De historia e intrahistoria: Companys y Gómez-Pallete

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Javier Pérez Bazo

Hace ochenta años, el 15 de octubre de 1940, el calendario español se vistió doblemente de duelo por las casualidades de la fatalidad. Porque al amanecer de ese día fusilaron contra un muro del castillo de Montjuic al Presidente de la Generalitat catalana, Lluis Companys, y se suicidó en la ciudad francesa de Montauban Felipe Gómez-Pallete Mezquita, médico personal del Presidente de la Segunda República Manuel Azaña. Sin duda alguna llegará la hora de tributarles honores de mayor reconocimiento social y reparación moral al abrigo de la próxima Ley de Memoria Democrática, irreversible e indeleblemente. El hoy embajador de España en París, José Manuel Albares, persona de gran sensibilidad, hace unas semanas quiso muy acertadamente que su primer viaje institucional fuera a Toulouse, por su significación histórica; un año antes había acompañado como Secretario general de Asuntos internacionales al Presidente Pedro Sánchez en su visita al cementerio de Montauban con motivo del 80 aniversario del exilio. No sobrarán distinciones a la Memoria en tiempos de vileza revisionista y tanto vilipendio vomitado por la derecha extremadamente ultramontana.

Ambos casos, el de Companys y Pallete, enlazados por un mismo destino trágico, son en cierta forma representativos del brazo larguísimo de la represión ejercida por el franquismo en tiempos de posguerra, incluso más allá de nuestras fronteras. En connivencia asesina con la Gestapo y la rastrera colaboración del mariscal Philippe Pétain —quien fuera, no se olvide, el primer embajador de Francia ante el gobierno rebelde con sede en Burgos—, la joven dictadura quiso cobrarse aún más sangre genocida persiguiendo a las autoridades republicanas y civiles relevantes del exilio en Francia. La cacería fue orquestada por el sañudo policía Pedro Urraca Rendueles, domiciliado en el 133 de la parisina rue de l’Université y conocido bajo el sarcástico alias Unamuno. Con él conspiraron Juan Antonio Ansaldo, agregado militar de la Embajada de España en París, y Federico Velilla, jefe de Falange en Francia, sin olvidar al embajador franquista José Félix de Lequerica y, por parte alemana, al coronel Knochen y un tal Landsteler, experto en la persecución de judíos. Los presidentes Companys y Azaña eran los primeros en su lista con destino al paredón; les seguían, entre otros, los socialistas Julián Zugazagoitia y Francisco Cruz Salido, posteriormente fusilados en las tapias de La Almudena. Caza mayor, los llamaba la ignominia.

Companys fue detenido en el pueblo costero de La Baule-les-Pins, en el Loira, e inmediatamente entregado a la policía de Franco en Irún; Azaña, que había cruzado la frontera el 4 de febrero de 1939, fue acosado por los perros de presa de Urraca durante su refugio en Pyla-sur-Mer, no lejos de Arcachon, antes de continuar el 25 de junio hasta Montauban, a unos cincuenta kilómetros de Toulouse, acompañado por su mujer, Dolores Rivas, su asistente Antonio Lot y el médico que le atendía, Felipe Gómez-Pallete. Atrás dejaba la familia de su cuñado el dramaturgo Cipriano Rivas Cheriff, más tarde entregado a Franco. El interés de la detención era tal que hasta el mismo Lequerica viajó al sur francés para supervisar la operación, solo frustrada tras la intervención de Luis Ignacio Rodríguez Taboada, embajador de México en Francia, que atendía las instrucciones dadas por su presidente Lázaro Cárdenas.

Al lado de las grandes figuras y acontecimientos sobresalientes de la historia, hay vidas y sucesos que, bordeando el olvido, pasaron de puntillas por los caminos de lo que Miguel de Unamuno acuñó como intrahistoria, aquella cotidianidad imperecedera y silenciosa, casi muda, de gentes anónimas, alejadas de la Historia construida oficialmente y transmitida con letras de molde. Sobre la existencia intrahistórica se levantan algunos sucesos individuales indelebles y comportamientos ejemplares de personas sin nombre en los manuales, altruismos edificantes y hasta renuncias a la propia vida. En definitiva, la callada contribución a la verdadera historia de los pueblos. En la niebla dormida de la memoria. Entre otros casos, el del doctor Felipe Gómez-Pallete, nacido en Madrid el 24 de septiembre de 1904, quien con Azaña tuvo yuxtapuesta su vida última, es un conmovedor y entrañable ejemplo intrahistórico.

Cuidó de don Manuel durante su exilio y le auxilió como secretario. Sabemos que desde el primer domicilio en el que se alojaron en Montauban, en el número 35 de la rue Michelet, Gómez-Pallete hizo cuantas gestiones diplomáticas y personales parecían necesarias para impedir la extradición de Rivas Cherif, aunque fueron infructuosas, y para evitar la del Presidente Azaña, sugiriendo su traslado a Lyon o Vichy para protegerle, e incluso que Lázaro Cárdenas interviniera ante Roosevelt para que “pidiera al gobierno suizo la autorización para que se refugiara en Suiza mientras dure la guerra o pueda embarcarse”. Así consta en la carta del 18 de julio de 1940 (no de 1939, como fechó erróneamente Gómez-Pallete), remitida por éste a José Giral, entonces dirigente de la JARE en el país azteca y años después presidente del Consejo de Ministros de la República en el exilio. En este sentido y en la misma fecha escribió a Santos Martínez Saura, quien fuera secretario de Azaña, desterrado igualmente en tierras mexicanas.

En su respuesta, datada tres meses después, el 20 de octubre, Giral daba cuenta, entre otros asuntos, de la dificultad de impedir la expatriación del cuñado de Azaña, pese a las gestiones emprendidas, así como del referido traslado de Azaña a Suiza, rechazado por él mismo e inviable debido a su estado de gravísima enfermedad. Aseguraba, además, que el embajador mexicano había recibido órdenes de Cárdenas para que “ofreciese protección eficaz” al Presidente y que para ello había hablado “con el propio Pétain, el cual le dio todas seguridades”. Y así ocurrió. El grupo presidencial fue alojado, como es sabido, en el céntrico Hotel du Midi, bajo la protección diplomática de México. Urraca y los suyos merodeaban como buitres. Pero aquella carta de Giral jamás llegó a leerla su destinatario y, muy probablemente, su amigo Azaña tampoco conoció su contenido. Cinco días antes había muerto Felipe Gómez-Pallete y dieciocho después la muerte del Presidente dejó a Urraca y a sus secuaces con un palmo de narices.

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Quien esto escribe nunca había raspado lápidas hasta el 27 de junio de 2008. En esa fecha Alfonso Guerra, a quien acompañaba Antonio Luis Hernández, pasaba un par de días en Toulouse y decidimos acercarnos a la sepultura de Carlos Martínez Cobo —otra entrañable personalidad de nuestra intrahistoria nacional—, guiados por su hermano José, y después a la de Manuel Azaña en el cementerio de Montauban. Tras el recogimiento ante el recuerdo del Presidente, por Alfonso supimos la desventura de Felipe Gómez-Pallete. Fue cuando se interesó por su tumba, cuyo lugar hasta entonces nadie conocía. Sugirió buscarla en el mismo cuartel o en alguno próximo al de Azaña. Muchas lápidas estaban cubiertas de tiempo mudo, como losas de muertos anónimos sin historia. Raspábamos el musgo negruzco en busca de su nombre hasta que lo encontró el mismo Alfonso Guerra. A escasos veinte metros del Presidente de la Segunda República seguía muriendo aún Gómez-Pallete. Poco después la Asociación “Manuel Azaña” hizo asear dignamente su sepultura abandonada.

Algunas conjeturas dicen que por entonces tuvo Pallete cierto descalabro con su mujer o acaso una decepción amorosa. Sin embargo, sabemos que el 3 de octubre de 1940 quiso “decirle adiós” al Embajador Rodríguez Taboada y confiarle la causa de su despedida:. “Le había jurado a don Manuel inyectarlo de muerte cuando le viera en peligro de caer en las garras franquistas. Ahora que lo siento de cerca me falta el valor para hacerlo. No queriendo violar este compromiso, me la aplico yo mismo para adelantarme a su viaje. Dispense este nuevo conflicto que le ocasiona su agradecido, Pallete”. Diez días después, cuando sintió que toda esperanza de libertad era un imposible, que a don Manuel se le escapaba la vida a pasos agigantados irremediablemente y ante el acoso de los esbirros falangistas a las mismas puertas del hotel, él se inyectó de muerte. Su última lealtad hacia el Presidente Azaña, a quien se ocultó la desgracia. Bien cuadrarían al doctor Pallete los versos de la “Elegía segunda” de Miguel Hernández dedicados a Pablo de la Torriente Brau, porque, como el cubano, es otro “de los muertos que crecen y se agrandan / aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto”. Acababa de cumplir 36 años.

Javier Pérez Bazo es Catedrático de Literatura española en la Universidad de Toulouse – Jean Jaurès

Hace ochenta años, el 15 de octubre de 1940, el calendario español se vistió doblemente de duelo por las casualidades de la fatalidad. Porque al amanecer de ese día fusilaron contra un muro del castillo de Montjuic al Presidente de la Generalitat catalana, Lluis Companys, y se suicidó en la ciudad francesa de Montauban Felipe Gómez-Pallete Mezquita, médico personal del Presidente de la Segunda República Manuel Azaña. Sin duda alguna llegará la hora de tributarles honores de mayor reconocimiento social y reparación moral al abrigo de la próxima Ley de Memoria Democrática, irreversible e indeleblemente. El hoy embajador de España en París, José Manuel Albares, persona de gran sensibilidad, hace unas semanas quiso muy acertadamente que su primer viaje institucional fuera a Toulouse, por su significación histórica; un año antes había acompañado como Secretario general de Asuntos internacionales al Presidente Pedro Sánchez en su visita al cementerio de Montauban con motivo del 80 aniversario del exilio. No sobrarán distinciones a la Memoria en tiempos de vileza revisionista y tanto vilipendio vomitado por la derecha extremadamente ultramontana.

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