A lo largo de los dos últimos años se han puesto de manifiesto los esfuerzos desarrollados por la dictadura franquista, desde sus comienzos, en controlar la totalidad del discurso histórico. Un fenómeno que no se produce exclusivamente en España y que sigue siendo conocido y caracterizado, sobre todo, a través del “lavado” del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX. Un proceso que Eric Hobsbawm caracterizó como la invención de la tradición, y que más tarde, tras pasar por la dominación colonial europea, fue utilizado por los Estados fascistas para fomentar la polarización y radicalización política a través de una agresiva propaganda que hundía sus raíces en un pasado idealizado que exageraba unos personajes y épocas en detrimento de otros.
En el caso español, las consecuencias de la interrupción de cualquier atisbo de cultura laica, racional o igualitaria, y la sustitución de la escuela y la universidad republicanas por otra netamente nacionalcatólica e integrista, son todavía difíciles de calcular. Afectaron a varias generaciones y asolaron todo espectro anterior pero sus mecanismos depuradores y su legado institucional, sin embargo, son cada vez más y mejor conocidos. Fue desde allí, una vez alcanzadas las posiciones de poder del maltrecho mundo académico e investigador de postguerra, desde donde se ordenó la reinterpretación sistemática del pasado español, hasta hacerlo coincidir milimétricamente con los postulados de un régimen autoritario y militarista por encima de todo. Una laminación que guarda bastantes similitudes en todas las dictaduras pero que, en un caso como el nuestro, con una duración tan excepcional, terminaría asentándose como un conjunto de prácticas coactivas, aceptadas y consensuadas como normas de promoción entre las disciplinas académicas del momento. La importancia de este fenómeno descansa, en primer lugar, en abordar esa problemática en el mundo presente y afrontar así desafíos tan actuales como el fenómeno revisionista, pero hay que hacerlo más allá de la lógica de confrontación que se busca de forma interesada en torno a la guerra civil y la memoria histórica tradicional. Hay que ampliar el foco a toda la interpretación de la historia, desde la arqueología visigoda a Al–Andalus, pasando por los manuales de Historia del Arte que la intelectualidad franquista desterró para siempre de la Historia con mayúsculas. El descubrimiento, la conquista de América y el Siglo de Oro de las letras castellanas ocuparon su lugar y así han venido siendo espacios asiduamente revisitados por los hispanistas como antesala de la “unidad de destino en lo universal”, la misión o el Imperio español. Una retórica grandilocuente que escondía, en realidad, un mundo de enormes privaciones y frustraciones; de una pertinaz incapacidad para sortear los límites de una política exterior marcada por la condena y el aislamiento internacional. Los vínculos entre el ideal de Reconquista y la Cruzada, en definitiva, la legitimación religiosa del golpe y de la guerra civil, también se habían estudiado en su vertiente teológico-política, pero apenas han sido explorados hasta el momento en su dimensión simbólica y artística. Igualmente desconocido aparece, por ejemplo, el uso de la liturgia y del ceremonial barroco con el que el general Franco pretendía emular la figura de los grandes monarcas absolutos en su lugar predilecto por excelencia: el monasterio de El Escorial. Unos Austrias castellanizados, como la Dama de Elche, convertida en lugar de memoria de un tiempo y de una sociedad idealizadas hasta extremos que hoy pueden ser calificados justamente de ridículos.
La confrontación y la reducción a las figuras de la guerra civil, aun mereciendo un justo encuadre, busca un rédito político doble: no hablar del franquismo, o en el mejor de los casos sustituirlo por un debate sobre la guerra de buenos y malosbuenos y malos. Y, al mismo tiempo, trata de invisibilizar cualquier otra época o período histórico que pueda poner en tela de juicio una determinada idea de España. La investigación ha avanzado en todos estos campos a pasos agigantados, consolidando la renovación de la historiografía española, que desmiente en la práctica no solo este fenómeno anterior, sino la idea misma de que no se puede descubrir ya nada nuevo en nuestra profesión. Gran parte de la frustración parte de ahí precisamente, de constatar que estamos siempre a la defensiva, hablando de la última burrada sobre historia, en lugar de mostrar nuestros avances en aspectos demostrados y consensuados nacional e internacionalmente. Hay que analizar, comprender e interpretar la evolución de este fenómeno de la invención del pasado en la España reciente, con especial énfasis en explicar su presencia, activa o reactiva, en la idea de un pasado uniforme. Sí, desde luego. Pero también tenemos que hacerlo de manera accesible a todos los públicos, no solo el académico, ya que no hay duda de que el interés por los temas históricos no para de crecer. Mostrar la dimensión de ese pasado oscurecido por el franquismo, con el que ahora determinados sectores quieren conectar su punto de vista político con un origen emocional de nuestra historia, es una tarea pedagógica y didáctica que no puede quedarse reducida exclusivamente a la mirada histórica más reciente, que en este caso resultaría reduccionista, sino que es preciso plantearlo también desde la arqueología, la Prehistoria, la Antigüedad, la romanización, la configuración medieval, el modelo territorial o los imperios atlánticos, por citar solo algunos de los aspectos educativos que el franquismo, desde su voluntad de someter toda forma de expresión cultural anterior, manipuló a su antojo.
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Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Moderna y Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y del Franquismo.
A lo largo de los dos últimos años se han puesto de manifiesto los esfuerzos desarrollados por la dictadura franquista, desde sus comienzos, en controlar la totalidad del discurso histórico. Un fenómeno que no se produce exclusivamente en España y que sigue siendo conocido y caracterizado, sobre todo, a través del “lavado” del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX. Un proceso que Eric Hobsbawm caracterizó como la invención de la tradición, y que más tarde, tras pasar por la dominación colonial europea, fue utilizado por los Estados fascistas para fomentar la polarización y radicalización política a través de una agresiva propaganda que hundía sus raíces en un pasado idealizado que exageraba unos personajes y épocas en detrimento de otros.