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Hablemos de Venezuela. Sin gritar

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José Antonio Pérez Tapias

El debate político en España tiene mucho de palabras gruesas y poco de argumentos finos. Será que no tenemos tradición, como dicen los estudiosos. A poco que surja una cuestión polémica nos vemos como nos pintó Goya: en duelo a garrotazos. Cualquier discusión concita las más intensas pasiones, y no siempre las mejores, en torno a cuestiones que, efectivamente, sean objeto de posiciones contrapuestas, con el agravante de que lo disputado deja pronto de ser objeto susceptible de distintas apreciaciones para convertirse en arma arrojadiza entre los partidos o colectivos sociales que pugnan por el poder. Venezuela o, mejor, su régimen bolivariano con el presidente Maduro a la cabeza, es uno de ellos, constituyendo una temática ahora enriquecida por la autoproclamación como presidente de Juan Guaidó, que desde la presidencia de la Asamblea nacional da el salto para convertirse, con el apoyo de ese mismo órgano parlamentario, dada la mayoría antichavista que en él opera, en presidente del Ejecutivo –aprovechando la fecha del 23 de enero, día en que en 1958 un movimiento cívico-militar derrocó al gobierno del general Marcos Pérez–. Es cierto que se declara "presidente encargado" de restaurar el orden constitucional convocando nuevas elecciones –con todas las garantías– cuanto antes. Pero la explicitación de esa voluntad no elimina las objeciones a su legitimidad, como tampoco aumenta el presidente Maduro las razones a favor de la suya por más que invoque el orden constitucional, por él mismo socavado.

Salta a la vista que en el endiablado panorama de Venezuela se presenta una confrontación de pretensiones de legitimidad y de situaciones de ilegitimidad que producen un bloqueo de difícil solución. Sin duda, es un bloqueo político que no deja de implicar un tenso dilema ético si se quiere adoptar una posición política moralmente orientada con criterios de solidaridad con el pueblo venezolano, a favor de las libertades democráticas y de defensa de los derechos humanos de la ciudadanía. Ocurre que nos gustaría vivir en un mundo donde no se presentaran dilemas morales ni bloqueos políticos, pero ese mundo no existe, y el caso que lamentablemente nos ocupa desmiente, una vez más, la optimista confianza atribuida a Hegel a partir de su conocido enunciado de que todo lo real es racional y todo lo racional es real. No nos es permitida alegría alguna acerca de unas circunstancias en las que grandes dosis de irracionalidad han inundado un país al que parece afectarle también la "maldición del petróleo".

¡Cuánto nos gustaría que los hechos fueran tales que nos posibilitaran trazar una clara línea de demarcación entre lo bueno y lo malo! Pero no es así, lo cual, en vez de llevar a afrontar la realidad en su ambigüedad y dureza para, desde un terreno tan cargado de cizaña, poder entrever por dónde crece el trigo, conduce a dibujar a conveniencia el dramático cuadro que presenta Venezuela para situarse cada cual en el lado que le favorece. Así se hace en ejercicio sectario y políticamente oportunista para sacar rendimiento propio a partir del conflicto que allí se vive, manteniendo sin embargo la buena conciencia de quienes se han alineado con la parte definida como correcta, sin importarles mucho, por lo demás, dónde queda el pueblo sufriente que sobre sus espaldas, y en muchos casos al precio de su sangre, soporta unas condiciones injustas que al final dejan caer su peso sobre sus vidas dañadas.

Mirando a nuestra España, es escandaloso cómo las derechas tratan de capitalizar sin pudor alguno el dolor de Venezuela, siendo ello una constante que se agudiza con enfáticas declaraciones de apoyo a Guaidó, exigiendo electoralistamente al gobierno de España un pronunciamiento inmediato que para nada se compadece con el arte de la diplomacia. Por las izquierdas –siento mucho decirlo–, una y otra vez se cae en el escapista juego de un sectarismo despiadado que sólo percibe la mano imperialista de EEUU, que es inútil negar, pero cegándose para ver la culpable torpeza de un régimen que hace mucho dejó de ser revolucionario para instalarse en una antirrevolución que tiene secuestrado al mismo pueblo que dice defender. Siendo negativo el efecto que todo ello tiene sobre cualquier pretensión por la izquierda de reconstruir socialismo, lo peor es la insensibilidad moral para no oír las llamadas de auxilio de una ciudadanía menoscabada en sus derechos y viviendo en una realidad de penurias e inseguridad que nadie querría para sí. Tres millones de ciudadanas y ciudadanos venezolanos que en los últimos meses han abandonado el país es triste dato que habla por sí solo.

¿Cómo afrontar, pues, la situación de un país amigo que cuenta con un presidente que ha perdido legitimidad a chorros, por mucho que fuera reelegido en una convocatoria electoral a la que concurrió buena parte de la oposición, pero sobre la que se conocen múltiples trabas, no tanto en el día de los comicios, sino en todo el proceso previo? ¿Y cómo, por otra parte, se posicionan ahora en el ámbito internacional diferentes gobiernos ante un presidente, al que podemos presumir que le secunda una amplia mayoría ciudadana, pero al que falta la legitimidad de un procedimiento inequívoco para ostentar esa responsabilidad ejecutiva, por mucho que invoque una interpretación traída por los pelos de artículos constitucionales que puedan respaldarle? Ciertamente, la situación es de emergencia social y de gravísimo deterioro político, mas tales constataciones palmarias no quitan las connotaciones de golpe de Estado –se le califica de "cívico" para atenuar dicha apreciación- a tal pretensión de hacerse cargo del gobierno de la nación. No falta quien quiera pensar que si se habla de golpe de Estado es concediendo que el Estado venezolano aún puede presentarse como tal, aunque esté lejos de ser Estado democrático de derecho, pues el régimen de Maduro –perdió credenciales para presentarse como bolivariano– lo ha llevado al borde, por lo menos, de Estado fallido, puesto sobre el precipicio no sólo por gestión económica desastrosa y crisis social insoportable, sino por la más grosera manipulación de las instituciones y el montaje de una supuesta Asamblea constitucional para orillar a la Asamblea nacional electa. Así, pues, entre golpes y contra-golpes se encuentra un país que a la postre es rehén de la misma situación que padece, agravada por la disputa geopolítica que poderes foráneos, y no solo el del imperialismo USA, pasan a desplegar sobre él.

¿A quién interesa en verdad el sufrimiento de quienes habitan y hoy malviven en Venezuela? De suyo, esta cuestión es la prioritaria, y quienes se disputan legitimidades verán dirimidas sus pretensiones en la medida en que muestren que, efectivamente, ponen por delante de todo interés la dignidad y la supervivencia misma de los venezolanos. Desde fuera del país, como es el caso en España, hacen mal, inmisericordemente mal, quienes utilizan el dolor de Venezuela para arrimar el ascua a la sardina de sus burdos intereses particulares, como hacen las derechas; o, como se hace mucho desde las izquierdas, pasan por encima de ese dolor para defender un proceso supuestamente revolucionario pero ya indefendible, manteniendo dogmáticamente unas posiciones ideológicas malamente regidas por la schmittiana lógica amigo-enemigo, lo cual es cuestión que merece algún comentario.

No cabe duda de que en medio del drama en que, rozando la tragedia, se halla el país caribeño, la responsabilidad inmediata de por dónde vayan por allí los acontecimientos es de los protagonistas directos de los hechos, mas a nadie se le escapa que hay múltiples interferencias sobre un escenario tan candente, saltando a la vista cómo en protagonistas destacados brilla por su ausencia la voluntad de promover una salida pacífica a la crisis que vive Venezuela. El caso del presidente Trump es, una vez más, ejemplo clamoroso de irresponsabilidad. Al bocazas que está al frente de EEUU no le ha faltado tiempo para mostrar su encendido apoyo a Guaidó, como tampoco para formular amenazas intervencionistas que sólo con ser enunciadas suponen un obstáculo mayor para salir de la crisis en que están sumidos la sociedad y el Estado venezolanos. Con tal ostentación en cuanto a una ilegítima capacidad de injerencia, el presidente norteamericano pone en muy mal lugar a quien se pretende presidente de Venezuela, dejándolo ante la opinión pública internacional como un títere manejado en función de los intereses estadounidenses en el país y la región.

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Vayamos por partes, de nuevo. Siendo un dato de la realidad las presiones soportadas por la "revolución bolivariana" desde el principio, eso no justifica lo que cae del lado de políticas por una parte ineficaces y por otra represivas que pareciera puestas en ejercicios para dar la razón a aquel Simón Bolívar desengañado que llegó a decir que "el que sirve una revolución ara en el mar". A renglón seguido añadiremos, en lo que toca a los opositores a Maduro, que si a las alarmantes declaraciones intervencionistas de Trump se suman los inmediatos apoyos formulados por presidentes con escasas credenciales democráticas, o claramente fascistas, como Bolsonaro, razones hay para ser cautelosos ante un déficit de legitimidad democrática de origen que Guaidó en cualquier caso debe subsanar. A ello apuntan Canadá y la Unión Europea, con Alemania marcando el paso –¡cómo no!–, y la singular posición española mostrando su apoyo en diferido a Guaidó a expensas de que en el más breve plazo posible, reconocido internacionalmente como presidente interino, convoque elecciones. ¿Se han planteado acaso cómo lo va a hacer si antes Maduro no abandona el poder? ¿O qué están pensando para que tal cosa ocurra? (Por cierto, el general Marcos Pérez se exilió en la República Dominicana; Guaidó, aprovechando la conexión simbólica, ofrece indulto a Maduro).

La pregunta recién formulada es inquietante. Tal inquietud sólo puede disiparse si europeos y norteamericanos dejan atrás su manía de querer dar órdenes al mundo –tienen enfrente a Rusia y China, también en esto, y también con sus intereses– y dejan paso al papel que otros Estados del continente americano pueden desempeñar sin sombras neocoloniales. Es el caso de México y Uruguay, con posiciones afortunada y lúcidamente matizadas, que pueden comprender a Guaidó y entender a Maduro, el cual ha declarado aceptar dicha mediación. Cierto que ésta debe desembocar en convocatoria de elecciones y que el pueblo venezolano hable con su voto. En verdad, el hasta ahora presidente de Venezuela, estando políticamente muerto cuando paradójicamente grita "Chavez vive" para conseguir el imposible de sobrevivir él mismo invocándole, hará bien si evita pasar a la historia como un "tirano de sombra y fuego", expresión que se le podrá aplicar si no facilita el reencauzamiento del país por vías cabalmente democráticas, aunque fueran palabras hace décadas aplicadas a Lope de Aguirre por Vicente Gerbasi. Nunca pensaría este poeta venezolano de mediados del siglo pasado que versos suyos podrían encontrarse con la dura realidad de la Venezuela de hoy, país doliente, podemos decir parafraseando el título de su poemario Bosque doliente. Ojalá en él quede pronto atrás la triste realidad de cuando "los días pasaban bañando de lágrimas los rostros". __________

  José Antonio Pérez Tapias es catedrático de Filosofía y presidente de la Asociación Socialismo y República.

El debate político en España tiene mucho de palabras gruesas y poco de argumentos finos. Será que no tenemos tradición, como dicen los estudiosos. A poco que surja una cuestión polémica nos vemos como nos pintó Goya: en duelo a garrotazos. Cualquier discusión concita las más intensas pasiones, y no siempre las mejores, en torno a cuestiones que, efectivamente, sean objeto de posiciones contrapuestas, con el agravante de que lo disputado deja pronto de ser objeto susceptible de distintas apreciaciones para convertirse en arma arrojadiza entre los partidos o colectivos sociales que pugnan por el poder. Venezuela o, mejor, su régimen bolivariano con el presidente Maduro a la cabeza, es uno de ellos, constituyendo una temática ahora enriquecida por la autoproclamación como presidente de Juan Guaidó, que desde la presidencia de la Asamblea nacional da el salto para convertirse, con el apoyo de ese mismo órgano parlamentario, dada la mayoría antichavista que en él opera, en presidente del Ejecutivo –aprovechando la fecha del 23 de enero, día en que en 1958 un movimiento cívico-militar derrocó al gobierno del general Marcos Pérez–. Es cierto que se declara "presidente encargado" de restaurar el orden constitucional convocando nuevas elecciones –con todas las garantías– cuanto antes. Pero la explicitación de esa voluntad no elimina las objeciones a su legitimidad, como tampoco aumenta el presidente Maduro las razones a favor de la suya por más que invoque el orden constitucional, por él mismo socavado.

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