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Plaza Pública

La fusión

Liliana Pineda

Hoy, hablando con Rocío, trabajadora de la limpieza de mi edificio, me contaba que “ya no dan papeletas”, es decir, citas con el Servicio de Mediación, Arbitraje y Conciliación (SMAC) en Madrid, para el acto de conciliación en el que, por iniciativa de la trabajadora en este caso, se trataría de llegar a un acuerdo con la empresa sin la intervención del juez. Este acto es obligatorio en las reclamaciones más habituales, cuando un trabajador es despedido, o frente a sanciones disciplinarias, o cuando se le deben salarios… Ayer nos citaban en mi despacho a un investigado, a una procuradora y a mí, para la celebración de una telecomparecencia en un asunto ante la Audiencia Nacional, en el que no se garantizaba ni siquiera la presencia de una traductora al castellano, preceptiva en casos en los que el justiciable no habla ninguna de las lenguas oficiales del Estado… Y esta mañana mi vecina se quejaba de que su rehabilitación, a raíz de una operación de cadera, había sido postergada nuevamente pese a que lleva más de siete meses necesitándola. Podría extenderme en una larga exposición de quejas sin llegar siquiera a mencionar las más apremiantes, las que saltan a los medios de comunicación por deficiencias e insuficiencias en la prestación de servicios sociales, sanitarios, educativos, etcétera, etcétera.

La cuestión es que habiendo suscrito todas las declaraciones, tratados y normativas internacionales que aparentemente nos elevan a la cúspide de las naciones autodenominadas democráticas y garantistas de prestaciones públicas esenciales, nos hemos dotado de unos derechos que ahora nos son imprescindibles para la vida cotidiana, pero… no hemos asegurado su financiación.

Comenzando por el Derecho Humano a la Vida y continuando por derechos como el Derecho a la Salud, a la Educación, al Agua, a una Vivienda y un Trabajo dignos, al Medio Ambiente seguro, limpio, saludable y sostenible, lo cierto es que no tenemos garantizado financieramente ninguno, pues a ellos se sobrepone un único derecho que goza de prioridad absoluta y está protegido por los ejércitos, las legislaciones y las instituciones del mundo. Se trata del Derecho a la Propiedad. Pero no se trata de cualquier propiedad, desde luego no de la propiedad de nuestros ahorros o nuestros datos personales, ni del aire, del agua o del suelo que pisamos, sino de la propiedad “virtual” de las élites, que en nuestro sistema económico parece más real que todo lo que poseemos, se trata de los activos financieros e inmobiliarios, que a través del proceso de financiarización (1) engloban todo lo existente.

De ahí que ante crisis económicas tan graves como la que provocó el estallido mundial de la burbuja inmobiliaria en la pasada década, los partidos políticos PSOE y PP se apresuraran a asegurar la estabilidad del sistema financiero, así como la rentabilidad y solvencia de sus activos, priorizando el pago de la deuda pública, y para ello no tuvieron ningún reparo en modificar, con nocturnidad y alevosía, en el mes de agosto del año 2011, el art. 135 de la Constitución, imponiéndonos el yugo que luego aplicaría selectivamente y con gran satisfacción para los suyos el ministro Montoro, con su “Regla de Gasto”, que ató de pies y manos a los “ayuntamientos del cambio”, incapaces en esas condiciones de prestar con suficiencia financiera aquellos servicios absolutamente necesarios para poder hacer frente a la crisis social desatada por el descalabro bancario. Mientras, por un lado, se privilegiaba el pago de una deuda pública odiosa a banqueros y fondos buitres internacionales a costa de la prestación de servicios públicos esenciales, por otro se adquiría más deuda pública para poder entregar a manos llenas miles de millones de euros en ayudas a esos mismos bancos, ocultando sus enormes agujeros y su pésima gestión.

Ahora, en medio de una pandemia planetaria y situados en circunstancias económicas aún más difíciles que las que sirvieron para motivar la reforma constitucional del art. 135, en vez de asegurar la recuperación de aquel dinero público, que se eleva hoy en cifras a los 24 mil millones, nos viene la noticia, como caída del cielo, de una fusión entre CaixaBank y BankiaCaixaBankBankia, que potencia el oligopolio del sector, ya de por sí extremadamente concentrado y sometido a las tremendas tensiones de sus actividades especulativas; que cuenta con la aprobación del Presidente del Gobierno y con el aplauso de los poderes financieros y empresariales del país; y que, en suma, continúa la rancia e impenitente práctica de rescatar a la Banca ante las crisis, en ese afán porfiado de proteger los “activos financieros” y salvaguardar su valor y crecimiento infinito, cuyo único horizonte es el lucro y el enriquecimiento de unos pocos.

Todo ello renunciando a la oportunidad de crear una Banca 100 por 100 pública y sin otro objetivo que el beneficio exclusivo del conjunto de la población; un instrumento que se ha demostrado posible en España y beneficioso en general, allí donde lo hay y donde lo hubo y fue transparente y controlado democráticamente. Pero, sobre todo, renunciando a restaurar otra medida urgente en los tiempos que corren, necesaria para evitar la financiarización y garantizar la sostenibilidad del sistema financiero: la elevación al 100 por 100 del encaje bancario, o porcentaje del dinero recibido en forma de depósitos a la vista (por ejemplo, una cuenta de ahorros) que hay que guardar en caja sin que pueda ser utilizado para invertir y especular (2). La dejación de esta medida está en el origen de los problemas bancarios que sufrimos y que seguiremos sufriendo cíclicamente si se confirma la concentración de activos financieros en un oligopolio como el que planea la fusión de CaixaBank y Bankia.

  1. Fenómeno por el que se reduce cualquier elemento, bien, riesgo, producto o servicio a un instrumento financiero

2. Referencia: Huerta de Soto, J., 1998, p. 627. Citado por José Manuel Naredo

Liliana Pineda es abogada y miembro de ATTAC

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