Imperio sin colonialismo: espejo del narciso español

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Jesús Izquierdo Martín

Resulta llamativo cómo opera el relato sobre el pasado. El historiador británico Keith Jenkins se cuestionaba la clásica pregunta “¿para qué sirve la historia?” y la sustituía por otra más provocativa: “¿para quién es la historia?” Y de esta forma nos conducía a la siguiente reflexión: la narrativa histórica siempre crea –no recrea- algún sentido que va dirigido desde alguien para alguien y se articula desde posiciones lingüísticas y sociales que nos hacen sesgar la narración. En suma, el pasado se construye desde algún presente, si bien nosotros, los observadores de ese pretérito, seamos herederos de ese pasado. Pretensiones de construir un relato único siempre las ha habido. Con todo, la diversidad de relatos concurrentes es una constante, incluso en sociedades que tienden a clausurar las narrativas alternativas. Los relatos nacionales y nacionalistas, que en España y sus comunidades autónomas tienden a plegarse sobre sí mismos, dejan espacios para la crítica y la contestación. El control absoluto queda para las ficciones, ciertamente realistas, de Aldous Huxley o George Orwell, por ejemplo.

Pero intentos de crear un relato cerrado los ha habido. La narrativa franquista es bien ilustrativo. Conocemos bien cómo trató de anclar su interpretación del pasado desde una neoescolástica que predicaba la idea de nación como sujeto esencial y absoluto, arropada por un profundo antiliberalismo acompañado de fundamentalismo católico. Que la derecha actual haya perdido ese antiliberalismo siempre que no afecte a la noción esencial de España es hoy moneda corriente. También sabemos que la narrativa que sustituyó ese relato uniformador tras la muerte del dictador ha tendido a la hegemonía. Una historia cuyo sentido final era la imagen de España encaminada a la europeización, una narrativa para la cual los hechos históricos “demostraban por sí mismos” que el franquismo había sido un capítulo dictatorial y confesional, pero necesario para la restauración del orden socioeconómico. Y este orden recuperado había creado las bases para que el país se enmendara políticamente y alcanzara su papel protagónico entre las naciones más desarrolladas del mundo. Fue la dulce historia que hemos consumido durante las últimas décadas y que ha permitido que aquí el franquismo y la democracia convivan sin muchos complejos mutuos.

Lo que ocurre es que la historia también produce memoria y la construye en el momento en que sus lectores u oyentes consideran que aquello que recordamos nos sucedió o les ocurrió a nuestras comunidades de pertenencia. Los historiadores construyen pertrechados con su memoria y edifican relatos para la memoria de los demás. Con todo, en estos años, han demostrado no tener demasiada presencia pública, más allá de las audiencias de las academias y universidades o más acá de algunos libros vendidos en grandes almacenes y pequeñas librerías. Si bien es cierto que la verdad de la “Transición” se amarró en una disciplina académica ensimismada en el cientificismo, el encumbramiento del dato y en la negación de toda intromisión política que sesgara el relato, el precio pagado por tanta obsesión científica y por tanto desprecio por el oficio literario fue demasiado elevado. No somos buenos escritores. La actividad literaria y comunicativa ya está en manos de otros, la ocupan los políticos, periodistas y literatos que recuerdan por los ciudadanos, cobijándolos con un determinado sentido del pasado, del presente y del futuro. Todo un pensamiento escatológico. Y en esto llegó el desafío independentista y luego la pandemia del covid-19.

Y con él llegó el entuerto. Como sostiene el filósofo y ensayista José Luis Villacañas, el independentismo catalán suscitó en la derecha una reinterpretación imperialista e ingenua de nuestro pasado. Un entendimiento anclado en la noción mítica de la España de los Austrias, auspiciado por la necesidad de mantener una idea de nación española a partir de la negación de la Leyenda Negra. Esa fue la lectura que hizo la profesora María Elvira Roca Barea en un libro exitoso que encandiló a la derecha y parte de la izquierda. Por su parte, la reacción de la derecha a la gestión gubernamental del covid-19 ha impulsado dentro de esa derecha –y también de alguna izquierda- el encumbramiento de esa imagen imperial, limpiándola de cualquier atisbo de colonialismo. La historia de España es de nuevo la de un viejo imperio sin rastro de subalternidad. Una experiencia que debería dar envidia al resto de los países europeos. Eso del colonialismo es una calumnia que nos han vertido nuestros viejos enemigos con la dañina intención de mancillar nuestra impoluta imagen de comunidad, emblemática por la buena disposición cooperativa de sus miembros. Que no se diga: fuimos emblemáticos durante el confinamiento, aunque nos pusieran numerosas sanciones por incumplimiento de las normas de movilidad. Las caceroladas demostraron la unión “incontestable” de esa carne de cañón que es la clase media española mientras los verdaderamente ricos estaban a sus cosas. Como siempre. Por debajo, la misma lógica que impera en las comunidades de vecinos: desiertos sin solidaridad ni reciprocidad. Cada cual a lo suyo.

Es curiosa la relación que este relato establece con las invisibles políticas coloniales del pasado. Fuimos, con Portugal, protagonistas inequívocos de las lógicas imperiales de la primera oleada colonial y, sin embargo, ese pasado ha quedado edulcorado en el inconsciente colectivo. De nosotros no se puede decir que tuviéramos colonias en aquellas Nuevas Indias. Si acaso, tuvimos provincias donde, según la memoria colectiva y emocionalmente ensimismada, educamos y evangelizamos a unos pobladores que más que hombres, y pace a nuestro altruista Fray Bartolomé de las Casas, eran bípedos sin plumas. Por eso, no cabe pedir disculpas a quienes experimentaron depredación y muerte. Fueron beneficiarios, no damnificados.

Y qué decir de la limpieza étnico-religiosa que se aplicó en la Península Ibérica también a partir de 1492. Los judíos, y menos los moriscos o gitanos, no aparecen en la memoria de estos “nuevos” españoles de bandera. Porque nosotros no somos racistas, alegan. Ni lo somos ni lo fuimos. Aceptan con absoluta indiferencia que algunos de nuestros convecinos lleven el apellido Matamoros, con la normalidad del ingenuo ignorante. Que los acusen de antisemitas. Los españoles no expulsaron a nadie. Fueron ellos los que simplemente decidieron marcharse, o bien, renunciar a sus tradiciones y apellidos. Cierto, dirán, podrían acusarnos de intentar una segunda oleada imperial en África durante la primera mitad del siglo XX, una vez contemplada la pérdida de los restos del viejo imperio americano. Ahora bien, responderán, solo son pequeñeces si las comparamos con las conquistas de Francia, Reino Unido o el Imperio Alemán en el siglo XIX.

Si hubo un Protectorado Español en Marruecos (1913-1956) o una Guinea Española (1926-1968), poco queda de aquella huella. Porque, en esencia, no se nos puede acusar de ser una comunidad colonialista. No lo fuimos ni lo somos. Acudan, si no, al Museo de América de Madrid y recibirán allí la prueba evidente de que solo “descubrimos” para luego repartir graciosamente religión y castellano. Nada que decir contra un museo cuyo texto, como han demostrado la historiadora Marisa González de Oleaga y el investigador Emiliano Abad García, está asombrosamente repleto de muestras de “gracia” colonial y fue inaugurado en 1944 mientras el franquismo desplegaba sus políticas neo-imperiales en las antiguas colonias de América y uno de los países nacidos de los rescoldos de las luchas por la independencia, Argentina, nos alimentaba con sus cereales durante aquellos años de hambruna provocada por un golpe de Estado fracasado y por la política autárquica de unos militares y falangistas más preocupados por ocupar un lugar entre las familias del régimen que por alimentar a sus ciudadanos.

Y por supuesto, nada hay de colonial en el genocidio desplegado por ese general africanista y sanguinario contra los vencidos y avasallados por un sistema concentracionario y terrorista que se aplicó con saña en la identificación del “rojo”, su represión y asesinato. Por cierto, una subalternidad que nada tiene que envidiar a las subalternidades africanas, asiáticas o americanas que los europeos construyeron en el siglo XIX. Aquí, en el dudoso caso de que los abanderados rojo-y-gualdos reconocieran aquellos asesinatos, no habría genocidio porque el concepto, acuñado por el jurista polaco Raphael Lemkin y aprobado por la Organización de Naciones Unidas en 1948, solo estipula como víctimas a grupos raciales, étnicos, religiosos o nacionales. Y el derecho manda y ordena, aunque se ignore que entre los primeros objetivos de Lemkin estuvo incluir a los grupos políticos como víctimas del delito de genocidio. Pero en España no hubo genocidio. Solo hay unos pocos muertos en unas cuantas cunetas. Y unos familiares que viven para y por un recuerdo que hay que borrar. ¡Qué infamia!

Y otro tanto cabe decir sobre nuestro inexistente pasado colonial cuando ni siquiera somos capaces de reconocer las lógicas subalternas que han eclosionado en la presente crisis sanitaria. Durante esta pandemia, sin embargo, se elevó inmoralmente el tono contra nuestros convecinos de origen asiático y tampoco fuimos capaces de hacer frente a los orígenes de la crisis debido a nuestra soberbia ignorancia occidental, creyendo que aquello, siendo cosa de asiáticos, podía permanecer en las fronteras del este. Cuántas veces se ha podido escuchar la frase “la que han montado esos chinos”, pronunciada sin ningún rubor. A la española, sin complejos. Porque nosotros no somos colonialistas.

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La historia adquiere en sus relatos sentidos distintos. Pero los relatos son construidos con materiales –los hechos que son interpretados– de los que no podemos prescindir. Son los ladrillos que luego colocamos según el plano a partir del cual edificamos la casa, metáfora de la narración. No somos idealistas que levantemos narraciones desde la nada; ni siquiera el literato hace algo parecido. El problema es que eso que denominamos realidad –del pasado o de cualquier tiempo– nos apela para que hablemos de ella, pero no nos dice con qué lenguaje hacerlo. Por eso nuestras lecturas de un mismo pretérito son tan distintas y diversas. Ahora bien, el problema de esta derecha envalentonada es que vocea su pasado de patrias y banderas como Narciso ante su espejo, enamorada de sí misma, embebida en una imagen autorreferencial que convierte el pasado en su absorto reflejo. No cabe ahí escepticismo o distanciamiento, solo la implicación de quien, como Narciso, está enamorado de su propia imagen. Toda una patología.

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Jesús Izquierdo Martín es profesor del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid y codirector del programa de radio Contratiempo. Historia y Memoria (Círculo de Bellas Artes). Su más reciente publicación se incluye en el libro colectivo 'Lugares de utopía. Tiempo, espacio y estrías' (Madrid, 2019).

Resulta llamativo cómo opera el relato sobre el pasado. El historiador británico Keith Jenkins se cuestionaba la clásica pregunta “¿para qué sirve la historia?” y la sustituía por otra más provocativa: “¿para quién es la historia?” Y de esta forma nos conducía a la siguiente reflexión: la narrativa histórica siempre crea –no recrea- algún sentido que va dirigido desde alguien para alguien y se articula desde posiciones lingüísticas y sociales que nos hacen sesgar la narración. En suma, el pasado se construye desde algún presente, si bien nosotros, los observadores de ese pretérito, seamos herederos de ese pasado. Pretensiones de construir un relato único siempre las ha habido. Con todo, la diversidad de relatos concurrentes es una constante, incluso en sociedades que tienden a clausurar las narrativas alternativas. Los relatos nacionales y nacionalistas, que en España y sus comunidades autónomas tienden a plegarse sobre sí mismos, dejan espacios para la crítica y la contestación. El control absoluto queda para las ficciones, ciertamente realistas, de Aldous Huxley o George Orwell, por ejemplo.

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