El incierto fin del otoño catalán

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José Sanroma Aldea

Esta es la paradoja: el resultado de las elecciones de este jueves, a pesar de su importancia y a reserva de una alteración descomunal de las predicciones, no alterará lo esencial. Ni en Cataluña ni en España.

Estas elecciones autonómicas devinieron necesarias políticamente (y por tanto legítimas) tanto para el Govern independentista de la Generalitat como para el Gobierno de España del PP.

Ambos podían salir así del callejón al que condujo la gestión de la crisis de relación entre esos dos poderes gubernamentales. Devino en crisis de Estado porque el Govern y una parte del Parlament hicieron creer y movilizaron a la mitad de la población catalana con la idea de que podían imponer la "independencia" de Cataluña. A su objetivo le dieron el nombre de República. A la que nació el 14 de abril de 1931 los españoles de la época la llamaron la niña bonita. Qué bien les ha sonado a los oídos independentistas: República catalana frente a Estado borbónico.

Que estas elecciones las convocara Rajoy mediante la aplicación del 155 de la Constitución fue accidental. Puesto en marcha ese procedimiento constitucional (en el que manda la política más que el derecho y más que la judicatura) a través del diálogo (con participación de notables mediadores, quede citado el lehendakari Urkullu) se abrió la posibilidad real de que las elecciones las convocara Puigdemont. Este quiso hacerlo; y si no lo hizo fue porque desde las filas independentistas torcieron su voluntad.

Dos paradojas que preceden y contribuyen a explicar la presente.

Una, que el 155 hizo posible un diálogo y una salida basada en un acuerdo —no escrito pero que está bien acreditado y que tenía de su lado la legalidad constitucional y autonómica— entre dos presidentes, Rajoy y Puigdemont. Otra, que fueron los propios quienes no dejaron hacer al president de la Generalitat lo que quiso —y lo quiso porque a este le convenía— y no pudo.

¿Y qué es lo esencial en Cataluña? Cuando se constituya el Parlament, éste solo podrá hacer una cosa: elegir nuevo president y éste (o ésta) formar un Govern que gobierne la Generalitat y responda de su gestión ante la entera ciudadanía catalana. Y habrá de hacerlo desde las competencias (que no son pocas) que establece su Estatuto de Autonomía. Que su legitimidad esté erosionada avala su reforma, no su abrogación.

Será así, sin duda alguna, si preside la Generalitat quien no sea independentista. Pero también será así, con probabilidad bastante para vaticinarlo, para cualquiera que lo sea. ¿Por qué? Porque, aunque siga siendo independentista, no podrá sustraerse al hecho político decisivo: el resultado que ha tenido el procésprocés. Este en su etapa álgida se abrió con la Resolución I del Parlament —en noviembre de 2015 tras las elecciones "plebiscitarias" de septiembre— que declaraba una guerra de leyes y de autoridades al Estado español, del que la Generalitat forma parte. El resultado político de ese procés ha sido las elecciones de este 21D, convocadas desde la presidencia de España, con una Generalitat intervenida. Prueba terminante de que, hoy por hoy, las leyes y las declaraciones que haga el Parlament contra la Constitución tienen un valor propagandístico, ideológico, pero carecen de la fuerza necesaria para hacerse efectivas. Y esto no lo va a cambiar el resultado electoral.

Son los independentistas quienes han cuestionado la legitimidad de estas elecciones; por lo tanto son quienes siembran la duda sobre la legitimidad de sus resultados. Ahora bien: ¿quién se atreve a negar la legalidad y legitimidad del Parlament que va a surgir de ellas? ¿No tomarán su acta las personas elegidas? ¿Acaso no será legítima la elección del president recaiga en quien recaiga?

Pues bien, incluso en el hipotético caso de que Puigdemont (cuyos partidarios niegan de antemano al Parlament la legitimidad de investir a otro que no sea éste) fuera reelegido, se vería abocado a esta disyuntiva: o a gobernar con leyes que no fueran papel mojado (es decir obligado a excluir tanto la del referéndum que ya él mismo obvió y la de la transitoriedad o fundacional de la República) o a seguir el camino marcado por la CUP, es decir, imponer su imaginaria niña bonita por las bravas. Y ante esta disyuntiva Puigdemont podría volver a tener un "ataque de cordura transitoria", como el que tuvo cuando se atrevió a reconocer que no podía hacer efectiva la semi o cuasi declaración de independencia; cuando supo que convenía convocar elecciones pero no se atrevió ni a reconocerlo ni a convocarlas. En este caso tendría más fuerza y menos dependencia de ERC y CUP.

Si la presidencia de la Generalitat recayera en persona de Esquerra, posiblemente su programa para la investidura contendría también junto a las nueces de una acción de Gobierno —postergando el objetivo secesionista— su dosis de ruido. Música para la metafísica política a tenor de la cual, ya declarada y proclamada, seguirían "haciendo República". En cierto modo están empujados a hacer sonar esa música ruidosa para apaciguar el fervor, la ansiedad, las urgencias que (junto a la actitud del PP y de Rajoy) tanto les ayudó a impulsar la movilización ciudadana por la "independencia".

Pero, aunque es posible que les siguiera gustando más el ruido de su propaganda que las nueces de la gestión gubernamental, es difícil que una ERC, no rufianesca, haya dejado de tomar nota de algunas revelaciones de este otoño catalán de 2017, que no se deja insertar en la cadena de las últimas Diadas, marcadas por el ascenso independentista.

Quizás la nota más importante es, al mismo tiempo, la más sorpresiva para los nacionalistas e independentistas catalanes (incluido el patriarca Jordi Pujol): que España no es solo un Estado sino una Nación y que, puestos a ver naciones en lugar de ciudadanía, en Cataluña se ven ahora no una nación sino dos, la catalana y la española (como se mostró en las dos movilizaciones multitudinarias del 8 y el 28 de octubre en Barcelona: ¿quién hubiera imaginado tantas banderas españolas en esas calles cuando nunca hubo tantas en ninguna ciudad española?).

Dos naciones, la española, la catalana, ninguna oprimida, aunque los nacionalistas de una y otra las quieran en son de guerra, empezando por la de las banderas.

Ayuda a evitar esta deriva considerar, con base en la realidad, que tanto España como Cataluña son comunidades políticas plurinacionales: en el sentido de que una gran parte de su ciudadanía no se atribuyen una identidad nacional única.

El otoño catalán también ha revelado que el Estado español no es un Estado ni autoritario (convocar elecciones no es bombardear Barcelona) ni fallido; sino un Estado democrático occidental muy importante para el presente y el futuro de la Unión Europea. De ahí los apoyos a España (por encima de Rajoy) y la decepción europeísta del independentismo.

El futuro de Europa tal y como lo ven la gran mayoría de los europeos demócratas no pasa por la disolución de los estados que la forman y la "reconstrucción de los espacios nacionales históricos vertebrados por la lengua". Así lo sueña desde hace tiempo la utopía regresiva de un nacionalismo catalán que se desliza a ser excluyente al mutarse como independentismo; y éste devenido en nacionalismo excluyente a la hora de intentar hacerse efectivo.

Incluso en el caso de que los independentistas no hayan tomado adecuada nota de lo que enseña el otoño catalán es presumible que hayan aprendido que su objetivo no podrán planteárselo ni del mismo modo ni con una línea de continuidad con el procésprocés. Este fue lanzado por Mas, el heredero de Pujol que colocó, por avatares imprevistos, al entonces poco y hoy archiconocido Puigdemont como mascarón de proa; quien ahora cree que su presidencia está por encima de cualquier resultado electoral. Pero solo se le reconocerá como president por la mayoría independentista si vuelve a ser investido. ¿O acaso ERC podría sostener que Puigdemont seguiría siendo el president si el Parlament inviste a Arrimadas o a Iceta o a Domènech?

Quizás les cueste reconocer que ahora hay que elegir president con un programa que gobierne la autonomía catalana president, dando al olvido o remitiendo a un futuro sin fechas la "independencia". Pero hacerlo está al alcance incluso de su deteriorado sentido de la realidad. La victoria electoral incluso puede ayudarles.

Quizás lo que necesitan es renunciar a la gloria que anhelaban, a la épica y al victimismo, que tanto dificultan las soluciones políticas que pasan por negociaciones y pactos.

Durante el procés han seguido, sin considerar las circunstancias reales, una máxima de Maquiavelo. Aquella a tenor de la cual "se debe desear la gloria, aun perdiendo, y es más glorioso ser derrotado por la fuerza de las armas que por cualquier otra circunstancia" .

El lamentable 1-O debió evitarse y no se evitó, porque ni Rajoy ni Puigdemont quisieron dialogar y porque Sánchez, desasistido por completo de Iglesias y de Rivera, inmersos de nuevo en afanes contrarios, no tenía fuerza política suficiente para forzar a ambos presidentes de derechas al diálogo.

Ese 1-O que, a pesar del exceso policial por mor de Zoido y a pesar de los "mil heridos" que da el parte de guerra independentista, no puede ser descrito como una derrota "por la fuerza de las armas".

El proceso independentista ha sido derrotado en esta etapa —que consideraban final y decisiva (y que ni lo ha sido ni probablemente será la última)— a pesar de los errores del Gobierno del PP y por encima de los errores de cálculo independentistas, por una fundamental razón: su Estado independiente, en forma de República, trae, tras las bonitas palabras con las que se presenta, un grueso defecto de fábrica: fue diseñado con los fallidos componentes del "España nos roba, nos desprecia, nos humilla, España es irreformable". ¿Cuántas veces habrá que repetir que ni Pujol ni Puigdemont son Cataluña, ni Aznar y Rajoy España? Ni Puigdemont encarna la esencia histórica de Cataluña ni Rajoy ha salvado la unidad sacra de España.

Las elecciones de este jueves, sea cual sea su resultado, son la ocasión para sacar a Cataluña del pabellón de las máscaras. No hay épica alguna en las urnas (ni siquiera en las que se ponen a despecho de la función que le es propia) ni hay senderos de gloria en los tiempos gobernados desde la impostura. Ni en Cataluña, ni en España.

Los independentistas tras estas elecciones tienen la ocasión de salirse del cauce político, con episodios de tragicomedia, que con su iniciativa política marcaron hasta descarrilarse. El PP, que seguirá en el Gobierno de España, tendrá la ocasión de pensarse los motivos y las consecuencias de su fracaso electoral en unas elecciones tan importantes, en una parte tan importante de España.

Comencé escribiendo que el resultado de las elecciones no alterará lo esencial. Aunque sea en medio del ruido de la propaganda ideológica, las nueces de la política estarán en investir president y formar un Govern que gobiernepresident. (Digamos entre paréntesis que no está descartado que hubiera que repetirlas. Si fracasó la democracia representativa en el Congreso surgido de las elecciones generales de diciembre de 2015, ¿por qué no podría suceder tal cosa con el Parlament surgido de las presentes? Es además probable que surjan intereses partidistas que empujen en esa dirección, porque la influencia del resultado en la evolución de los partidos sí será notable).

Obviemos ahora la reflexión sobre lo escrito en ese paréntesis.

Que los resultados de este 21D no alterarán la esencia real de la política postelectoral en Cataluña no equivale a decir que no sean decisivos para configurar el cauce por el que va a cursar y la forma en que vaya a hacerlo. Extremando las posibilidades: si se gobierna desde el independentismo la situación en Cataluña se cronificará como problema grave para la democracia española, dificultando su positiva evolución; y si se gobierna desde un constitucionalismo con voluntad de relegitimación política y social, de igualdad y solidaridad, Cataluña podrá ser, como en la lucha contra la dictadura franquista y durante la transición, un factor democratizador en toda España.

La "vía Iceta", vinculada al histórico PSC, aparece como la más favorable a esta segunda perspectiva. Ha mostrado altura y fineza políticas... a pesar de ser "bajito y gordito" (él mismo dixit). Aun así probablemente no será el líder más votado, entre otros motivos porque le ha tocado bailar con la fea papeleta de la "reconciliación" y el indulto, en la opacidad deslumbrante de una campaña electoral; pero cuantos más votos reciba, más amplia se hará la vía por él propuesta, sea quien sea la persona investida para asumir la presidencia de la Generalitat y para seguir esa vía.

Esperemos a esta noche electoral para ver por dónde respiran los líderes y sus partidos a la vista de los resultados. Datos seguros y únicos. Que darán lugar a lecturas y propuestas varias hasta ajustarse a lo esencial.

Y vengamos a España. Sean cuales sean los resultados de las elecciones catalanas lo esencial para la democracia española seguirá siendo emprender la reforma constitucional. Lo dijo el pasado martes en la Ser Pedro Sánchez. Gran tarea a la que no hay que postergar otras importantes del día a día de la legislatura y la gobernación actual en España. Gran tarea que no puede ser postergada a que el PP pierda el Gobierno de España. El mérito de esta Constitución desde hace mucho ya no está en durar sino en la capacidad de reformarla.

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Ojalá que el final del otoño político catalán dé comienzo a una nueva primavera de la democracia española.

La Unión Europea, en este trance, ha apoyado la unidad de España porque nos necesita. Una España que superara con bien —sin victorias pírricas ni simbólicas— la crisis de Estado que le ha provocado el independentismo, se convertiría en un poderoso factor para la integración política y social que la UE necesita.

En ese proyecto para España, una Cataluña vuelta a su seny, sin motivos para la rauxa, es más que necesaria.

Esta es la paradoja: el resultado de las elecciones de este jueves, a pesar de su importancia y a reserva de una alteración descomunal de las predicciones, no alterará lo esencial. Ni en Cataluña ni en España.

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