Pentágono o al ejército, desde uniformes y pertrechos varios a la última novedad tecnológica, pasando por vehículos, servicios de comidas, limpieza, o de las empresas civiles de seguridad, etc.).

El sistema, que corrompe y dirige la política, se completa con una inteligente dispersión de las fábricas de armamento e industrias y servicios militares por todos los estados de la Unión, de modo que la hipotética amenaza de cierre o disminución de la producción bélica, con despido de trabajadores, etc., es vista con horror por los senadores de cada uno de los estados, que podrían perder sus escaños. Ejecutivo y legislativo están atenazados pues por el peligroso complejo militar industrial. Eisenhower señalaba el carácter total de esta influencia, que modifica el pensamiento de los ciudadanos estadounidenses (se les aterrorizó haciéndoles construir refugios contra un ataque atómico que jamás estuvo —y lo sabían— en la imaginación de los soviéticos). Hoy el ministerio de Defensa USA tiene atribuciones para controlar cualquier industria —sobre todo en el ámbito de las nuevas tecnologías—; las leyes adoptadas tras el Pearl Harbour del 11 de septiembre de 2001 permiten al gobierno asesinar con drones a "combatientes enemigos" (por ejemplo, a científicos nucleares persas), o torturar fuera del territorio norteamericano, en Guantánamo inalcanzables por los jueces federales; el gobierno puede mentir legalmente, difundir falsedades (por ejemplo en el Consejo de Seguridad de la ONU: las "armas de destrucción masiva" que Iraq no tenía; y la difamación de agentes gubernamentales que denunciaron una superchería que justificó hacer añicos la sociedad iraquí). El poder ejecutivo puede financiar a agentes suyos para que periodistas difundan falsedades en el extranjero, y por supuesto organismos gubernamentales estadounidenses —NSA, CIA— promueven agitación política en todo el mundo de Bolivia a Brasil, de Ucrania a Hong Kong, y un sistema de vigilancia global que alcanza hasta los teléfonos móviles de jefes de gobierno aliados.

El sistema de relaciones entre la administración norteamericana y las empresas de medios audiovisuales y de ocio, combinado con los tratados comerciales, ha sido un factor importante en la imposición del modo de vida consumista y despilfarrador en casi todo el mundo. No cabe duda de que el imperio estadounidense sigue siendo el más importante de la Tierra. Sin embargo, según la ONU 40 millones de habitantes de los Estados Unidos viven en condiciones de pobreza. En las cárceles norteamericanas hay 2.300.000 personas, más que en ningún otro país. La pandemia o sindemia de coronavirus se ha extendido en los Estados Unidos con más víctimas que en cualquier otra parte. La sociedad de ese país, donde es lícito portar armas de fuego, está agudamente polarizada y dividida. La población americana nativa fue objeto de un genocidio; el exterminio —o la degradación mediante el suministro de alcohol— de muchos de los pueblos indígenas fue prácticamente completo. La esclavitud dio lugar a la creencia en la superioridad racial de los blancos frente a las poblaciones afroamericana e hispana. Los afroamericanos, en particular, son objeto de violencia por parte de organismos policiales.

En las ciudades de los Estados Unidos hay ghettos —de africanos, de chinos, de hispanos—; en el campo, la gente habita viviendas de madera expuestas a cada tornado o inundación. En los Estados Unidos no hay seguridad social ni asistencia médica universal; hay en cambio corrupción en muchos estados y —hay que insistir en ello— violencia policial habitual (el cine y las series televisivas legitiman su actuación al margen del derecho). En los Estados Unidos sigue siendo hegemónica la visión calvinista según la cual si eres pobre es por culpa tuya. La aceptación de una sociedad dividida entre predestinados ganadores y desgraciados perdedores.

Para cualquier observador externo resulta obvio que una reducción a la mitad de los gastos militares de los USA —que aún reducidos serían los mayores de la Tierra— podría reportar financiación para eliminar las rémoras del país: se podría erradicar la pobreza, sufragar un sistema de salud para toda la población, mejorar las condiciones de vida del campesinado, sanear los ghettos urbanos. Pero eso no es posible por las razones de fondo que han sido expuestas anteriormente.

El sistema político ha resultado ser una máquina de descartar las mejores opciones: la de H. Wallace en beneficio de Truman; la de Adlai Stevenson; en 1968 la de Eugene McCarthy o la de McGovern; la de B. Sanders recientemente. Eso cuando no se ha recurrido al asesinato, como en el caso del presidente Kennedy y el de su hermano Robert cuando era candidato a la presidencia.

El sistema electoral norteamericano es hoy aberrante, cuando los estados federados no se parecen gran cosa a los que declararon la independencia y cuando el trasiego de la población es cosa generalizada. Pues aún hay que inscribirse para votar —en vez de recibir en el domicilio, como entre nosotros, una notificación del censo—, y se eligen unos delegados estado por estado, con desprecio total de los votos de minoría, que son los que deciden las elecciones presidenciales. Para el sufragio pasivo, para optar a ser elegido, hay que disponer de ingentes sumas de dinero, que proceden de lobbys del género más variopinto. Las empresas de servicios políticos en que se han convertido los partidos tienen más intereses electorales que proyectos políticos propiamente dichos. A menudo cometen errores de bulto.

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El imperio americano tiene el timón atado al belicismo y el armamentismo para afrontar los problemas (no exclusivamente suyos) que le esperan. Le esperan el agotamiento de los combustibles fósiles, una crisis climática y ecológica muy general, una incremental desigualdad. El sistema político no sabe adoptar medios pacíficos y solidarios con otras poblaciones del planeta para los problemas que tenemos en común. Necesitaría un nuevo Roosevelt, un nuevo Kennedy. Pero no sabe producirlos, y si lo hiciera seguramente los asesinaría. Por eso resulta peligrosísimo. Ya nadie en el mundo debería secundar esa ciega estrategia belicista, por muy soft que parezcan sus sucesivas versiones.

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Juan-Ramón Capella es catedrático emérito de Filosofía del Derecho y autor del libro Un fin del mundo. Constitución y democracia en el cambio de época.

Entre las muchas decisiones políticas bochornosas de la presidencia de Trump —entre ellas abandonar los acuerdos sobre el control del armamento nuclear, sobre el clima, abandonar el acuerdo multilateral con Irán, suspender fondos a la Unesco, poner embajada en Jerusalén, entre tantísimos otros—, lo que parece hasta ahora la trumpanada final, esto es, soliviantar a sus partidarios y enviarlos a presionar al Congreso norteamericano, no es sino un síntoma más de la decadencia de Estados Unidos como potencia hegemónica.

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