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Ocurrió hace unos días en el Congreso de los Diputados. El histórico democristiano Oscar Alzaga presentaba su recién La conquista de la democracia (1960-1978). Y repitió de palabra lo que ha dejado escrito en la carta introductoria de sus Memorias documentadas: quienes venían del franquismo quemaron millones de documentos policiales sobre la acción de la oposición democrática, al amparo de una Orden de diciembre de 1977 del ministro del Interior, Martín Villa. Aquella vulneración del derecho de los españoles a conocer la historia real de la dictadura fue denunciada, en su momento, por los senadores Benet y Fernández Viagas. Aunque haya pasado tanto tiempo, tiene valor que aquella decisión del primer gobierno ucedeo de Suárez la recuerde ahora un democristiano de toda la vida que formó parte, junto a los pirómanos, de aquella triunfante UCD de Suárez, utilísima mescolanza para ganar las elecciones de 1977 y 1979.
Alzaga acredita, desde el margen de la derecha política, que la democracia no fue una donación de los mandamases del régimen franquista; y resalta el “papel determinante desempeñado por la oposición en cuanto factor clave para convertir en imposible la pervivencia del franquismo”.
Hay honestidad intelectual cuando dice que no escribe sobre lo que solo conoció a distancia (“la actividad cotidiana del sindicalismo obrero ilegal o los partidos de la oposición con los que tuve escasa relación"). Precisamente por esto la visión que presenta de “la conquista de la democracia" es limitada en cuanto no presta la atención debida a las luchas de la clase obrera ni al papel de los partidos arduamente construidos en la clandestinidad.
Mas no es el objeto de esta nota debatir con Alzaga (más bien reconocerle mérito) ni ponderar cuánto contribuyó cada fuerza social o política, institución o personalidad en el acabamiento del régimen dictatorial y en la consecución de la democracia.
Pretendo tan solo destacar que, después de 40 años, seguimos a vueltas con la Transición, el proceso político en el que se produjo el cambio esencial de la dictadura a la democracia; proceso que no fue ni una autotransformación del Régimen franquista ni tampoco su derrocamiento.
¿Por qué volvemos continuamente a aquel periodo ya tan lejano?
Recordemos antes, a los lectores que no lo vivieron, un antecedente aún más lejano.
La Guerra Civil (1936-1939) fue la referencia histórica, con poderosa influencia en la Transición; sobre todo en la actitud de las generaciones que la habían vivido. La guerra era objeto de la conversación pública fundamentalmente para exorcizar sus estragos. Se percibía que era imperiosa la necesidad de no volver a las andadas, buscar una salida pacífica a la crisis de descomposición (no solo de legitimación) del régimen de la dictadura. Aun así, la Transición tuvo su reguero de sangre, no fue tan pacífica como se pintó luego; y a punto estuvo la democracia casi recién nacida de acabar, a punta de pistola y al grito de “todos al suelo”, aquel 23F.
Pues bien, la Transición se ha convertido en la referencia histórica inevitable del periodo político actual.
Arrastramos una crisis de legitimación, no de descomposición, aún no resuelta, que sigue deteriorando a la democracia española. No ha sido bastante para superarla el gran impulso democratizador que supuso la movilización cívica y el movimiento de opinión pública en toda España que identificamos con el 15M. No ha sido bastante tampoco apartar del Gobierno a un PP enfangado en tapar su corrupción.
A diferencia de lo que sucedía con la Guerra Civil, de la Transición se ha podido hablar desde siempre con libertad; por supuesto cada cual con los medios a su alcance; escasos para quienes cuestionaban su versión mítica.
Preguntémonos ahora: la Transición, como referente histórico, ¿opera como un factor favorable o contrario a la superación de la actual crisis de la democracia española?
Antes de contestar, volvamos al comienzo.
Aquella piromanía de Martín Villa –y otros muchos– contribuyó a una versión míticamente rosa de la Transición: la democracia como obra de una santísima trinidad, Torcuato Fernández Miranda que la ideó, el rey que –declinando generosamente el poder autárquico otorgado por el caudillo– la promovió, y Suárez, ex secretario general y liquidador del Movimiento Nacional, que la ejecutó; todo con el beneplácito del pasivo pueblo y yendo de la ley a la ley, sin romperla ni mancharla.
Para cuestionar tal versión, bastaba la evidencia de que aquella trinidad terminó pronto como el rosario de la aurora: Suárez se quitó de en medio al profesor (a la sazón presidente de las Cortes franquistas) porque se vio obligado a llevar la Transición por un curso y un final impensados por el mentor del rey; y este hizo lo propio con Suárez, cuando se dio cuenta de que el jefe de Gobierno, tras la aprobación de la Constitución, tenía más poderes legales que él mismo, aunque todavía contara con el poder fáctico de un Ejército, cuyos mandos (excluidos los valientes de la UMD) eran todavía franquistas.
No obstante esa versión fue amplia –y no torpemente– publicitada. Los ucedeos, descabalgados del gobierno, tuvieron tiempo más que sobrado para mutarse en los auténticos paladines del restablecimiento de las libertades y los del partido de Fraga (refugio desde 1982 del franquismo sociológico y de sus políticos) hacerse los suecos sobre su papel en la Transición.
Anotemos que frente a esa versión rosa surgió una versión negra: la Transición como obra de ingeniería –ejecutada con precisión–, conspirativa, oligárquica e imperialista, que nada esencial cambiaba respecto del antiguo régimen, aunque se revistiera del ropaje constitucional de 1978; la continuidad de Juan Carlos I en la jefatura del Estado se mostraba como demostración de que si algo había cambiado era para que todo siguiera igual; la Constitución, un mero artificio.
Desde hace décadas los historiadores expusieron que era necesaria una revisión de la Transición; y poco a poco han ido adelantando en esa tarea, pero esa labor apenas se ha traspasado a la cultura política de los españoles, en consecuencia esta no se ha librado del peso muerto de las simplificaciones. Esto vale incluso para las generaciones que la vivieron. A las otras, nuestras escuelas públicas no les han enseñado apenas nada del origen de la democracia que disfrutan; afortunadamente se han librado de las luchas necesarias que conllevó su gestación; y no cabe pedirles que sientan los dolores de aquel parto. Aunque una mayor educación en valores cívicos les resulta necesaria para enfrentarse mejor a los riesgos y amenazas que se ciernen hoy sobre nuestra democracia.
Podemos convenir en que hay valores fundacionales de la Transición, de los que la política actual se ha ido alejando tal y como los refería Ignacio Sánchez-Cuenca en Dos visiones de la Transición. Respuesta a Amador Fernández- Savater (CTXT). Por eso recuperarlos es necesario para superar la actual crisis de nuestra democracia para revitalizarla, para rehabilitar su entero edificio institucional.
Pero esa recuperación exige identificarlos, comprender de dónde y cómo surgieron, qué resistencias encontraron, quiénes y desde cuándo los practicaron. En suma, conocer mejor la Transición. Difícil sin memorias documentadas. Difícil sin fechar y señalar sus hitos claves, criba que separa la verdad sólida que está en los hechos de la publicidad engañosa que se cuela por los huecos de la consciencia democrática. Difícil sin comprender y resaltar el protagonismo popular que hizo cambiar la posición de las personalidades más influyentes.
El libro de Alzaga –escrito con “espíritu convivencial"– podría servirle al Sr. Casado para percibir la flagrante contradicción entre su invocación al espíritu de la Transición, a sus valores, a la defensa de la Constitución por una parte y, por otra, su reiterada negación de la legitimidad de la presidencia de Sánchez y de su gobierno de coalición, con la que justifica la confrontación total en la que una y otra vez se reinstala.
Me temo, sin embargo, que no será así. A la mayor parte de los políticos de derechas parece que les ha olido a cuerno quemado el libro del demócrata cristiano de toda una larga vida. Comprensible, pues existió una derecha democrática en la oposición pero fue tan minoritaria y su activismo tan archiprudente que no consiguió imbuir cultura política democrática a las derechas dominantes de entonces, largamente beneficiarias del franquismo, que solo acudieron al diálogo, a la negociación y al pacto cuando se sintieron obligadas por una fuerte presión externa a ellas. Menos aún a sus herederas. La que preside el Sr. Casado preferirá seguir instalada cómodamente en la versión de que Juan Carlos I, sus valedores y la ciudadanía tratada como idiota lo fueron todo y no fue nada la lucha para ganar las libertades, ni siquiera la de la minoritaria derecha democrática de entonces. Así sucede porque el PP pretende conseguir recuperar el Gobierno asaltando al electorado con el cuento negro de que Sánchez es un presidente ilegítimo, dictatorial, que se mantiene a base de diálogos y pactos con los enemigos de España; y con el cuento rosa de que ellos la alzarán de nuevo unida, grande y libre. Aunque para esto mejor Vox.
En suma, la Transición, como referente histórico, operará positiva o negativamente en la superación democrática de la crisis actual en función de la consciencia de las generaciones actuales sobre lo que fue, comprendiéndola mejor desde la experiencia actual.
Pensar que allí (en la Constitución de 1978 que fue su término y resultado) quedó enganchado nuestro presente es parecido a creer que Franco lo dejaba todo atado y bien atado; o creer que a las generaciones vivas solo les queda decir amén a lo que hicieron las precedentes o tragarse todos los cuentos, los de antes y los de ahora.
Ensalzar o denigrar sin tino y sin medida la Transición y la Constitución es más que errar. Es contribuir a que no haya debate político serio ni opinión pública bien informada. Es alimentar la pura confrontación política actual que solo interesa a la mayoría de las derechas, incluida la derecha independentista catalana.
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O sea que será necesario seguir dándole vueltas a la Transición. No para llegar a una imposible versión única, sino para iluminarla, no con el fuego destructor que prendieron los pirómanos de entonces, sino con la memoria democrática. No para incendiarla sino para elucidarla con verdades históricas, sustento de la cultura política democrática de las sociedades.
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José Sanroma Aldea, abogado, fue secretario general de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) en el período de la Transición.
Ocurrió hace unos días en el Congreso de los Diputados. El histórico democristiano Oscar Alzaga presentaba su recién La conquista de la democracia (1960-1978). Y repitió de palabra lo que ha dejado escrito en la carta introductoria de sus Memorias documentadas: quienes venían del franquismo quemaron millones de documentos policiales sobre la acción de la oposición democrática, al amparo de una Orden de diciembre de 1977 del ministro del Interior, Martín Villa. Aquella vulneración del derecho de los españoles a conocer la historia real de la dictadura fue denunciada, en su momento, por los senadores Benet y Fernández Viagas. Aunque haya pasado tanto tiempo, tiene valor que aquella decisión del primer gobierno ucedeo de Suárez la recuerde ahora un democristiano de toda la vida que formó parte, junto a los pirómanos, de aquella triunfante UCD de Suárez, utilísima mescolanza para ganar las elecciones de 1977 y 1979.
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