Es famosa la cita de Fernando de los Ríos en respuesta a Lenin. Cuando este le preguntó “¿Libertad para qué?” Fernando de los Ríos respondió “libertad para ser libre”. La lección de la anécdota se plantea entre un Lenin, o sea, el comunismo, que priorizaba la igualdad sacrificando la libertad y un social liberalismo, el de Fernando de los Ríos, que defendía la libertad dentro de la igualdad. Dejando a un lado que el relato es más un eslogan o una novelización, lo interesante es que la alta consideración que se tiene a esta anécdota, como si resolviese este complejo debate, revela hasta qué punto se ha reflexionado poco sobre estos dos conceptos en nuestro país.
Empecemos aclarando que en nuestras sociedades no existe la “libertad” o la “igualdad” sin sujeto ni objetivo de la misma. Tampoco esos dos conceptos han significado lo mismo a lo largo de la historia, siempre hay una batalla política por su significado: los manifestantes de clases acomodadas gritan “libertad”, por ejemplo, para decir “gobierno dimisión” o para decir “quiero poder ir al chalé de la sierra y salir a tomar copas a las terrazas” o el clásico “que nadie me tenga que decir cuántas copas de vino me tengo que beber”. Libertad como privilegio, como capacidad individual de hacer lo que a uno le salga de las narices, siempre que pueda pagarlo con su billetera, incluso para perjuicio colectivo. O libertad, como definieron los liberales clásicos, de su clase frente a la opresión del rey. Con la igualdad pasa algo similar: Ciudadanos, por ejemplo, defiende la centralización de España diciendo que quiere “igualdad” entre los españoles, cuando es evidente que lo que quiere es centralización y homogeneidad cultural. Y hay mujeres que se identifican como feministas, hablando de “igualdad” pero limitándola a la mujer cisexual, excluyendo de ese sujeto a las mujeres transexuales, otra forma de discriminación.
Y es que ni la libertad ni la igualdad están completas como conceptos si no se define cómo se alcanzan ambas, en qué se es igual, para qué se es libre y si incluyen a todas y todos. No es lo mismo la igualdad ante la ley (igualdad inicial), que la igualdad final. No es lo mismo la libertad negativa (libertad frente a normas del Estado) que la libertad positiva (libertad para poder efectivamente elegir, pudiendo materializar esa decisión).
La comprensión intuitiva que todos tenemos es que la “igualdad” hace referencia a que las personas sean “iguales” vagamente, sin concretar en qué. Que no haya personas por encima de otras. Pero ¿cómo? ¿Queremos una igualdad de inicio, ante la ley? Esto tendría consecuencias paradójicas: si exigimos que la ley trate exactamente igual a todo el mundo aunque existan desigualdades previas, el resultado sería que esas desigualdades no solo no desaparecerían, sino que serían legales. Es el argumento que utiliza Vox para criticar la ley de violencia de género. ¿Nos basta con igualdad de oportunidades? Esto podría legitimar las desigualdades económicas finales. ¿Queremos igualdad, entendida como homogeneidad social o cultural? ¿Es el universal, el sujeto de la igualdad un hombre, blanco, hetero, cisexual, católico y español? Esto supone, básicamente, una opresión social sobre la diversidad y la mujer, como bien sufrió Olympe de Gouges, que impulsó su Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana y fue guillotinada por una sociedad ilustrada en la que la igualdad y los derechos eran “del hombre y el ciudadano”, no de la mujer.
Con la libertad pasa lo mismo, pues si defendemos que cada persona haga lo que quiera, sin limitaciones por parte del Estado, avanzamos hacia la ley de la selva, una nula limitación por parte del Estado en las decisiones individuales, con una sola consecuencia: más libertad (en realidad poder) para los más fuertes y ricos, menos libertad y poder para los más débiles. ¿Libertad para beber y conducir? ¿Libertad para portar armas? ¿Libertad para difundir bulos? ¿Libertad para manifestarse contra el Gobierno en plena pandemia? Como dijo Marie-Jeanne Roland de la Platiere antes de ser guillotinada, “¡Oh Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.
Y lo curioso es que, en esencia, estos dos conceptos, sin sus elaboraciones teóricas más distorsionantes (igualdad como homogeneidad o solo ante la ley, libertad como libertad negativa frente al Estado), son bastante intuitivos, la gente los entiende de manera casi innata, de hecho, muy posiblemente sea así: Igualdad, entendida como que en la vida no haya personas por encima de otras, que todo el mundo se considere igual de valioso y tenga acceso a una vida digna por igual: igualdad de poder, de vida digna, igualdad final; Libertad, como la capacidad real de poder hacer lo que quieras, mientras no perjudiques al resto. Libertad positiva, como definía Isaiah Berlin, libertad efectiva de, no solo elegir, sino poder materializar, junto con un respeto intrínseco a la igualdad y la libertad de los demás. De nuevo, libertad final.
Y por supuesto, tanto la igualdad como la libertad no son propiedad de colectivos, ni de clases. La libertad y la igualdad, para que sean completas, han de ser para toda la humanidad, teniendo en cuenta la diversidad, para lograr la igualdad final. Todas las luchas por la igualdad, en esencia, son la misma lucha: la lucha obrera, la lucha LGTBI, la lucha feminista, luchas comunes contra la opresión, por una menor desigualdad para los pobres, para la diversidad sexual y para las mujeres, luchas compatibles entre sí, porque la igualdad obrera sin la igualdad de la diversidad sexual o sin la igualdad de la mujer, son formas de desigualdad. Es por esto que el feminismo no interseccional, que no tiene en cuenta otras desigualdades, puede acabar promoviendo la desigualdad, como estamos viendo últimamente entre mujeres autoidentificadas como feministas TERF que, supuestamente defendiendo la igualdad de la mujer, en realidad, defienden la desigualdad y la opresión de las personas transexuales, negándoles su mera existencia como mujeres. Otro ejemplo sería el obrerismo contrario a la diversidad: en el fondo, promueve la discriminación y la desigualdad.
Para maximizar igualdad y libertad, hay que entender una cosa: que solo se puede lograr la máxima igualdad colectiva cuando haya la máxima libertad colectiva. Para lograr que no haya opresión entre personas, la igualdad de poder, final, es necesaria la máxima libertad positiva, final, repartida por igual. Una homogeneidad sin libertad positiva, sin la capacidad de elegir de forma efectiva, sin diversidad, no es libertad. Sí, mi libertad protege la tuya. Si tú no eres igual a mí, yo no tengo igualdad, tengo privilegios. En esencia, libertad e igualdad son como el ying y el yang, dos conceptos distintos pero complementarios que, en su seno, necesitan un germen del otro. La igualdad sin diversidad (sin libertad para ser), no es igualdad, es opresión. La libertad, si solo es libertad económica (negativa) y no atiende a la igualdad, es libertad para unos pocos y opresión para la mayoría.
La igualdad sin diversidad no es igualdad. La libertad exclusivamente económica no es libertad. Y si la igualdad y la libertad no son para todos por igual, no son ni igualdad ni libertad.
Así que seré provocador. No tengo claro si Lenin pensó más profundamente que Fernando de los Ríos, pero su réplica merece, al menos, una reflexión despegada del simbolismo del icono político y de la deriva de su régimen.
Libertad ¿para qué?, a lo que habría que añadir: ¿igualdad en qué? Y más importante: ¿libertad e igualdad para todas y todos o solo para unos o unas pocas?
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Ignacio Paredero es sociólogo y politólogo.
Es famosa la cita de Fernando de los Ríos en respuesta a Lenin. Cuando este le preguntó “¿Libertad para qué?” Fernando de los Ríos respondió “libertad para ser libre”. La lección de la anécdota se plantea entre un Lenin, o sea, el comunismo, que priorizaba la igualdad sacrificando la libertad y un social liberalismo, el de Fernando de los Ríos, que defendía la libertad dentro de la igualdad. Dejando a un lado que el relato es más un eslogan o una novelización, lo interesante es que la alta consideración que se tiene a esta anécdota, como si resolviese este complejo debate, revela hasta qué punto se ha reflexionado poco sobre estos dos conceptos en nuestro país.